No. 46/CINE

 

Hannah Arendt



Rodrigo Martínez
 

Hannah Arendt
Directora: Margarethe Von Trotta
(Alemania-Francia, 2012)


hannah-cartel.jpgMemoria y pensamiento: la joven Hannah Arendt visita el cubículo del profesor Heiddeger y descubre que pensar es un acto solitario. Pensamiento y memoria: alumna y maestro se encuentran en un ático de madera inquieta para abrazarse a solas. Comunión: la mujer encuentra a su mentor, con la vejez sobre un bastón, y debate con él mientras caminan intranquilos entre los árboles casi alucinantes de un bosque donde ella confesará, tras estrecharlo, que ha llegado hasta allí porque quiere comprender. Síndrome del pensar. Evocaciones e ideas como afanes puros. La conflictiva naturaleza de la reflexión genuina. La lucha de las doctrinas como eje dramático de un mundo aturdido de incomprensión en el que una filósofa debe cavar en el pasado para encontrar explicaciones.

Cuando el teniente Adolf Eichmann fue llevado a juicio en Jerusalén por gestionar el transporte de los campos de exterminio nazi, Hannah Arendt (Barbara Sukowa) buscó al editor de The New Yorker y propuso cubrir el caso. Exiliada en Estados Unidos desde 1941, la pensadora dejó un entorno afectivo estable al lado de su esposo, el profesor Heinrich Blücher (Axel Milberg), su amiga novelista Maru McCarthy (Janet McTeer) y su colega Hans Jonas (Ulrich Noethen), y volvió a sus múltiples pasados con el simple anhelo de encontrar respuestas. La odisea reflexiva y sentimental, con su embalaje de discordias y revelaciones, condujo a la autora de Los orígenes del totalitarismo a un encuentro con uno de los problemas fundamentales de su obra: la banalidad del mal.

Episodio final de una trilogía sobre el Holocausto (Rocío García, El País, junio de 2013), el decimocuarto largometraje de Margarethe Von Trotta no es la biografía de una pensadora ni la reconstrucción del juicio de Eichmann. Es una tesis sobre la necesidad del pensamiento: un drama dialogado que explora la quietud y la furia de las visiones incompatibles sobre las motivaciones del extermino nazi. Al igual que Rosa Luxemburgo (1986) y La calle de las rosas (2003), Hannah Arendt indaga las condiciones específicas de un proceso social para situarlo en la memoria, pero profundiza en su entorno para crear un perfil de esa cualidad inherente a la capacidad de comprender: el pensar y sus consecuencias. Como si se tratara de hechos simultáneos, el prólogo del filme recrea el operativo del Mossad para capturar al teniente nazi y la meditación de la filósofa con cigarro en mano. La articulación visual plantea el objeto y el estado del pensamiento. Funge como indicio del vínculo entre problema y reflexión. Hannah recorre un departamento a media luz, en sentido contrario hacia el que caminaba Eichmann, como si buscara el pasado. Luego se recuesta y la mirada del espectador deja de escudriñarla porque la cámara se aleja para permitirle ser con su pensamiento a solas. La secuencia culmina con la invasión de oscuras masas verticales, que lo ensombrecen todo, de una Nueva York que encarna un misterio semejante a la tarea de la reflexión sobre la maldad.


hannah-02.jpgMás próxima a la visualidad íntima de El joven Törless (Volker Schlöndorff, 1969) que al resto de los episodios de su propia trilogía, Hannah Arendt articula un mundo visual de introspecciones sugeridas o escenificadas. Muestra intimaciones obvias cuando Hannah mira la ventana y proyecta su conciencia del pasado en los recuerdos de su relación con Martin Heiddeger. Otras interioridades trascurren en el secreto: puertas y ventanas de su estudio ocultan su figura y crean encierros consigo misma para obviar la certeza de que el pensamiento es un acto a solas. El tópico más elaborado por Von Trotta, y por ello la estabilidad compositiva de los encuadres que van y vienen de esa intimidad meditativa, es la defensa del pensamiento como un instrumento real para trascender las limitaciones de la condición emocional.

A pesar de la sobriedad formal de la cámara (que únicamente gira y corta tensa y confusamente en la secuencia donde Arendt y Heidegger recorren el bosque), el filme tiene expresividad debido al dinamismo con que Pamela Katz diseñó los personajes y porque los actores, con Barbara Sukowa y Ulrich Noethen al frente, concretan una dramaturgia de ideas. La plasticidad íntima (a veces abstracta) da lugar a atmósferas de tensión una vez que Arendt publica la tesis de que Adolf Eichmann sólo era un burócrata mediocre que siguió órdenes. La película evidencia su intención apelativa con una lógica que no busca revelar misterios, sino que pone en escena visiones confrontadas para convocar al espectador con polémicas explícitas donde todos los personajes son activos y complejos al tiempo que encarnan ideas propias.

Caracterizada como una mujer con sumo apego por sus afectos, Hannah es un estallido dramático que toca todo. La publicación de su artículo crea un contexto mental y emocional donde, a la manera de un heraldo, su esposo (el decisivo y sobrio Heinrich Blücher), es víctima de un aneurisma cerebral en ese entorno de incomprensión al que la filósofa sólo podrá responder con una defensa más enérgica de sus proposiciones. La inteligencia estructural de Hannah Arendt, más allá de sus momentos de mínima diversidad al interior de la puesta en escena, es que desata identificaciones justo en los momentos cumbre del proyecto de Arendt: el marido enfermo; el colega ofendido en Jerasulén; la amiga novelista que afronta a los intelectuales con astucia furiosa; el docente que confiesa decepción, pero que encarna a su más digno antagonista. Como afectos o como posiciones, cada uno contribuye a crear un universo, casi dialéctico, de visiones escenificadas.

Y aun en la ausencia de personajes, Hannah Arendt intima a través de esos planos donde la cámara muestra el espacio fijo del estudio y la máxima organización de los objetos. Dibujo de una mente rigurosa y dinámica que, en un momento decisivo, expuso una tesis inmediatamente incomprendida: Adolf Eichmann como prototipo de una maldad parcial; como la diferencia entre “el horror inimaginable de los hechos y la mediocridad del hombre”pero, sobre todo, como un culpable de bajo perfil; una pieza en una maquinaria gigantesca donde la acumulación de maldades creó el contexto para una perversidad de grandes dimensiones. Eichmann también encarnó la certeza de que la ontología de la maldad ya no abandonaría las reflexiones de Arendt. Desde el encuentro con el “monstruo”, la observadora y el observado  (la pensadora y el teniente) fueron inseparables al menos en la intimidad de esa criatura cíclica (como la cámara que vuelve a dejar a solas a Hannah en el momento final) llamada pensamiento.

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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es doctorando en Ciencias Políticas y Sociales (Comunicación) por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la FCPyS y colaborador de la revista electrónica F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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