Quizá, por eso, la medida de la lectura no debe ser el número
de libros leídos, sino el estado en que nos dejan.
Gabriel Zaid, Los demasiados libros

La cuestión aparentemente es básica, incluso histórica: confundir la voz lírica, narrativa, con la mentalidad del autor; creer que lo que se escribe o está escrito es inseparable de su vida privada o pública, ¿pero acaso no existe una larga tradición de crítica y teoría literaria que abunda en análisis de estilo histórico y biográfico? ¿Acaso no han contribuido esta clase de enfoques a la configuración del mito del autor? Pienso, por ejemplo, en las numerosas monografías sobre los poetas simbolistas o en las semblanzas acerca de los escritores malditos norteamericanos; teniendo como antecedentes más remotos la Poética y Retórica de Aristóteles, estas perspectivas son hoy el fruto del romanticismo del siglo XIX y del historicismo alemán. Sin embargo, recientemente se celebraron los 100 años del natalicio de Octavio Paz no puedo evitar incurrir en esta dirección: profesando una especie de hartazgo y notable cercanía  hacia lo que representa su figura.

La primera vez que obtuve noticias de Octavio Paz fue durante la transmisión de una serie de documentales dirigido por su colega y amigo el historiador Enrique Krauze. Me había llamado la atención su intensa labor poética, política, ensayística e intelectual, pero sobre todo —y  lo que más recuerdo— un disparo de imágenes de milesdemexicanosleyendocontinuamenteunfragmentodePiedradeSol. El poema me parecía asombroso, dotado de metáforas hermosas, escuchando y recogiendo el espíritu de una generación, las voces de una ciudad desencantada. Tal vez, por misterios del destino o trivialidades de la casualidad, la vida quiso que me equivocara y que en vez de leer el aclamado poema tomara El laberinto de la soledad.

Si pudiera definir a Octavio Paz en una sola palabra, probablemente elegiría paralelismo. Tal vez el Nobel de literatura sea el mayor prosista hispanoamericano que utilizó con maestría esta figura de pensamiento. Perteneciente a una prolífica tradición de críticos y ensayistas —Alfonso Reyes, Julio Torri, Justo Sierra, Antonio Caso, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, José Enrique Rodó—, Octavio Paz siempre tuvo presente en sus textos, poemas, incluso discursos políticos, el otro lado de la moneda, los contrastes de la vida. Cómo no acordarse, por ejemplo, de su magistral ensayo Máscaras mexicanas en donde —entre otras cosas— se valía de la imagen de la celebración del año nuevo. Año nuevo que empezaba, pero que también era fin y paso natural al rito de la cosecha, de la abundancia. Ésta, para mí, es una de las formas en que Octavio Paz argumenta: nos conduce a través del ritmo vertiginoso de sus ideas.

La presencia del paralelismo no sólo fue recurrente en sus ensayos, sino también en sus poemas. La poesía de Octavio Paz puede verse como una obra que se construye con metáforas, analogías sin aparente relación, pero sobre todo como una poesía que nombra, que vuelve a  describir el ser de los objetos. En este sentido, considero que sus poemas pierden fuerza. Enamorado de la precisión intelectual y consciente de su erudición histórica, la poesía de Octavio se apoya en el adjetivo, en verbos encadenantes y en ocasiones la imagen supedita al sentimiento.

Octavio Paz no sólo fue un gran hombre de letras, sino también un  lector de su tiempo. Como conocedor de la obra de Whitman y Mallarmé supo incorporar a su poesía y sus ensayos la preocupación  por el canto al poeta, la oda a sí mismo. De tal manera, motivos como la ciudad, la nieve, el viento y la memoria fueron retomados en Vuelta o en Árbol adentro para construir o desdibujar su imagen en el siglo. Para  Octavio Paz  la ciudad fue esa masa deforme, ruidosa, que se elevaba invisible, siempre asociada a la naturaleza. El tiempo era ese instante liviano que se perdía como inminencia de precipicio. Tal vez de ahí que Octavio Paz —como bien apuntó, en Letras Libres, José Emilio Pacheco— revisara y corrigiera ampliamente las ediciones críticas de su obra. Para mí esta actitud no sólo revela su simpatía por las contribuciones de la poesía simbolista, sino también su enaltecida intención por desvanecer su imagen, por edificar su figura inasible.

De Octavio Paz preferiré acordarme del joven poeta que asistió a congresos antifascistas; del editor incansable que impulsó a colegas y amigos; del ensayista disciplinado que abordó, en Corriente alterna El ogro filantrópico, la democracia y el totalitarismo; pero sobre todo, ahora que lo contemplo a distancia, del inmenso legado que nos brindó su obra y no del hombre, el pensador, que escribió para elites intelectuales y volcó su mirada por la construcción de un mito y de una realidad fugaz.

 

 


Ilustraciones:

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Jorge Daniel Ferrera Montalvo (Mérida, Yucatán, 1989). Escritor, narrador y ensayista. Es colaborador del diario Notisureste y editor en la revista electrónica delatripa: narrativa y algo más. Ha publicado en Sinfín, El Búho, Río Arriba, Letralia, Tierra de letras, Cronopio, Experimental Lunch, Al final de la vigilia, Letras en rebeldía y Yucatán Hoy. Asimismo, ha sido incluido en la Antología Microficción Pluma, Tinta y Papel, del concurso Diversidad Literaria y en la Antología Virtual de Minificción Mexicana.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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