La oficina del notario Arriaga se hallaba en la vieja zona industrial de la ciudad, alejada del centro; un sitio improbable para contar con un negocio de notaría, un despacho apartado entre la congregación de antiguos almacenes reconvertidos en prostíbulos y escondites de heroinómanos. En los amplios márgenes de sus calles se hacinaban esqueletos de camiones pintarrajeados con grafittis. El sol del mediodía hacía daño a los ojos. Filiberto ocultó los suyos tras unas gafas negras y comprobó una vez más que la dirección del lugar coincidía con el viejo edificio que había frente a él. Entró y tocó en una puerta de madera carcomida.

Hacía días que Arriaga no se afeitaba. Quizá también habría aflojado el nudo de su corbata el día que extravió la máquina rasuradora y, quién sabe, tal vez el pañuelo dentro del bolsillo de su camisa estuviera húmedo de sudor. Abrió la puerta hasta el tope que la cadenilla de seguridad permitía y preguntó:

—¿Filiberto González?

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Foto: Djayo. www.sxc.hu
Éste asintió extrañado y Arriaga liberó la puerta de la cadenilla ofreciendo a González tomar asiento frente a su mesa. Rebuscó en los cajones mientras trataba de reproducir una canción con silbidos discontinuos, en tanto que los papeles que sacaba se mezclaban y hacinaban junto a los que ya había sobre la mesa.

—Perdón, pero el trabajo se amontona... Sí, aquí está.

Tomó un sobre manila etiquetado y sacó una cinta de video. González no comprendía aún por qué había sido llamado a ese despacho y qué tenía que ver con tal objeto.

—Permítame  —dijo Arriaga mientras introducía el cassette en el reproductor—. A partir de ahora todo tendrá su explicación… ya verá.

Segundos después se deshizo el color negro de la pantalla del televisor y apareció repentinamente el rostro de Marta González. Allí estaba ella, tras siglos de desmemoria, reconocible aún. González se acercó a la pantalla y apreció cómo un moretón emergía del pómulo de Marta, quien no tenía muy buen aspecto.

El notario se sentó en su silla y encendió un cigarro; la bocanada de humo que exhaló envolvió el primer plano en el que Marta miraba atenta a la cámara, como esperando una señal para hablar. Ella también encendió un cigarrillo, entonces habló:

—Filiberto, espero que al señor Arriaga no le haya costado dar contigo. Casi puedo ver la sorpresa en tu cara. Puedo verla como si ayer hubiera sido nuestro último encuentro y sin embargo, ¿cuánto hace de ello? Ya ni te acuerdas, no serías capaz de responder sin pensar, sin dudar. Antes no dudabas, ¿recuerdas?

—¿Qué carajos es esto? —preguntó González al notario tratando de controlar su turbación. Arriaga no respondió y apuntó con el mentón al televisor.

—Esto, Filiberto, es mi testamento, las últimas palabras que recibes de mí. Quiero demostrarte que el tiempo no te expulsó de mi memoria. Evidentemente, para ti no hay reservado nada material; no era eso lo que esperabas de mí, nunca codiciaste mi dinero, y quiero que sepas que eso lo aprecio. Pero te daré lo que siempre quisiste: una explicación.

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Foto: L_Avi. www.sxc.hu
"En poco tiempo dejaré de existir —dijo inexpresiva, mostrando una pistola automática—; claro, ahora mismo hablo en presente, mi presente. Tú, en cambio, considéralo como pasado: cuando veas esto, hará mucho tiempo que desaparecí seguro te preguntarás por qué. Yo tengo otra pregunta: ¿Por qué respondiste al anuncio? Ya conocías esta pregunta, te la hice en más de una ocasión. "El morbo de ser observado", respondías una y otra vez. A mí también me gustaba que mi marido me observara cuando hacía el amor con otro; aunque te confieso que me gustaba más cuando él no podía vernos o, mejor dicho, cuando tú imaginabas que él no podía vernos. Pero de eso hace mucho tiempo. Insistías, volvías una y otra vez y yo no podía escapar a tus deseos; aquello que bien pudo ser una colección de encuentros esporádicos se convirtió en una red mortal.

"¿Recuerdas que te pregunté si alguna vez habías matado a alguien? Dudaste. Tardaste en responder. No pronunciaste palabra pero negaste con la cabeza. Una negativa tranquila y a la vez sincera, pero al mismo tiempo perturbadora. Te creí, Filiberto, no habías matado nunca a nadie, pero también entendí que un gesto mío bastaría; quizá interpretaste que aquello se trataba de una orden. Toda una demostración de tu necedad. ¿Cómo iba a saber yo que, dos semanas después, te temblaría la mano?"

González se revolvió en su silla. No era posible que ella supiera que fue él quien apretó el gatillo. Nunca comentó nada con ella mientras tramaba su plan, ni siquiera una alusión, una palabra extraviada o una frase salida de un sueño. Pensó que quizá la intuición acaba materializando aquello que abraza.

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Foto: Bonvivant. www.sxc.hu
Quedó ofuscado. Años atrás dejó un cuerpo crispado y ensangrentado a sus espaldas, en la puerta del sauna, con la noche de testigo. Aún podía oler esa sangre, oír el eco del disparo rompiendo el silencio de la oscuridad. Y a pesar de lo escandaloso de aquel cuerpo espasmódico sobre el piso ni siquiera fue relacionado con el asunto. En ocasiones González se decía que todo había ocurrido tan sólo en su imaginación. La expresión de Marta se serenó en la pantalla.

—Él acertó siempre supo que debió de tratarse de uno de mis amantes. Aquello no era una cuestión de negocios, no, las finanzas se resuelven por medio de accidentes. Y aún así, desde su silla de ruedas, decidió que la justicia la impartiría en mí. Te tembló el pulso, Filiberto. Y gracias a tu maldito pulso, a tu pinche bala perdida entre dos vértebras en lugar de la nuca, gracias a todo eso, un día desperté y comprobé atónita que mi muñeca estaba esposada al cabezal de la cama. Desde ese momento él comenzó a vaciar toda su venganza sobre mí: alimentada como un perro y violada por no sé cuánto hijo de puta mientras me miraba excitado desde su silla de ruedas. Perdí la noción del tiempo que pasé esposada a la cama, a oscuras. Todavía me parece oír las ruedas de la silla rechinando en dirección al cuarto, rumbo a mi miedo. Con su voz resentida y cavernosa preguntaba: "¿No tenías suficiente?" Acabé desmoronándome bajo ese maldito eco ¿Creías que dejé de responder a tus llamadas por gusto? ¿Pensabas que detrás del silencio me resguardaba? ¿Tal vez que estuviera enojada porque lo intentaste matar? Si acaso, porque no acertaste.

"Ahora, Filiberto, ya conoces mi silencio, ya tienes el trozo de historia que te faltaba y ya puedes deshacer tu incertidumbre. No creo que pueda seguir ocultando el cadáver durante mucho más tiempo. A veces se desprende algún muelle de la cama ¿sabes? Un muelle que se clava en el corazón; hay tantas, tantas cosas que se clavan en el corazón... El señor Arriaga te mostrará la salida."

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Foto: Gerard79.www.sxc.hu
La pantalla se disolvió en millones de puntos grises y a Filiberto González le pareció que el rostro de Marta sobrevivía al fundido de la pantalla. Cuando dirigió su mirada al notario, éste le apuntaba con una pistola.

—No se lo tome personal, señor González.

 




Juan Carlos de León (Ciudad de México, 1981) es periodista y narrador. Estudió en la Escuela de Periodismo "Carlos Septién García". Actualmente colabora en las revistas electrónicas www.homines.com, www.palabrasmalditas.net, www.blindajecultural.com, y en la publicación bimestral Diálogos-EPCSG.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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