cuento-nunez-01.jpgSe despertó lleno de terror. Por un instante pensó que ella había regresado y que ese era el motivo de su repentino espabilamiento. Sólo tardó unos segundos en darse cuenta de que todo estaba bien. Tal vez había tenido una pesadilla, tal vez algún sonido noctámbulo había tropezado con su oído antes de continuar su travesía nocturna. Lo importante era que había sido una falsa alarma. Apenas la noche anterior ella había aparecido, así que un segundo encuentro con sólo una noche de diferencia no hubiera pronosticado nada bueno. Había temporadas en las que se la topaba varias veces al día (en la calle, el baño, el trabajo o, como la noche anterior, en la cama) durante una semana o dos, y periodos en los que lograba evadirla durante varios meses. De hecho, habían transcurrido unas tres semanas desde su último encuentro (en el cine, para colmo), tres maravillosas semanas de paz; por lo menos hasta la noche anterior en que había dado con él mientras dormía, cuando era más vulnerable. Con un escalofrío recordó cómo se había deslizado sobre él hasta colocarse sobre su pecho, ejerciendo una presión que gradualmente iba en aumento. Cuando despertó ya era demasiado tarde... Justamente por el episodio de la noche anterior había colocado su inhalador aún más cerca, casi como si se tratara de un amuleto. Sí, pensó, definitivamente no existe sensación más terrible que la de la asfixia.

Viéndolo en retrospectiva, toda su vida se había visto acechado por la asfixia. Tal vez se daba más importancia de la debida, pero casi podía asegurar que pocas personas habían padecido tantas veces como él de la falta de aire; por lo menos en lo que a personas “sanas” se refiere. Desde su nacimiento hasta los cuatro años había tenido que hacer inhaloterapia debido a un problema alérgico que provocaba el cierre de sus bronquios. Posteriormente, se había visto a la merced de dos hermanos mayores que parecían sentir cierta predilección por golpearlo en el estómago para sacarle el aire cada vez que deseaban dejar en claro la jerarquía fraternal. En la escuela no había sido muy diferente, sumándosele el episodio en el que un grupo de niños había decidido, en la clase de natación, jugarle una broma durante una competencia de quién aguantaba más tiempo la respiración bajo el agua. Cuando ya no pudo más y se dispuso a emerger, se topó con que unos cuantos pares de manos se lo impedían…

Cuando entró a la universidad, su estado de salud decayó y comenzó a sufrir largas y constantes crisis, como él las llamaba, en las que sólo podía jalar el aire suficiente para respirar y que eran anunciadas por repentinas sibilancias. Aunque no transcurrió mucho antes de que lo viera un médico, las dos noches que pasó con los hombros encorvados a causa del esfuerzo que implicaba el acto de respirar y apenas pudiendo dormir le parecieron interminables. Al final resultó que padecía de un problema alérgico (otro) y le recomendaron el uso de un inhalador. No pudo evitar encontrarle cierta gracia a algunas partes de las instrucciones de éste: exhale tanto como le sea cómodo y después coloque la boquilla dentro de su boca; justo después de comenzar a inhalar a través de su boca, presione la parte superior del inhalador para liberar la dosis; mientras mantiene la respiración, saque el inhalador de su boca, etc. Estaba consciente de que había buenas razones para que el instructivo dijera eso, aunque él sabía por experiencia propia que, cuando se está luchando por obtener una mínima cantidad de aire, lo último que uno piensa es en exhalar (si es que hay aire que exhalar) o en mantener la respiración diez segundos. Con el paso del tiempo, y en ciertas temporadas, el uso del inhalador adquirió un tono de ritual, casi mecánico, para él: exhalar, colocar el cañón en la boca, presionar, inhalar, exhalar, colocar el cañón en la boca, presionar, inhalar.

Aparte de esas crisis, a las que era más propenso durante la temporada de lluvias, sería un desperdicio de tiempo enumerar todas las ocasiones en que un alimento o un poco de saliva se habían desviado hacia su tráquea, provocándole angustiosos instantes durante los cuales sólo podía esforzarse por no sucumbir a la angustia. Uno no se acostumbra a eso, a la interrupción repentina del flujo de aire, a la paradójica lucha entre el esfuerzo de los pulmones por abrirse y la presión que la angustia ejerce sobre ellos, al sudor frío que brota de todos los poros mientras la esperanza lo llena a uno de promesas de aire a cada intento de aspiración, promesas que se rompen una y otra vez hasta que se cae en la seguridad de que esa vez no se salvará, que el aire no volverá a habitar los pulmones. Finalmente, después de una agónica eternidad, el oxígeno regresa a sus puestos y uno cae en la cuenta de que sus manos están agarrotadas.

Es un juego, pensó. La maldita sólo juega con él de la misma forma que un gato con su presa. Un día de estos, y en cualquiera de sus presentaciones, la asfixia me atrapará y no me dejará ir. La certeza de esto le ocasionó un pequeño ataque de angustia, su respiración se tornó ligeramente forzada y temió el comienzo de una crisis. Tanteó unos segundos en las tinieblas de la habitación antes de que sus dedos se cerraran en torno a lo que habían estado buscando. No lo iba  a permitir, no le daría ese gusto. Estaba preparado para eso.

Exhaló, colocó el cañón en su boca y presionó.

 


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Alonso Núñez Utrilla (Ciudad de México, 1990) Es tesista en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Trabaja como digitalizador de textos y corrector de estilo freelance. Es colaborador de la revista digital Marabunta.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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