El aire tomó forma dentro de mis pulmones impulsando mi cuerpo hacia delante. Mis hombros cayeron de súbito sobre mi estómago. Mi columna se inclinó instintivamente y caí sobre las rodillas. Hacía frío. Un revuelo de aire helado pasó por entre mis huecos destapados: mis tobillos, mis brazos, mi cuello. La corriente era constante, posándose en mi cráneo, en la punta de mis dedos, en mi nariz. Pronto, me encontré chocando fuertemente los dientes, titiritando intensamente, hasta el extremo de abstraer mis oídos de aquel espacio. El viento contorneaba mi cuerpo, oscilando en una dirección la tela de mi ropa. Alcé la mirada, y no supe, no pude recordar ni cómo ni cuándo, ni dónde estaba. Al intentar recobrar presencia, noté el pasto helado con sus pequeñas cerdas filosas que se colaban por los contornos de mi pie: sentí el frío subir desde mis huesos entumidos de la planta hasta mis rodillas. Busqué en mis rededores y encontré a la noche, a la negrura de un cielo sin luna, a un entorno de cuerpos gruesos, erguidos, en desproporción y enfilados. E inhalé el olor de las hojas húmedas de un bosque otoñal.

Mi sangre palpitaba por todo su recorrido. Comencé a respirar de forma extremadamente acelerada. La punzada en mi pecho era intensa. Además, sentía un escalofrío constante, el corazón en la boca, en las muñecas y en el estómago. Mis ojos ardían, como anestesiados. Apreté mi cabeza con las palmas de mis manos, toqué mi entrecejo con la yema de mi índice: los nervios me hacían temblar. Las manos inquietas tocaron la tierra helada. Me impulsé y sentí cómo las rodillas, los codos, los muslos, los hombros, rígidos, se estrecharon para darme el paso.

Estaba rodeada por la negrura, por el vacío. No oía nada más que mi carraspeo que tomaba fuerza del aire helado que penetraba por mi garganta. Mi cuerpo se tambaleaba mientras examinaba el contorno, mis dedos del pie entumidos corrían por entre pequeños arbustos sin hoja y el lodo cimentado en piedras. Mis manos se agitaban al aire, mi boca entre la tos y el titiriteo perdía control y mi quijada se sacudía amenazando desprenderse.

De pronto escuché el agua, el movimiento suave. Seguí su voz, alzando las manos para protegerme de algo —de alguien—. El olor cambió, se sentía más suave, más limpio y busqué con anhelo ese sonido. Caminé acelerando el paso, conmocionando mi aliento, exhalando con furia, tronando mis rodillas sin notar que se torcían. Caminé a un paso pesado sobre las piernas sin sentirlas. Así, mis dedos del pie se acercaron lo suficiente como para sumergir sus puntas en el agua gélida, en el contorno de un lago agridulce, el cual podía notar entre destellos claros de alguna luz proveniente de ningún origen. La nitidez de la noche era extrema, el frío abrazaba el espacio: mi respiración inconstante entre nubes blancas de aire que salían de mi boca de labios adoloridos y de sabor a sal y fierro. Deseé aventarme, deslizar mi cuerpo en el agua: me dejé caer.

Caía cuando, desde lo lejos, un torrente de agua helada, de viento ensordecedor me acogió y aventó al hedor de la tierra seca. A lo lejos, mis ojos buscaron al escuchar a una sombra entre las sombras. Un cuerpo andante entre los troncos, entre la negrura, se deslizaba. Un cuerpo oscuro, una proporción joven, una piel seca y astillada, un –quité mi mirada–. El tumulto y revuelo de aire comenzó a cerrar mi garganta y carraspeé con extrema fuerza, contorsionando mi cuerpo. Quité la mirada, mierda… quité la mirada. El alma inquieta y el palpiteo latente del corazón amenazaba la corriente de sangre por mi cuerpo. En súbito un terror atroz me inundó y dejé de respirar.

Así, viré y en un momento, sus ojos estaban frente a los míos. Ojos abiertos en su extremo, lo que me dejaron notar sus pequeñas venas rojas encaminando su malévola mirada. Sus ojos verdes tenue, dejando entrever a un sin-alma, casi tocaban los míos. Su frente chocaba con la mía, dándome  trancazos, a la vez, sonriendo. Su sucia cara, sus dientes negros, su nariz chata, penetraban mi alma, succionaban mis nervios, tomaban mi cuerpo temblando. Sus golpees fueron cada vez más duros y rápidos. Comenzó a morderme, a murmurar en mis oídos, a injuriarme, a gritarme y zarandearme. Cerré los ojos, no cierres los ojos. La sombra se convulsionó, me arañó y tiró. Sentía un frío intenso, extremo. Pronto la tenía encima, sus ojos encima de los míos, su vacío y su oscuridad. Su frente caía golpeando mi frente, y en esos momentos, sólo escuché el choque de dos rocas duras mientras aquella sombra me apretaba con sus diminutas manos.

En un suspiro tenue, de fuerza efímera, empujé su tronco al otro lado del tiempo y me levanté ansiando vomitar las víboras que recorrían mi estómago. Una mueca de cerdo y un ladrido de perro resentido siguieron mi paso acelerado, sentía su furia. Era mi furia. Huir a donde fuera, a ningún lugar, porque su cuerpo era mi cuerpo, su voz era mi voz, su pensamiento era mi pensamiento. En ese reconocimiento, me vi arrastrada por la tierra seca, rasgando, arañando. El gran peso de sus brazos comprimían mi cuerpo y lo tiraba a la orilla del lago negro. Su extrema fuerza me sumergió y me vi envuelta en una sábana gélida, rodeada de presión perversa: no veía, no respiraba. Quería respirar, emerger, salir, ser yo, esa yo, la de la música, la pintura y la poesía, la de las matemáticas, la biología y el universo, pero sus manos pesadas me hundían y me jalaban a lo profundo. Su cabello grueso, enredado en mi cara, metiéndose a mi boca, me atravesaba como cuchillos.  Bajábamos a lo negro, a lo extremadamente negro. Sus ojos en los míos, su boca sin labios, su lengua larga, rojísima, convulsionando mi imaginación. Su cara cerca de la mía, su abrazo escalofriante, maldito, me hundía. En lo tenue, a lo alto, en sombras doradas, el paso de una luz escasa quedó impregnada en mi pupila mientras se desprendía.

Y tragué agua.
 


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Ilustraciones:
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Andrea Reed (Puebla, 1992). Es estudiante de licenciatura de Relaciones Internacionales y Ciencia Política, y miembro del Consejo Editorial de la revista Opción (ITAM).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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