Lo primero que deben saber es cómo conocí a mi padre. Un día cuando salía de la escuela lo encontré de frente. Era un hombre de buena estatura, aparentemente fuerte, pero que a simple vista me pareció muy viejo. Fue muy extraño conocerlo. Aunque no quiero repetir eso que dicen todos, que la sangre llama y demás estupideces, sólo menciono que el hecho resultó muy raro. Aún recuerdo el escalofrío que me recorrió el cuerpo.

Estaba recargado sobre un poste de madera. Usaba un abrigo negro y descosido que me resulta imposible olvidar. No me pasó por la cabeza que el viejo fuera un robachicos y que quisiera mis órganos o tal vez violarme. Tenía siete años pero ya sabía muy bien qué significaba violación y que te timaran un riñón. No me siguió en una semana pero en cambio nos hicimos amigos cordiales. Había algo en él que me resultaba familiar, quiero decir que no me daba miedo. Nunca se lo tuve.

 

Recuerdo los nervios del hombre de la gabardina negra la primera vez que se esforzó en hablarme. Sabía de tartamudos porque el profesor Camarillo, que me dio clases en primer año, era el mejor en esos talentos. El hombre no era mejor que Camarillo. Al profesor nadie le ganaría un campeonato si es que los hubiera... Tal vez se le soltó la lengua o más bien se tranquilizó, pero pasaron los días y el que era mi padre resultó un gran conversador. Una tarde me invitó un helado que sirvió para ganar terreno. Después caminamos largo trecho y me obsequió un libro de animales para colorear. Me acompañó a la esquina de mi casa. Era muy tarde. Y no me van a creer pero a pesar de mi corta edad, me pasé la noche pensando en que el hombre era igual de estúpido que mi ex profesor. Nadie le regala un libro de colorear a un niño de siete años.

Mi madre no me regañó por los retrasos y llegadas a deshoras. Unos días antes, ella era un torbellino capaz de arruinarlo todo con sus movimientos bruscos y sus gritos. Ahora era una mujer seca y distraída. Hablaba poco conmigo y días atrás me había pedido que regresara solo a casa después de la escuela. En realidad no era una cosa para ponerse a llorar, mi casa estaba a cuatro cuadras del colegio. Mi madre se limitó a vestirme y darme los alimentos que se le ocurrieran.

Creo que pasaron tres semanas, no debió ser más, cuando invité a casa a mi nuevo amigo. Yo era un chiquillo obsesionado con las formalidades. Tal vez por eso se me hizo muy correcto presentárselo a mi madre y así evitar un futuro malentendido. Él no se negó a ir y mi madre lo recibió como si nada. Ahora, después de años, lo comprendo y me da una rabia. Tomaron café y no hablaron una puerca palabra. Mi padre actuó como lo que era. Me estuvo acariciando el cabello y hasta me besó la cabeza en dos ocasiones. Yo me hacía el tonto jugando con un carro de colección que me gustaba bastante. Jugué por horas hasta que él se marchó. Yo estaba feliz, la cita había sido perfecta.

Mi madre no tocó el tema de la visita, ni preguntó detalles, ni me pidió que invitara al hombre a tomar otro café. Me pasó por la mente la idea estúpida de que los dos pudieran vivir juntos y dormir en la misma cama. Él me gustaba mucho. El hombre había dejado de parecerme viejo y en cambio lo veía más entero y más fuerte que cualquiera de los señores que rondaban por la escuela. Me hice tantas ideas que era inevitable que estuviera contento. Un día antes de que lo viera por última vez, escuché que mi madre le decía por el teléfono: “Le ha hecho bien verte, eso es lo que querías ¿no?, puedes llevarlo contigo y enseñarlo a pescar”. Después no escuché nada porque, aunque no lo parezca, yo era un niño muy bien educado.

No era viernes, lo sé porque no llevé ropa casual a la escuela. Mi padre llegó a la hora en la que yo salía del aula, estaba recargado en el poste de madera de siempre y no sonreía como hace días. Sin esforzarse por ser cuidadoso me soltó la noticia de que era mi progenitor. Abrí los ojos. Yo abría los ojos y lo sigo haciendo cuando algo me impresiona. Además mi corazón late muy rápido, aunque eso le pasa a todos los que se asustan. Caminamos como hora y media y cuando me dio un beso en la mejilla pude borrar todos los días de ausencia y de lluvia que me revoloteaban en la mente como mariposas negras. Pero pronto me contó que tenía otra familia y que no podía hacerse cargo de mí, ni llevarme a vivir con él, porque radicaba fuera del país. Dijo que tenía una casa en Massachusetts, pero con los años me enteré de que vivía en un pueblo cerca de Florida. Tenía tres hijos. Muy rubios los tres. Eso también lo supe después.

Eso de tener algo muy hermoso y perderlo así nomás, como agua corriente entre las manos, duele más que seis golpes contra la pared con todas las malditas fuerzas. Me dijo que tal vez nos encontraríamos algún día, que cuando yo cumpliera dieciocho años de edad podría viajar a otro país y visitarlo. Sumar tantos años me quemó los dedos de las manos. Debí odiarlo porque corrí sin tregua rumbo a casa. Con la intención, claro, de que me siguiera, me abrazara y me dijera que estaba arrepentido, que tuviera prisa para preparar la maleta porque me llevaría con él, muy lejos de mi madre. Entré a casa devastado y él no se apareció nunca.

Esa noche, mi madre quiso hablar conmigo como si yo fuera un adulto. Le escupí la cara como lo había visto en la telenovela. Y pasó exacto: mi madre me cacheteó como una actriz consumada. Me fui al cuarto pero no cerré el ojo en toda la noche. Al día siguiente tenía que asistir a la escuela con ropa casual porque era viernes, lo recuerdo tan bien... Yo estaba lo que se dice absorto y alejado de cualquier pensamiento coherente. Permanecí distraído y psicótico en la clase. Por eso no me importó comprobar lo que a diario nos contaban los maestros. Nunca fui de recomendaciones ni de tener cuidados ni miedos ni nada. Salí de la escuela como siempre acostumbré: con la mirada en alto y el paso muy lento. Mi padre ya no estaba. Busqué entre los extraños al que me pareció más sanguinario. Llevaba unas botas muy viejas y desabrochadas que llamaron mi atención. El hombre se tocó el bulto de su pantalón cuando le sonreí. A pesar de que yo era muy pequeño para esos asuntos reconocí inmediatamente lo que ese ademán significaba. Caminé detrás de él hasta reencontrarlo después del parque. Era un parque amplio, infestado de hiedras y zacate alto por todos lados. Regresé a casa más tarde de lo habitual y mi madre estaba hecha de nuevo el peor de los torbellinos. Me preguntó dónde había vagado y me acuerdo que no le dije nada porque corrí al cuarto y me encerré sin ganas de volver a salir en varios días. Tal vez nunca más. ¡Vaya que lo pensé así!

Después pasé muchas horas acostado boca abajo, tocándome la espalda baja y valorando los posibles daños. Me dolía todo. Y todo es todo. Pensaba a cada rato en la maldita probabilidad de que mis riñones también se hubieran esfumado. Pero no. Afortunadamente no tenía ningún indicio de sutura.

 


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Diego Armando Arellano (Ciudad Guzmán, Jalisco, 1984). Periodista y narrador egresado de la Facultad de Letras y Comunicación de la Universidad de Colima. Ha publicado cuentos, entrevistas y crónicas en las revistas Luvina, Cuadrivio, La Hoja de Arena, Palabras Malditas, entre otras.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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