Cuento_Espinosa_2.jpgLa abuela está cada vez peor. Por lo menos antes comía la sopa que le daba y una que otra tortilla, no es mucho, lo sé, pero es lo único que hay aquí desde hace tiempo, además se puede vivir con eso. Ahora no come nada y eso me angustia. Antes, cuando vomitaba, al menos sacaba lo poco que comía; ahora ya no tiene qué vomitar y ha estado vomitando sangre. Sí, parece exagerado pero ha estado vomitando sangre. No lo digo por convencerte. Está mal, la abuela está mal, lo sé, necesita ayuda. Su cara, esa cara blanca y luminosa de antes, es ya un rostro demacrado; sus cabellos amarillentos la hacen lucir marchita; sus manos huesudas carecen de energía; a veces se queja y habla como despidiéndose de todos, creo que siente que se va a morir —dios no lo quiera—, y no sé si aún puede verme cuando me le acerco. Pobre abuela. Hasta sus pollos carecen de hambre; juraría que su guajolote, ese que tiene desde que era un polluelo, está triste. Pobre abuela. Ya ves, ha hecho mucho por los de este hambriento pueblo y ahora está sola. Sólo nos tiene a nosotros; eso es suficiente. Sobre todo a ti que eres su nieto querido. Por eso tienes que ir. Lo más rápido que puedas y volver a casa con ayuda. Podríamos hacerle como con todos, agarrar una sábana y cargarla hasta el otro pueblo con un doctor, pero ya está muy vieja, y su dolor de la espalda acabaría con ella antes que su enfermedad. Por eso ve, ve lo antes posible y regresa rápido. Tienes que caminar durante horas, lo sé, hasta llegar al camino —subir el cerro, después bajarlo y volver a subir para bajar y encontrar el camino—, decirle a un coche que te lleve y después moverte para conseguir al doctor. Lo sé. Tienes que hacerlo. Pero prométeme una cosa, prométeme que volverás pronto, lo más rápido y con ayuda. Promételo.

—Lo haré, lo haré. No tienes por qué decirme tantas cosas, pues yo quiero a la abuela tanto como ella me quiere a mí —contesté.

—Lo sé.




Eso es lo que me estaba diciendo mientras yo comía la sopa que me había servido. Era lo primero que comía desde el día anterior y por eso no dejaba de comer. Además sabía que ella hablaba tanto porque estaba nerviosa, desesperada. Se le veían las ganas de llorar. Yo la contemplaba sin dejar de comer la sopa calientita. Ella se frotaba con fuerza las manos. Se escuchaba el tronar de sus dedos. Sus ojos estaban como hundidos, como si no hubiera podido dormir en varios días. En varias noches. Ya cuando me acabé la sopa fui al cuarto de la abuela. Estaba dormida.

—Está durmiendo— dijo ella—. No la despiertes. Mejor espera aquí, mientras yo vuelvo; no me tardo; espera aquí.

Y se salió. Miré el rostro blanco y arrugado de la abuela, sus manos huesudas y casi transparentes; se le veían las venas verdes. Quise llorar al verla así. No lo hice. Es que me acordaba de cuando ella me cuidaba y yo era un niño. De cómo le echaba el maíz a los pollos y yo le decía que era un desperdicio gastar en darle de comer a los animales, que mejor nos lo comiéramos nosotros. Esto que desperdicio hoy lo ganaré muchas más veces cuando estos pollos crezcan —me decía. Después frotaba cariñosamente mi cabello, y sonreía, mirándome con sus ojos claros fijos en mí. Yo la quiero mucho. Por eso voy allá. Por eso le pedí este favor, y le estoy muy agradecido. Sufriría mucho si mi abuela me faltase. No sabría qué hacer sin esa mujer que es como mi madre. Porque es como mi madre, y como mi amiga, una amiga que tiene un consejo para cada mala situación. Ésa es la diferencia entre madres y abuelas.




¿Usted ha tenido abuelas?
—Sí, dos —contestó el gordo hombre que manejaba.
—Claro, claro —dijo él. Después ya no dijo nada y sólo miraba las señales a la orilla del camino. Eran como fantasmas nocturnos que aparecían al contacto de la luz emanada de los faros del camión. Veía los árboles espectrales y las curvas venideras. Y un sueño pesado consiguió cerrar sus cargados ojos.




La tarde anterior había comido sopa caliente y cinco tortillas con sal en la casa de su abuela mientras su prima hablaba con la voz estragada por la desesperación. Quiso interrumpirla un par de veces pero no lo hizo. Primero porque prefirió seguir engullendo la sopa y las tortillas y después porque supo que su prima hablaba mucho no porque así lo quisiera, sino porque era una forma de liberar la angustia. Después ella lo condujo hasta la habitación de la abuela, quien dormía.

—Está dormida, no la despiertes, déjala descansar. Mejor espera aquí, mientras yo vuelvo— decía acomodándose un ligero suéter de estambre—, no me tardo —continuó—, espera aquí.

Y salió. Un leve frío la invadió y mejor cruzó los brazos. No escuchó que un perro le ladraba porque caminaba profundamente pensativa. Llegó a una casa y gritó:

—Buenas tardes —una mujer anciana salió y repitió la frase—.

Ella le explicó que sería Gumaro quien iría a conseguir al médico.

—Qué bueno, hija, qué bueno —dijo la mujer mostrando un par de dientes fijos en sus encías—. Pero espera —entró a su cueva de cartón y regresó con un pequeño paquete—, no es mucho, son mis ahorritos, espero que sirvan de algo.

Su rostro reflejaba tristeza oculta bajo esa sonrisa sin dientes.

—Gracias, muchas gracias, señora.

Cuando llegó a la casa la abuela le decía a Gumaro:

—No vayas, hijo, ya no tiene caso. Yo ya estoy muy vieja. Ya es momento de irme. No vayas —la voz vieja y cansada temblaba.

—Iré, abuela. Sé que usted estará bien. Así que resista.

Un viejo y profundo suspiro terminó la conversación. Gumaro se levantó al ver a su prima en la puerta. Ella lloraba, en silencio, sólo lágrimas escurriéndose por sus mejillas, sólo una leve congestión nasal y un fuerte abrazo a Gumaro. Alguien tocaba la puerta.




Apenas había llegado la oscuridad y la humedad del camino le causaba frío. Las yerbas se atravesaban a su paso y de vez en cuando escuchaba el quejido del guajolote. La luna creciente le ofrecía la posibilidad de ver el camino. Ya casi terminaba de bajar el cerro cuando empezaba el otro. Caminaba rápido, seguro, pensativo, como si fuera un hombre al cual iban siguiendo, pero no: había prometido darse prisa, conseguir un médico y volver pronto. Y seguía pensando, repitiendo interiormente una y otra vez las imágenes, el abrazo de su prima, la mujer vieja que tocó la puerta, él abriendo, dejándola pasar porque quería ver a la abuela, enferma, debilitada, moribunda, en la cama. Luego la otra parte, donde la vieja le dijo que tuviera cuidado en el camino, que se apresurara, mientras le daba un puñado de monedas envueltas en un trapo desteñido, por si lo necesitaba.

—Gracias, muchas gracias —dijo su prima con voz entrecortada, una voz sincera de quien lloraba de angustia.

Gumaro entró a ver una vez más a su abuela antes de irse.

—No vayas, hijo, es muy peligroso; está muy lejos.

Pero él la asió de la mano y firmemente le dijo que iría, que conocía bien el camino y el otro pueblo. Mintió.

Entonces el frío de Gumaro se fue. Pisaba con cuidado, acomodando bien los pies en las piedras para no tropezar mientras escuchaba el eco del recuerdo de su abuela suplicante.

—Llévatelo. Ya está grande, no faltará quien te lo compre si es necesario.

—Pero abuela, viejita, es lo único que tienes.

Y lo era. La mujer había cuidado y alimentado como podía al guajolote que ahora estaba enroscado en sus plumas dentro de un costal.

—No me hubiera traído al guajolote —pensaba Gumaro—, pero cómo decirle que no a la abuela.

—Cuida a mi guajolotito, hijo, cuídalo —recordó Gumaro al mismo tiempo que empezó a llorar como no lo hizo frente a su prima y frente a su abuela por querer aparentar fortaleza. Pero ahora lloraba sin pena, con sollozos intermitentes, interrumpidos por el guajolote que estaba dentro del costal.

—¿A dónde va? —inquirió el gordo chofer con el que hablaba antes de sucumbir ante el sueño.

Tras la pregunta del hombre, Gumaro se acomodó en el camión con cuidado para no lastimar al guajolote.




Cuento_Espinosa_3.jpgEn la mañana, cuando despertó, seguía allí, en el camión. Desde entonces lo empezó a atormentar el recuerdo reticente de su sueño en la madrugada. Había dicho: claro, claro; después ya no dijo nada porque contemplaba cómo de las sombras aparecían letreros cabrilleantes, como fantasmas, y se desaparecían lentamente a la orilla de la carretera. Escuchó el rugir del motor y la respiración estragada del hombre que manejaba. Se quedó profundamente dormido.

Ahora caminaba por la calle de aquel pueblo que nunca había visitado, que nunca quiso visitar pero que por la promesa hecha a su abuela y a su prima estaba obligado a recorrer. Leyó un letrero que decía: “Médico. Partos.”, y corrió con su costal en la mano para decirle al médico que lo acompañara a su pueblo. —El doctor no está, regresa más tarde. —Así dijo la mujer que atendió a Gumaro. Vuelve el recuerdo del sueño mientras está sentado, acariciando las plumas del guajolote. En la madrugada, después de quedarse profundamente dormido, se internó en un sueño abigarrado de formas y de sonidos suntuosos. Se vio envuelto por figuras ignotas en la casa de su prima, la sopa caliente, las tortillas; la abuela llorando mientras intentaba no vomitar sangre. La cama de la vieja enferma en la umbría. Gumaro se acercaba despacio, con sus pasos pesados entre ruidos callados, pues la mujer dormía como si esos ruidos no le afectaran —dormía aunque Gumaro vio claro, momentos antes, que la abuela lloraba para no vomitar sangre—. Al aproximarse a la cama advirtió que estaba en una calle con gente que caminaba muy lento, parecía que era tarde, pues todo lucía un color cobrizo. Una vieja recargada en la pared le gritó a Gumaro y le dijo:

—Gumaro, Gumaro. Tengo hambre, róbate un pan.

Gumaro corrió fuerte, pero se sentía pesado, y sintió el escurrir constante de lágrimas en su rostro: estaba llorando, llorando mientras corría y escuchaba la voz desesperada, angustiada, que entonces ya era la de su abuela:

—Gumaro, tengo hambre, róbate un pan, Gumaro, Gumaro…

Cuando despertó seguía allí, en el camión…

“Tú irás y no volverás, tú, joven sin futuro, pobre entre pobres, hombre sin porvenir; irás y no regresarás pues siempre te equivocas. Tú que tienes hambre, tú que no has comido, tú que saliste de tu pueblo ayer para venir por un médico y no lo has encontrado. Tú que esperas mucho, paciente aquí sentado. Tú que miras al guajolote cansado, triste, como si supiera que su viejita está muerta. Tú, al que se le acaba la esperanza; el que llegó hoy por la mañana y fue rechazado por una mujer, la mujer del médico, que te dijo que el doctor no estaba y no vendría, y que, sin embargo, has visto entrar a un enfermo, tardarse, salir, luego entrar a otro, tardarse y salir, distintos, como si fueran consultados por un médico, y que sabe bien que él está ahí dentro, pero que no quiere ayudar, que no quiere cumplir con su tarea de hombre que sabe, y que debería ayudar a muchachos como tú, que saliste de tu pueblo ayer para venir aquí, y no para pedir ayuda de a gratis, pues nada es gratis en esta vida, sino por una cantidad de dinero, probablemente diminuta, pero dinero al fin; por esta felicidad de ayudar al prójimo, de salvarle la vida a una anciana que vomita sangre. Tú que sabes a estas alturas de la tarde que tu abuela está muerta, que ya no hay esperanza, que quieres llorar de cansancio, por esa vieja que fue como tu madre. Tú que dejaste el amor de tu prima, porque la amabas, no como a tu prima, sino como a tu sueño imposible, que la deseaste siempre como la mujer hermosa que es, que quisiste acariciarla toda, desde sus pies marcados por las piedras y el polvo de la calle hasta sus cabellos, pasando por sus piernas flacas, su cintura, sus pechos que tanto imaginaste sentir, sus labios, ese aliento tan suyo, mujer quelite, mujer naturaleza, horizonte, vida mujer, prima, mujer estrellas y sueños, mujer a la que prometí volver pronto, no tardarme y regresar con un médico para la abuela que tiene muchos días vomitando sangre. Tú que miraste a tu prima a los ojos y le dijiste ya me voy, no me tardo, y quisiste llorar y no lo hiciste, te aguantaste, avanzaste, y escuchaste el llanto de ella, y mejor no volteaste para no arrepentirte y seguir entre el cerro, la noche, los quelites, apresurando el paso para llegar rápido y volver pronto. Tú irás y no volverás pues es muy peligroso, todo es distinto, mejor no vayas, mejor regresa, fracasado pero regresa, porque si te vas ya no volverás…”

El guajolote se arqueó y emanó un sonido intermitente mientras sus plumas se erizaban. La tarde se agotaba y todo se volvía de color cobrizo. Las nubes, a lo lejos, parecían estar incendiadas. Gumaro estuvo seguro, por vez primera en todo el día desde que despertó y vio al gordo hombre que manejaba, que su abuela estaba muerta.

La mujer que ahora se materializa en su mente cobra forma, es su abuela que apareció en la madrugada, en su sueño, para anunciarle la muerte, el hambre que tiene, y le dice:

—Gumaro, Gumaro, tengo hambre, róbate un pan…

De pronto, Gumaro advierte, a través del cristal de la puerta del consultorio, desde la acera contraria donde está sentado, los ojos negros, la cara morena, la obesidad del médico que también lo mira. Se incorpora rápido, cruza la calle intentando meter al guajolote al costal y le grita al médico, que al verlo acercarse se mete, pero Gumaro lo ha visto, sabe que está ahí, y no se irá sino hasta convencerlo de que lo acompañe a su pueblo. Toca la puerta, oye el sonido seco del cristal, entra, mira al médico, le explica nervioso, como si le hablara a un ser superior, y no pudiera dirigirse bien a ese señor, cuya única diferencia con un ser cualquiera es la bata blanca que porta.

—¿Cuáles son los síntomas?

—¿Los qué?

—¿Por qué dice usted que está muy mal?

—Porque vomita sangre.

Gumaro habla, ya no sabe cómo callar, ya no sabe qué más decir para convencer al doctor.

—Doctor, por favor, acompáñeme al pueblo. Allá tengo más dinero, le doy el guajolote, mírelo…

El médico impide con una mano que Gumaro extraiga el guajolote del costal.

—No puedo, joven. Es muy lejos, y no puedo salir de aquí. Pero le diré qué hacer.

Gumaro, resentido, sale y mira cómo el cobrizo del cielo se oscurece. No queda mucho tiempo, se hace tarde, la vieja puede estar vomitando sangre de nuevo. Gumaro corre, sabe lo que tiene que hacer, lo que tiene que conseguir.

Si voy a la capital no volveré, pues es peligroso. Son ocho horas de camino.

Corre rápido, pero con cuidado para no maltratar al guajolote que se queja en el costal. Llega a la orilla de la carretera, se cansa, se detiene, avanza caminando, y la noche lo empieza a rodear. Las nubes que eran fuego ya son carbones.

Al llegar al otro pueblo, agitado, entre el recuerdo de su sueño que se reaviva busca al otro médico —Gumaro, róbate un pan—. Pero no está, la farmacia está cerrada, no hay nadie, recuerda las palabras del doctor: si no encuentra el medicamento tendrá que ir hasta la capital, pero es todo un día de camino. Gumaro no sabe qué hacer. Ve acercarse a un hombre con sombrero, a quien pregunta por el doctor, ­—Ya no está, se fue, quién sabe a dónde, creo a la capital. Sí, sí. En la carretera pasan camiones, pero es muy lejos, todo un día de camino. Pero vale la pena, allá hay de todo, los que se van ya no regresan a sufrir acá —le dice a Gumaro.

Ahora Gumaro tiene que subir para llegar a la carretera. Camina esa pendiente llena de polvo y piedras. Camina. La noche se instala en el cielo. Llega a la carretera, a cada camión le pide llevarlo. Unos no se detienen, otros no van tan lejos. Gumaro ve en la curva distante un camión que sí se detiene a unos cien metros de él.

—¿A dónde va?

—A la capital.

—Suba.

Gumaro mira al interior del costal. El guajolote está muerto. —Róbate un pan—. Después de arrojarlo cuesta abajo no ve cómo el animal se sale del costal y rueda entre las yerbas y el polvo, y queda quieto, como sin forma, plumas inertes, guajolotito de la abuela, porque sube pronto al camión, cierra fuerte la puerta, oye el rugir del motor, avanza rápido y se pierde en la próxima curva del camino.

Cuento_Espinosa_1.jpg

Más cuentos aquí...

 

Ilustraciones:
Turkey www.sxc.hu
Field Path www.sxc.hu
Tree www.sxc.hu

 


Marcos Espinosa (Ciudad de México, 1989). Se desempeña como periodista en el Estado de México y escribe crónica. Tomó un curso de cuento (INBA) impartido por Eduardo Antonio Parra. Ha publicado en Punto en línea.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.