Amarillo
 

No hay peor sensación que la de saberse envejecer sin testigos; de permutar paulatinamente el movimiento por la cobardía; de pasar revista día a día a los mismos actos, las mismas palabras, los mismos silencios para recorrer las mismas avenidas, para ignorar los mismos rostros, para recordar los mismos nombres… No tengo duda de que la monotonía es otro nombre del miedo. Por eso no cerraré los ojos. Quiero verme derrotado, abatido por tanta soledad acumulada. Quiero verme vencido, devastado por tanta impotencia y tanta vida derrochada en vano. Para un viudo la esperanza es un crimen.
 


Negro
 

Lo compadezco, sus días son repetitivos hasta el llanto. El anciano pasea diariamente para tirar en las banquetas pedazos de memoria como quien arroja una piedra. Cualquiera pensaría que se desprende de sus recuerdos, basura acumulada, para olvidar quién fue. La memoria duele como una costra insoportable, infinita, irremediable. Lo he visto orinarse el pantalón sin inmutarse; de alguna manera, mediante esa acción autodestructiva, se desprende de sus frustraciones. Sin lamentar su suerte, siempre callado, se deja llevar por los sonidos de las avenidas que no lo conducen a ninguna parte. Lo compadezco; todos pisan sus huellas frescas pero nadie lo recuerda.



 

 

Amarillo
 

Alguien me mira. Lo sé. Sin importar la hora sigue mis pasos en todo momento y en todo lugar. Ya sea durante la sórdida madrugada cuando la ciudad entera es un impreciso silencio o a la hora bulliciosa que las madres jóvenes ocupan para recoger a sus pequeños hijos del jardín de niños. Su presencia intangible me persigue en los cruceros, en los paraderos de taxi, en las tiendas de perfumes, en las dulcerías, en la fila del banco, en las librerías, en los cines me espera para convencerme de que mis carencias son objeto de burla. Entre la multitud y a solas, me persigue a una distancia descarada.

 

Negro
 

El viejo es un tipo muy ocupado en sus quehaceres cotidianos. Habituado a su persistente soledad empieza a hastiarse de convivir consigo mismo. Rutinario abnegado, todas las tardes sale de casa con rumbo predecible. Camina con una agilidad insospechada para un hombre de su edad y complexión: es un viejo gordo que no se detiene ante nada. Temeroso de asfixiarse en su propia inmundicia, invariablemente abandona su hogar a la misma hora. Viste como un antiguo caballero: las canas relamidas con gomina, la piel de su papada, arrugada y desoladora, escondida detrás de su impecable bufanda, zapatos lustrosos y ese bastón que mueve frenético en determinadas esquinas que tal vez le recuerdan un rostro, un perfume, un nombre…

 

Amarillo
 

La vanidad es un atributo en la juventud pero un defecto en la vejez. A mis años no puedo ser vanidoso. Por ello, cuando declaro que alguien sigue mis pasos no miento. Alguien me persigue sin alcanzarme porque se deleita intimidándome. A pesar de que mi vida entera parezca una interminable huida, a esta edad y con estas canas ya no me interesa aplazar lo inevitable. Si tengo un cazador detrás mío, olfateando a la distancia, puede venir a morder mi cuello en el momento que le plazca, lo recibiré con una sonrisa.

 

Negro
 

Sería un grave error considerar indefenso a ese tímido anciano. No es violento, no es embustero ni se obstina en hacer más miserable la vida de los miserables pero su soledad, inmensa y deplorable como sus años, lo hace peligroso. Lo sigo a cierta distancia. Seguramente se ha percatado de la cercanía con la que suelo asediarlo porque casi puedo adelantarme a sus actos. Soy capaz de olfatear el rastro hormonal que desprende su miedo; el mismo miedo de un herbívoro acorralado por un tigre. El viejo siente en su espalda el hambre de mi mirada, y yo me deleito imaginando mi lengua recorriendo los vellos de su cuerpo vencido. Con malicia saboreo mi victoria en el sudor frío que segrega su espalda. El viejo tiene miedo, aumenta la velocidad de sus pasos pero yo, detrás de mi cámara, puedo adivinar su trayectoria. El anciano doblará a la derecha en la esquina del hospital y recorrerá cinco o seis calles sin mirar los escaparates de talavera, sin mirar el rostro de las demás personas, presas en potencia, testigos insospechados, de mi hermoso ritual de cacería. Sofocado por temor e impotencia llegará al zócalo y rodeará dos veces la fuente hasta considerar que ha despistado al cazador. El viejo se siente a salvo; no distingue mi rostro y mi aroma, procuro modificarlo diariamente con diversos perfumes, nunca es el mismo. Con la confianza y el cinismo que brinda el anonimato camino hacia él con la cara descubierta. Mientras el viejo mira hacia atrás nervioso a veces tengo el descaro de chocar intencionalmente contra su hombro y le pido disculpas con unas cuantas palabras que suenan como un gruñido. El viejo, tan asustado, no me reconoce y continúa huyendo de lo que ya tiene enfrente.

 

Amarillo
 

Siento su mirada, cuchillo enérgico, clavada en mi nuca. No evito lugares oscuros ni solitarios para exacerbar su apetito. Soy carne débil, puede disponer de mí en cuanto le apetezca. A veces leo en la banca mas apartada de un parque tan abandonado que sólo abriga ramas secas y los troncos caídos de árboles muertos; el escenario es una trampa para atraer fácilmente a cualquier depredador. Alejado de la manada lo espero con ansia y sé que se acerca, que huele mi deseo y que, desde la cima de un árbol o detrás de un matorral, me observa fijamente lamiéndose los dientes.

 

Negro
 

Procuro contribuir, en la medida de lo posible, al deseo del viejo. Por ello lo abandono días enteros al goce que supone la sospecha. En esos días me contento con seguirlo dos o tres horas y después cambio el rumbo. Voy a beber vino o a refocilarme con cualquier hembra. Y mientras disfruto de ese cuerpo o ese vino pienso en la incertidumbre frenética que experimenta el pobre viejo al creerse perseguido. Es un goce extraño no tener un solo minuto de descanso. A pesar de que el cazador esté muy lejos, la presa todo el tiempo la presiente cerca: la amenaza es un placentero y plenamente satisfactorio juego de seducción.

 

Amarillo
 

No estoy solo salvo cuando regreso a casa para dormir exhausto entre las sábanas con una sensación similar a la alegría. Hoy sobreviví. Estuve al alcance de sus mandíbulas y sin embargo heme aquí envuelto en el calor de mis sábanas. Mañana volveré a retarlo, volveré a provocarlo, a excitarlo con mi aroma y con mi aparente ineptitud. Mi placer, como el de muchos, es un peligroso caminar por la cuerda floja, con vendas en los ojos y su enorme hocico de tigre abierto en el fondo.

 

Negro
 

Sinceramente preferiría dedicarme a otro oficio; una actividad poco remunerada, más convencional. Trabajar la piedra por ejemplo o vender cualquier mercancía en una estación de autobús. Soy fotógrafo. Antes del viejo hacía encargos mediocres; me contrataban para bodas, para graduaciones y fiestas en general y yo desempeñaba mi papel sin esperar más que mi paga y una rebanada de pastel. Fue durante un evento familiar que Rojo, amigo común entre mi presa y yo, me ofreció una cantidad inaudita de dinero a cambio de un sólo e inexplicable esfuerzo: debía seguir al viejo a todas partes para tomarle fotografías que posteriormente Rojo enviaría al viejo cada viernes de todas las semanas hasta que la presa muriera, desenlace que en ese momento se nos antojó próximo. Acepté sin pensarlo pues el dinero era mucho y el trabajo, ¿qué puede hacer un viejo recientemente viudo con su vida?, una tontería de locos.

 

Amarillo
 

Tengo pruebas fehacientes de su ritual de cacería en un cajón de mi escritorio. Han pasado tres años y mi depredador no consuma su hambre. Cada viernes arroja bajo mi puerta una decena de fotografías de mi diario deambular por la vida. La primera vez que recibí las fotos supe quién y por qué motivo las enviaba; era un amigo, muerto ya, que por insistencia mía contrató a un joven fotógrafo para que me retratara sin que yo supiera el momento justo ni el lugar exacto. Con esta medida me obligaba a mí mismo a vivir con un persistente sentido del gusto, me obligaba a caminar con elegancia, a evitar actos innobles, a vivir estéticamente el resto de mis días para que mi testigo, paulatinamente convertido en mi depredador, no se aburriera; para olvidarme de la muerte, para que la muerte de mi esposa me doliera menos, para que ella se fuera, desapareciera de esta ciudad y de este llanto. Por eso necesitaba que alguien me viera vivir. Rojo, mi amigo, murió antes que yo y con su muerte violó nuestro pacto de caballeros. Fue un lunes, lo recuerdo muy bien. Asistí al funeral y posteriormente al crematorio. Muerte natural fue el dictamen, mentira total sostengo yo: la vejez es lo mas antinatural en un hombre. Todo hombre debería morir a los veinte o veintitrés años cuando la vida se doblega ante la fuerza de nuestros brazos, cuando poseemos un color sano y una piel suave; ésa es la naturaleza del hombre, la juventud que todo lo puede. Y no la vejez, paradigma del antinatural egoísmo con el que el tiempo se encarga de suprimirnos del mundo.

Creí que ese viernes, ya sin pago de por medio, el fotógrafo desconocido dejaría de seguirme, pero estaba muy equivocado. Sorpresivamente llegaron las fotos del sepelio y de un grupo de viejos chimuelos, yo entre ellos, alrededor de la urna que contenía las cenizas de Rojo. Recogí las fotos y las guardé como el último vestigio de una broma atroz; la última gran jugarreta de un amigo de toda la vida que se había adelantado al impostergable fin que nos espera. ¡Qué abandonado me sentía!

 

Negro
 

El viejo que me pagaba murió. Mi primer impulso fue buscar otro empleo. Tal vez regresaría a fotografiar eventos mediocres para costearme la vida mientras llegaba mi vejez. Pero descubrí una horrible verdad: los humanos sobrevivimos gracias a nuestros hábitos ¿Qué son el amor y el deseo sino un hábito? Cambiar de hábito es tan difícil como cambiar de vida pues los hábitos son la vida misma. Un sujeto sin hábitos concretos y reconocibles es un ser sin identidad, sin pasado, sin memoria, ni presente. A pesar de que ya no recibo dinero, no puedo dejar de seguir al anciano. Es parte de mi vida, una parte fundamental como el cielo, como el agua. La irresistible seducción que ejerce sobre mí es mi hábito predilecto. Intenté dejarlo agonizar en paz, pudrirse solo frente a tanta vejez acumulada en su débil mirada. Pero no pude estar lejos de él más de dos días. Lloré, lloré mucho; lo necesitaba para vivir, lo necesito para saber quién soy y quién puedo ser. Su presencia es como una raya amarilla en mi piel de felino, un elemento fundamental para subsistir a pesar de todo, sobrevivir a pesar de todos. Si algún día el viejo me falta no me quedará más que una soledad sepulcral y tal vez una risa falsa cuando el tigre se ahorque desconsolado…

 

Amarillo
 

Me apresuro a cerrar el puño cuando por algún descuido suelta un flashazo, miro a todos lados para buscarlo pero es absurdo: él no comete ese tipo de errores. La cacería es un acto de cinismo. Su mano se pierde entre las manos de las multitudes y sé que es inútil tratar de buscar al tigre en medio de tantas rayas. Vuelvo a mi lectura seguro de que sus garras están tan cerca que casi puedo sentirlas hundiéndose en mi abdomen. Sus ojos penetrantes, seguramente verdes, me miran a escasos metros deleitándose con mi figura demacrada. Toma otra fotografía que yo padezco como un mordisco. Esta vez ya no levanto la vista, seguramente el tigre se ha ido.

 

Negro
 

Es un ritual esperar que salga de su guarida, distinguirlo en esta selva de oscuros aromas, percibir su enervante perfume a fruta marchita, cerrar los ojos e imaginarlo caminar directamente hacia mis fauces. El olor de su nuca es un ritual, el de su espalda, el de su entrepierna. Las fotografías son mi desesperado intento por hacer míos esos rituales. Fotografías de su nuca, de su espalda y sus muslos. Lo sigo procurando no hacer ruido, procurando el mayor deleite, el placer mayor. El miedo, denunciado en sus ojos, es uno de mis rituales favoritos. Tomo muchas fotografías de esa gesticulación, de su visible deseo por ser poseído, reclamado, reconocido. Sonrío apenas sin despegar los labios y mi risa es un gruñido que el viejo escucha. El sublime viejo es un ritual gastronómico, visual, sexual, poético; su cuerpo es tan frágil, su caminar tan elegante como el de una hermosa cierva en celo. Es irresistible el perfume con el que impregna los parques donde lee, las calles por donde camina y sobre todo su casa, refugio entre dos sombras, la noche y yo, en donde plácidamente duerme a sabiendas que su tigre no puede entrar, no quiere entrar salvo en fotografías.

 


 


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Isaac Gasca Mata (Puebla, 1990). Estudia la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha presentado sus cuentos en diversos foros a nivel nacional en ciudades como Monterrey, Querétaro, Zacatecas, Tijuana, Colima y Guanajuato. Obtuvo un reconocimiento en el X Concurso Literario Filosofía y Letras en la ciudad de Puebla y ha recibido otros premios otorgados por la BUAP. Actualmente promueve un proyecto de lectura denominado “Literatura y sinestesia” en la Biblioteca Central de su universidad.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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