CARTOGRAFÍAS / No. 48 |
De La voluntad* |
Novelista Paisaje Poeta joven Ventanas Clímax El pasado Las cosas |
Novelista ¿Será posible entonces que todo cobre sentido de repente, como si agarraras diez años de tu vida y batiéndolos rápido los volcaras en el formato preexistente de una novela? No es tan fácil, parecen repetir, una y otra vez, hombres que miran desde la ventana de un bar. Ellos también se hicieron la misma pregunta antes, mucho antes de que en vos naciera el germen de esta fuerza que te obliga a caminar en redondo. Algunos, tras responder negativamente, dedicaron otra década a amaestrar un perro, cultivar tomates en el jardín de su casa o convertirse en coleccionistas de un objeto antiguo y anodino. Cuando más tarde volvieron con ímpetu a la carga buscaban mentalmente moldes donde verter su vida: diez años acá, cinco allá, veinte en una frontera. Sin embargo, el problema no era de forma sino de fondo. No estaba, como el vino, añejándose en una bodega profunda la experiencia, esperando el momento del descorche; había escapado, quién sabe bien cuándo y por qué orificio, dejando en su lugar como un inmenso depósito donde flota, sin llegar a evocar nada, un perfume familiar. Paisaje El examen de sus documentos personales, agendas y cuadernos que llevaba consigo o servilletas llenas de mapas y garabatos, podrían mantener ocupado durante décadas a algún pobre diablo con alma de detective. Y sin embargo no llegarían a revelar mucho sobre la vida del hombre en cuestión. Una vida así derrochada entre esos papeles tendría como único saldo tangible al fin la acumulación de más documentos y comentarios, un tesoro documental anexado al primero a la espera de nuevos comentaristas. Date una vuelta por el lugar donde vivió y tratá si podés de alejar los ojos de la torre de agua que preside horrenda, igual que un espantapájaros, la zona. Tal vez después de esa pequeña excursión no estés más cerca de ninguna clave, pero al menos podés sentir a la vuelta una especie de empatía mientras mirás desde la autopista adefesios de hormigón, fábricas y hoteles que ensayan sin mucho éxito tibios gestos de seducción hacia los viajeros, y decir: este era al fin, más que nada, uno de los nuestros. Poeta joven Yo sangré para escribir estos poemas, se jacta el chico en el bar después de unos vasos y al observar la mueca que provoca en la chica quisiera hundirse en el que tiene ahora entre sus dedos. Tampoco él sabe cómo se vuelve del ridículo, y buscando con la vista al mozo se le ocurre apenas pedir la cuenta rápido y emprender la retirada. Para su alivio una gitana le revela al otro día que están destinados a no cruzarse nunca más. El recuerdo del papelón se apagará con los meses y en menos de un año no recordarás la anécdota. Qué considerado es el destino a veces. Hay algo más, dice la gitana, apretando la mano que el joven ya retira, y señala con el dedo una línea en zigzag: Veo un viaje. Y luego: son cincuenta pesos. Una vez en la calle el alivio cede de golpe frente a otra duda: ¿no será, en realidad, con la poesía misma, con la que está destinado a no cruzarse ya? De ser así, estaríamos ante un problema (la inspiración) tan complejo como el del ridículo. En el colectivo se duerme rápido y sueña con la mujer de un compañero para descubrirse, al despertar más tarde, en medio de una erección. El colectivo está vacío salvo por dos cabezas dormidas que se balancean a cada bandazo. Van por una avenida ancha, con casas de colores altisonantes que parecerían remedar los rojos exuberantes de un atardecer tropical, no los de este amarronado en cuya composición intervienen, como a instancias de un alquimista, los diferentes gases que suben desde fábricas a las que estas casitas sirven de humillado hinterland. Me pasé la parada, piensa, aunque tal vez sea este el viaje del que habló la gitana. ¿Qué idioma hablarán allá afuera, qué costumbres extrañas, qué reglas de protocolo tendrán? Las pocas caras que mira pasar, cabizbajas, azotando sin ánimo sus caballos no le dicen demasiado ni lo seducen. Tal vez el ridículo no sea el único lugar del que no se vuelve, piensa de golpe, alarmado, mientras saca una libreta de su mochila. Pero, a juzgar por las garabatos obscenos que anota al pasar, parece que la inspiración tampoco habita en este lugar. Ventanas Que el ruido de una moto te distraiga justo cuando estabas por salir de la bañadera corriendo desnudo al grito de ¡eureka, eureka! no es una desgracia menor en la vida. Te ocupaste de cerrar bien todas las ventanas antes de sumergirte otra vez en el agua esperando recrear las condiciones ideales, pero el momento de inventar la pólvora ya había pasado. Resentido, decidiste desde ese momento circular bien lejos de las malditas ventanas, hasta que un día sin saber cómo te encontraste irresistiblemente atraído hacia una de ellas. Cuando te diste cuenta ya habías pasado toda la tarde sentado ahí, mirando hacia fuera: una sábana se inflaba y desinflaba en una terraza mientras el sol se hundía detrás de los edificios. Y había, acá y allá, otros igual que vos fascinados por el espectáculo de sus semejantes, apostados en otras tantas ventanas minúsculas. ¿Y el destello de esa mañana en la bañadera? Tal vez sí estuviste a punto de descubrir algo, o tal vez no. El barrio está lleno de personas que miran desde las ventanas de los bares, de sus casas, con cara de haber estado a punto de descubrir algo en un momento del pasado, y si les das cinco minutos te cuentan su vida, te cuentan cómo casi hicieron no sé qué cosa. Clímax Una persona viajó, otra hizo las valijas y se detuvo de golpe en la puerta para dejar que una conversación banal con el portero cambiara su vida. No se dio cuenta entonces, pero en los días siguientes se sintió incómodo viendo a esos aviones que cruzaban el cielo violeta, lamponazos de una vieja cicatriz que canta por las noches una endecha resentida. Tuvo razón varias veces en su vida pero nunca actuó en consecuencia. De eso se da cuenta ahora: y cuando actuó inmediatamente deseó haber permanecido en el sitio junto a la ventana desde donde podría haberse visto salir por la puerta del edificio y cruzar la calle. Tal vez se distraería mirando una bolsa que sube y baja, y sube más que baja, y después baja y baja y vuelve a subir, llevada por el viento. La música empezó a ponerse dramática. El viento a remedar el bramido de un coro griego. Alguien debería haber contado un chiste en ese momento. El pasado El café era rico pero era el más caro. Las ventanas, guardadas por cortinas que no habían sido lavadas en meses, ahumaban ligeramente la luz del sol, generando en su interior un crepúsculo falso y constante. Una vez me trajeron con el café una medialuna mordida por un animal. El mozo reaccionó con lentitud como si no comprendiera del todo y finalmente se llevó la medialuna. Nuestra cuota diaria de masoquismo quedaba ahí plenamente satisfecha. Gran parte de nuestra cuota diaria de café y nicotina. Una parte, también, pero pequeña, de nuestra cuota diaria de exhibicionismo. Los mozos eran mudos, y sordos. Las palomas entraban, de vez en cuando, y de vez en cuando eran echadas también como borrachos que se han pasado de la cuenta. Los mozos reaccionaban despacio. El dueño parecía un viejo boxeador. Creo que ya lo dije: el café era el más rico. Las cosas Las cosas que hacen furor, las que pasan sin pena ni gloria en algún lado se reúnen, discuten sobre su pasado. Árboles y personas, zapatillas con el dibujo de la suela todo gastado igual que una cara en un sueño en algún lado se reúnen, hablan sobre su pasado. Esa taza, y la chica que da el informe del tiempo, y el repasador colgado que filtra el paisaje, y el portero, que tuvo un pasado antes de ser portero, quieren reunirse en alguna parte a hablar sobre su pasado. El hijo quiere crecer sólo para llegar hasta ahí, para hablar de su padre con su padre, para mirar desde una terraza el barrio y hablar sobre su pasado, y el pasado del barrio, y después bajar corriendo las escaleras y alejarse para siempre en el primer taxi que encuentre. |
La voluntad, Bajo la luna, Buenos Aires, 2013. |