Luis Paniagua Hernández,
Los pasos del visitante
,
Ediciones de Punto de partida, UNAM, 2007




lospasosdelvisitante.jpgQuisiera comenzar con una verdad de perogrullo, porque no hay cosa más difícil de ver y comprender que lo que está frente a nosotros. La poesía mexicana está poblada por una variedad de voces que tiene su raíz en el grupo de los Contemporáneos. Con ellos se rompe la tendencia a escribir siguiendo los modelos franceses —simbolistas y decadentes, sobre todo—, y se hacen a un lado el modernismo y el provincianismo un tanto mocho de López Velarde. José Juan Tablada abre la puerta a la modernidad, pero no es sino hasta los Contemporáneos que aparece la figura del poeta que debe inventarse a sí mismo para justificar su poesía. Se trata de una escuela sin escuela, que construyó los puentes por los que aún siguen atravesando generaciones enteras de poetas. La cantidad de poéticas y voces que se han ido sumando desde entonces, se debe a la pluralidad que los Contemporáneos fundaron con una alquimia verbal impresionante, mezclada con el rigor crítico y la fascinación por las ideas y la vida. A partir de ellos, todos los discursos literarios conviven en una tensión permanente.

He decidido comenzar poniendo un escenario para guiar nuestra lectura de Los pasos del visitante; con ello, no pretendo hablar de inclinaciones, preferencias o influencias —por lo demás, siempre difíciles de reconocer—, sino sólo asomarnos a caminos compartidos, a diálogos posibles. Porque, justamente, la poesía siempre es diálogo: incluso si el poeta se presenta como un gran innovador, su originalidad y su ruptura existen sólo en la medida en que se pueden contrastar con la tradición que está detrás de él. Pues bien, en Luis Paniagua reconozco una pluralidad de voces que parecen recordarnos el ámbito doméstico e intelectual de José Gorostiza y el impulso de apropiación de la naturaleza de Carlos Pellicer. En momento alguno, insisto, estoy afirmando que sean sus influencias, sino sólo dos de sus posibles interlocutores. A lo anterior, podríamos añadir que en Paniagua hay una veta romántica bastante significativa. ¿En dónde vemos esto? Bueno, de entrada, en la posibilidad de leer Los pasos del visitante como si fuera un solo poema, compuesto de distintos fragmentos o destellos poéticos. No se trata de un libro monográfico, sino de un puñado de textos en busca de una unidad que se sabe imposible. El poemario, entonces, se lee como una sucesión de estampas, reflexiones y prosas poéticas, que se alternan para armar una lectura más basta y armoniosa. Aquí, cada fragmento cobra vida por sí mismo, pero también por el diálogo que establece con las otras partes del libro. Así, las tres secciones que componen el volumen —“Croquis sobre el mar”, “Las habitaciones de abril” y “Las lenguas de la arena”— apuntan hacia un mismo fin.

Ahora bien, mi atrevimiento para afirmar que Paniagua tiene un fundamento romántico se basa en su actitud frente al lenguaje. Paniagua cree en la capacidad de la poesía para nombrar el mundo. Sobre todo, logra que la palabra se llene de presencia, que el nombre lleve implícita la invocación: “Escribo mar / Y el agua salpica esta página”. A lo largo del poemario se busca una identificación entre el lenguaje y el mundo, pero no de manera inocente. Lo que salva a Paniagua de la posible ingenuidad de confundir el lenguaje con el mundo es su conciencia del tiempo. Es decir, Paniagua no procura los objetos inmóviles, ni la pureza, ni todos esos valores torpes con que suele confundirse la poesía, como pretendiendo lo sublime, lo fijo y lo eterno. Hay aquí tan sólo un intento por lograr que la poesía sea palabra encarnada, pero consciente de que nombra un mundo que está de paso y se vuelve perfectamente inasible:

Eres como el tiempo
mar,
cada instante te vas,
cada ola,
y no vuelves tú
sino un simulacro:
lo que vuelve es el agua
de otro mar
que ya nunca es el mismo.

Esta conciencia del tiempo adquiere mayor peso conforme nos adentramos en el libro. Así, en la segunda parte, “Las habitaciones de abril”, hay un especie de narración, hecha a partir de una pareja fundadora. Aquí, Paniagua podría afirmar junto con Octavio Paz:

El arte de amar
¿es arte de morir?
Amar
es morir y revivir y remorir:
es la vivacidad.
Te quiero
porque yo soy mortal
y tú lo eres.

Como en estos versos de Paz, las voces protagonistas de Los pasos del visitante adquieren presencia, ya no sólo porque son nombradas, sino porque toman conciencia de su temporalidad y de su ser en el mundo. Así, Paniagua toma lo que quiere de la tradición y el romanticismo, para hacer un poemario que vive no la fijeza del instante, sino la sucesión del instante: su degradación, su fragilidad, su mortalidad y, por ello, la expresión de su vida toda.


Eduardo Uribe (Ciudad de México, 1980). Poeta, narrador y traductor. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Fi­losofía y Letras de la UNAM. Ha publicado en revistas como Punto de partida y Periódico de poesía; poemas suyos aparecen en la an­tología Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (1971-1983) (Ediciones de Punto de Partida, UNAM, 2005). Actualmente cursa la maestría en traducción en el Colmex y es becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en el rubro de poesía.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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