La palabra faltante debe englobar la inteligencia y la creatividad que tiene el alumno. Es el esfuerzo y el empeño que pone en su trabajo por dar lo mejor de sí mismo. Es el deseo de sobresalir, de trascender, de ser recordado. Es hacer que parezca fácil sacar una nota alta. Es la vanidad. Falta una palabra que englobe todo ese talento y orgullo. Una palabra que además incluya la decepción que le espera al más brillante cuando se enfrenta al mundo real.

El profesor Benedicto fue el mejor de su clase cuando se graduó de la Real Universidad de Malguña con el título de licenciado en Educación. Las mejores escuelas del país le ofrecieron puestos de tiempo completo un mes antes de que terminara la carrera. Eligió trabajar en el internado para hombres Santa María del Río pues su padre estudió allí. Los tres grados de secundaria quedaron bajo su tutela.

Gramática, Historia, Arte, Aritmética y Ciencia; Benedicto podía enseñar de todo pues tenía pasión por el saber. Se dedicaba a la lectura de todos los temas posibles desde los trece años y se había convertido en una enciclopedia andante. “Un caballero extraordinario” decían los maestros.

Descubrió que su vocación era la enseñanza al soñar que compartía con el mundo todo su conocimiento. No había mayor gloria que dar a otros los escalones para trascender y estar cerca de la mente de Benedicto, que estaba a pocos escalones de Dios.


Por eso fue una desgracia toparse con un grupo de alumnos indispuestos a aprender o a seguir una simple orden, como mantenerse con la espalda erguida por dos horas de lectura.

—Ustedes, muchachos malagradecidos, desearán algún día haberme puesto atención.

El peor de todos era Jesús. Un joven hermoso de cabello claro con los ojos grises que mostraba gran inteligencia al igual que desprecio por cualquier lección que Benedicto pudiera darle. Se convirtió, pues, en su gran enemigo. ¡Qué clase de castigo divino tenía frente a él! Eructos cuando intentaba hablar, bolas de papel volando por el salón, exámenes sin contestar y un gran rostro de satisfacción después de las palmadas eran algunas de las cosas en el comportamiento de Jesús que volvieron loco a Benedicto.

—¿Qué me va a hacer? —dijo Jesús al escuchar otro de los tantos regaños del buen maestro.

Tal vez la palabra faltante ya existía, ingenuidad.

Pero Benedicto conoció otra palabra cuando tuvo que repetir su crimen frente a las autoridades: monstruosidad. Tiró a Jesús por la ventana desde un salón en el cuarto piso.

Sin embargo, el director propuso otra palabra antes de que la policía se llevara a Benedicto para siempre: berrinche.

 

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Ilustración:
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David Rodolfo Areyzaga Santana (Ciudad de México, 1992). Estudia Lenguas Modernas en Inglés en la Universidad Autónoma de Querétaro. Se especializa en lingüística y traducción. Colaboró en la antología Aromas de Epifanía.
 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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