La hoja en blanco plantea un problema al escritor: el vacío. El papel está desnudo de letras, de puntos y de tachones pero alberga la existencia de la propia decisión de escribir. La página en sus bordes se rodea por un conglomerado sin forma que lucha por filtrarse del mundo a la escritura. Las circunstancias y vivencias presentes en la periferia del papel intentan acomodarse en alguna forma o género.

Dicen que los narradores inician su actividad con una historia en mente, los poetas con una imagen y los dramaturgos con una acción. En el caso de los ensayistas, suele decirse que se aferran a una idea para desarrollarla desde el momento en que colocan la primera mancha de tinta. Sin embargo, todos los escritores ─incluso los no literarios─ podrían incluirse perfectamente en esta aseveración. Las ideas por sí mismas no refieren un método específico ni una materia prima para la creación artística. Los periodistas, científicos, sociólogos, entre muchos otros profesionistas, son capaces de redactar los materiales con los cuales entablan la comunicación entre sus ideas y el receptor. La lengua sigue siendo el intermediario por el que se transmite el mensaje. De este modo, entendemos que la escritura no siempre es una disciplina literaria y, así entonces, nos vemos forzados a iniciar una excursión a los pantanosos, inestables y oscuros terrenos de la identidad del ensayo.

Su rostro es tan borroso e impreciso que los más versados en el tema deciden caracterizarlo por esta cualidad de lo indefinido. La lírica, la narrativa, la argumentación, la dramaturgia, todo cabe en un ensayo sabiéndolo acomodar. Son, precisamente, la hibridación genérica y la constante yuxtaposición de discursos, los que abren la posibilidad de que convivan los más dispares elementos en una misma superficie textual.

No sólo las temáticas son tan diversas y posibles como en los demás géneros sino que las combinaciones formales del ensayo también se despliegan ad infinutum. Incluso realizando la división entre literario y académico, ambos se entrecruzan indefinidamente proporcionándole ese ambiente fronterizo producido por la hibridación.

Por eso los ensayistas suelen encontrar en este género un género libre que no se impone ante las necesidades expresivas. Sin embargo, esta libertad es aparente. El acomodo del pensamiento en el texto se diluye en los más dispares discursos y el receptáculo que lo contiene se expande o contrae adaptando sus formas.

El ensayo no se manifiesta en su estado sólido, líquido o gaseoso; es el coloide de los géneros. No obstante, la responsabilidad autoral restringe esta fluidez ilusoria. En los otros estados de la literatura, el autor no se equipara al murmullo desdoblado en los personajes, el narrador o la voz lírica. Sin embargo, en la voz que habla a través el ensayo se reconoce al propio autor. “Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro”, dice Montaigne en su advertencia. No importa que el ensayista narre o incluya parlamentos: su condición de autor es fundamental para la lectura y cada juicio vertido en el texto se asocia indiscutiblemente a él.

Así entonces, la pregunta sigue abierta: ¿a qué se aferra el ensayista para iniciar su escritura? Sin duda alguna, este cuestionamiento resquebraja la idea del escritor mítico que toma el instrumento de su arte, la pluma, para que los soplos divinos de la musa inspiradora fluyan por las venas que conectan la mano con la tinta. En cierto grado, todo acto creativo implica una base propia ─un método─ para la realización de éste. “Escribo como animal entrenado”, dice Eduardo Casar. Las aseveraciones de este tipo suelen sorprendernos pues rasguñan y rompen el ideal sublime y etéreo del escritor romántico que sostiene un cráneo mientras apunta, a la luz de una vela, los versos dedicados a su amada. A partir de planteamientos como el anterior, el halo sacro que rodea a los autores se derrite, pues las técnicas y metodologías propias de cada uno hacen posible equipararlos a los deportistas o a quienes ejercen algún oficio. Si bien este cuestionamiento sobre la técnica del ensayo sí supone la existencia de un artificio creativo, es decir, la presencia de un sujeto que escribe, no resulta fundamental buscar los motivos ni los deseos que impulsan al ensayista a escribir. Más bien, plantea una pregunta sobre la esencia del ensayo mismo y sobre su posible o imposible ficcionalidad. Contamos con el productor, el texto y el lector. Mas, si la técnica es común a todos los géneros, ¿cuál es el ladrillo del ensayo?

Estas reflexiones han permanecido a lo largo de la extensa historia de la crítica literaria, excluyendo e integrando este género a los cánones de la institución. Aunque actualmente el ensayo ocupa un lugar de consideración entre los otros estados de la literatura; el vaivén del péndulo inquisidor no se detiene.

El discurso de nuestra contemporaneidad se estructura a la manera del ensayo: con la fragmentación, la brevedad, la hibridación, así como con la focalización y el perspectivismo de un sujeto definido. Estos son los engranajes mediante los cuales funcionan la tecnología, las redes sociales, los medios de comunicación; mecanismos que se filtran desde el mundo hasta las manifestaciones artísticas, cuyo mimetismo no imita al mundo en cuanto a sus objetos sino en cuanto a su estructura.

Así pues, no sólo es el acto creativo el que se orienta a los valores posmodernos sino la propia realización del texto en su recepción; la práctica de la lectura. La levedad, rapidez, multiplicidad, exactitud, visibilidad y consistencia de las que hablaba Italo Calvino como propuestas para el próximo milenio nos posibilitan distinguir que la escritura y la lectura actualmente son de corte ensayístico.


Los géneros solían distinguirse por preceptivas que los caracterizaban en procedimientos formales e, incluso, en temáticas. Actualmente, los límites entre ellos son tan borrosos que la hibridación ya no puede ser considerada como una especificidad genérica del ensayo sino como una marca de la producción literaria actual. Así mismo ocurre con el perspectivimismo, la fragmentación y la brevedad.

¿Qué lugar ocupa el ensayo en este horizonte distinguiéndose como una construcción inmanente y no tan sólo como la estrategia pilar de la creación-recepción?

 



Una primera propuesta que ha surgido en otros géneros como la narrativa, la lírica y la dramaturgia es el uso de medios distintos para trasmitir el mensaje. Por esto, términos como twitteratura comienzan a ser de uso más común. Las experimentaciones no cesan y los géneros discursivos se desdoblan en las redes sociales y otros medios de comunicación. No habrán de sorprendernos ejercicios como aquel que intentó hacer una novela a través del servidor de Skype e, incluso, una obra de teatro en un chat.

Resulta desconcertante que la literatura se transforme y actualice por su difusión y no a partir de su constitución interna. Si fuera de este modo, las subdivisiones genéricas abandonarían cualquier intento por clasificar los procedimientos del lenguaje y les bastaría con distinguir ridículas categorías como: la dramaturgia del sms, la poesía de grafitti en bardas o, por qué no, el ensayo facebookiano. Sin embargo, estos ejercicios se alejan de una búsqueda expresiva de carácter propositivo. En estas experimentaciones, la literatura es absorbida por el mundo y no el mundo absorbido por la literatura. Ese parásito mimético de la lengua y de la realidad, que es el arte literario, se convierte simplemente en un eco. Citando a Héctor Sapiña: “literario es el creador que pretende actualizar la materia de su obra, no por la búsqueda de nuevos medios, sino simplemente por la representación que haga de ellos”1.

La creación joven encuentra el desafío de manipular la libertad genérica y la responsabilidad de la voz ensayística en el contexto que nos rige. La bandera de quienes optan por hacer de su poética el manifiesto de la expresión juvenil se encontrará ante una primera dificultad: el tiempo. El escritor traduce el mundo desde su óptica personal para abrir su escritura a un otro. Y el decidirse por adoptar el lenguaje joven lo condiciona a ser un escritor con una producción tan escasa como lo es esta edad que, como dijera el poeta, se va para no volver. Sin duda alguna, lo efímero es una constante en cualquier producción literaria: la edad de quien escribe, así como el contexto y las modas que lo rodean formarán parte de los ecos que se escuchen en la proximidad de sus obras. Sin embargo, la condición ensayística del mundo que conforma nuestro presente exige una búsqueda mucho más prolija y arriesgada.

Las producciones ensayísticas de autores de las últimas generaciones apuntan al desenvolvimiento de temas menores. La cultura pop, el narcicismo individualista y los objetos cotidianos han encontrado un espacio que los convierte en la tematización idónea. En este caso, hallamos una reescritura de la línea latinoamericana proveniente de las Odas elementales de Pablo Neruda y otros tantos escritores que han optado por lo insignificante como práctica poética. Así mismo, uno de los procedimientos formales más utilizados es la combinación de registros entre lo dicho y la manera de decirlo, la cual puede ubicarse como una marca principal de la literatura posmoderna. Por esta razón, teóricos como Lauro Zavala caracterizan la transgresión de la posmodernidad como la absorción de la tradición que es presentada a través de un nuevo texto con cualidades paródicas o como simulacros.

Esta oleada de los temas menores pone en discusión una primera premisa: un ensayo literario no es necesariamente un ensayo sobre literatura. Si bien las reflexiones de un sistema suelen acoplarse en estructuras recursivas que le permitan observar sus formas en el espejo de sí mismo, el ensayo recurre a la inmensidad de objetos ─ideales y materiales─ que se encuentran a disposición de todo el quehacer literario.

Pareciera que, para algunos, los textos sobre literatura son, instantáneamente, ensayos literarios. No importa su grado de objetividad o el uso del lenguaje, mientras el tema sea éste. Sin embargo, la distinción debería recaer en los procedimientos estilísticos empleados por el escritor y no, como muchas veces ocurre, en su actividad u oficio, nacionalidad o publicaciones. De este modo, la crítica podría distinguir la argumentación como la cualidad ensayística dominante en el texto y evitar las clasificaciones que hacen del ensayo una palabra con la que se nombra al montón de papeles inclasificables que cierto sujeto con renombre escribió alguna vez.

El quehacer teórico, invariablemente, debe partir del texto literario. Mediante un acercamiento a ciertos focos de producción literaria actual es posible percibir que el acto creativo es, para unos pocos escritores juveniles, la búsqueda de cómo parecer más posmoderno, cómo encajar en el sistema y cómo estar a la vanguardia; que ya es, mejor dicho, una tradición con más de un centenario de subsistencia.

La salida fácil es aceptar la posmodernidad como la época en la que “todo está permitido”, sin embargo, el miedo y el rechazo a ciertas escrituras como la del estilo sentencioso, la objetiva y la lírica ─por mencionar sólo algunas─ no deberían ser una limitante al escribir. El pavor infundado que se tiene a la tradición se ha convertido en uno más de tantos clichés que frenan la creatividad. Es necesario arriesgarse a perderse a uno mismo y cuestionar si es tan certero que estas estructuras ya no tienen cabida en la creación.

El quehacer literario exige una técnica que reta y facilita al mismo tiempo. Un género es la decisión que el creador toma para elegir cómo observar el mundo que ha de representar. Valdría la pena escribir pensando en la lectura, no en la escritura; escribir entendiendo que los ojos receptores son escépticos. Entender la fragilidad de los pactos ficcionales y la verosimilitud y, al tiempo, descubrir lo que resulta creíble en automático no sólo en las temáticas sino en cuanto a procedimientos se refiere. Escribir teniendo como motor no la idea ni el pensamiento, sino la provocación que pueda convertirse en la dilatación de la violencia, en un desnudamiento completo; desenvolverla para hacer del texto el resultado de una erótica literaria.

 




1 Sapiña Flores, Héctor Rodrigo. “Hacia una crítica del pop: ¿placebo o tratamiento homeopático?” en Revista Sancara, número 11, México, 2013.


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Laura Sofía Rivero (Ciudad de México, 1993). Estudiante de la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la FES Acatlán, UNAM. Ganó la Mención Honorífica en el Sexto Concurso Nacional de Ensayo Filosófico convocado por la Universidad Iberoamericana. Becada por la Fundación para las Letras Mexicanas en el Quinto y Sexto Curso de Creación Literaria Xalapa 2013 y 2014, respectivamente, en ambas ocasiones en la categoría de ensayo literario. Editora de la revista Sancara y miembro del Seminario Permanente de Metaficción e Intertextualidad. Ha publicado ensayos en las revistas Círculo de poesía, Radiador, El Búho, El comité 1973 y Sancara.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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