ATALANTE: CINE / Abril-mayo 2015 / No. 55

 

¡Qué extraño llamarse Federico!




Rodrigo Martínez

 

¡Qué extraño llamarse Federico!: Scola cuenta a Fellini
Director: Ettore Scola
(Italia, 2013)

 

federico_cartel.jpgEttore Scola visitó las oficinas de la revista Marc’Aurelio por primera vez en 1947. Llegó inspirado por el trabajo de otro dibujante que, para entonces, también hacía cine. Ocho años atrás, en plena era fascista, Federico Fellini entró a esas instalaciones con un propósito similar: mostrar sus trazos y comenzar una carrera como viñetista. El dibujante más joven había descubierto la obra de su referente leyendo para su abuelo ciego. Quizá nunca imaginó que, casi una década después, no solamente sería colega de aquel colaborador, sino que construiría una amistad perdurable. Con guión de sus propias hijas (Paola y Silvia Scola), el anecdotario de esas coincidencias derivó en un documento visual que testimonia un vínculo antes que el legado de un maestro. En ¡Qué extraño llamarse Federico! (2013), Ettore Scola habló de Fellini (dibujó a Fellini) para hablar de sí mismo (para dibujarse a sí mismo) a través de un universo de caricaturas de carne y hueso y materiales de archivo.

Más allá del rechazo del propio realizador a clasificar su película, el más reciente rodaje de Ettore Scola, quien presentó sú película anterior hace una década (Gente de Roma, 2005), es una memoria documental. Una especie de álbum en movimiento con fotos, viñetas y fragmentos películas acompañados con dramatizaciones y con una autorreferencial voz in-off cuyo tono y contenido sobrepasan las capacidades evocadoras de la imagen. La preponderancia expositiva de la palabra contrasta con vivencias intercaladas con dos motivos visuales: el dibujo y el artificio. La primera imagen del filme presenta ambos aspectos como claves oportunas para mirar a Fellini más allá del archivo. Vemos un trazo sobre papel que deviene personaje de cine tras una sobreimpresión, y un ensamble escénico donde una playa funge como espacio de memoria e imaginación. Caricatura y puesta en escena sostienen una película que no explica en profundidad la obra de Fellini (que es su vida a final de cuentas), sino la percepción de un vínculo profesional y afectivo. Es una confesión de las implicaciones que tuvo el cineasta de Rímini en la carrera de Scola.

Ya como mero registro de un boceto auténtico o como variación redefinida por la cámara, ¡Qué extraño llamarse Federico! ofrece una apropiación relativa de algunos motivos superficiales de la obra de Fellini. La música, el tema del desfile y los contornos grotescos de algunos personajes son aproximaciones a una estética mucho más compleja, que fue a ratos caótica, y que no incidió directamente en el documental porque Scola buscó sostener un discurso que era necesario organizar con el montaje. El manierismo caricaturesco está estructurado como un sistema que afianza la conjetura de que el dibujo fue fundamental para el cine de Fellini. Varios insertos muestran caricaturas en sobreimpresiones que dan lugar a paralelismos o indicios, ilustraciones de un estilo o pistas de los fundamentos de una poética que buscó la transgresión y que fue, a los ojos del documentalista, un componente de la propia personalidad del creador de La Strada.

Scola recrea un mundo de  permanente corporalidad caricaturesca. Una gestualidad donde la exageración apenas está matizada por la mezcla de formatos de cine y por el guión de una biografía profesional en común. En una secuencia de luminosidad absolutamente falsa, un joven Fellini simula ansiedad en un baño público con tal de hablar con una muchacha. Hay una larga fila (otra vez el desfile) de bocetos fellinescos. El anciano que paga la mitad de una manicura porque sólo tiene un brazo; la mujer que pide tratamiento de belleza para un rostro abarrotado de granos; el hombre-barriga de berenjena que luce su toalla de bañista bajo la mirada de la pelirroja que fascinó al artista. Las caricaturas de carne y hueso van y vienen por todo el filme y hasta se permiten parlamentos ingeniosos como el momento en que Scola recibe una acusación de la madre de Marcelo Mastrioianni porque su hijo siempre sale feo en sus películas mientras que en las de Fellini solía aparecer como galán.


federico_01.jpg Los episodios de sátira recrean al espectador al disimular la intención documental con un ensamblaje de ficción, a ratos muy creativo, que evidencia el artificio de ciertas escenas. El filme cuarenta y uno de Scola desnuda su técnica fílmica para hacer patente el mecanismo de la ilusión: una escenografía de tela traslúcida en la calle de las prostitutas; el apagador que hace desaparecer fachadas para develar el muro de un set; el viaje en un auto con color y una ciudad en blanco y negro con la compañía de una mujer (Antonella Atili); la permanente irrupción del narrador omnisciente in-off que habla directamente al espectador o el instante límite, por su sentido lúdico frente a un acontecimiento trágico, donde el propio relator huye de la policía en un truco de edición de la imagen original del velatorio del autor de La dolce vita.

En una secuencia en blanco y negro que principia en la oficina de la predestinación (porque Fellini y Scola entraron a ese espacio de un modo paralelo), los dibujantes muestran algarabía por la llegada de Federico en un automóvil de lujo. Cuando todo mundo baja a admirar la máquina, Ettore asoma por la ventana del Marc’Aurelio y recibe el primer saludo de su mentor. Abordan el auto y el plano expande la mirada del espacio para revelar un gigantesco armatoste del set 5 de Cinecittá. El narrador del filme aparecerá tras un corte para exponer los detalles del primer encuentro de los dos cineastas mientras miramos otras salas de los estudios en un traveling que intercala la ausencia y presencia del color para mezclar la memoria y el presente, y la representación y el imaginario.

¡Qué extraño llamarse Federico! vincula la memoria y el presente. Estos temas están separados por el color y el testimonio del narrador, pero su efecto es más evidente porque el blanco y negro funciona como evocación episódica mientras que el color es ambiente. El filme no concreta una atmósfera más allá de su tono humorístico y afectivo, pero sí crea un álbum de anecdotarios contrastado con la impresión del ahora. Este efecto se disuelve cuando miramos los paseos nocturnos en auto y la sobreimpresión de memoria y actualidad. Es el recuerdo que vive y que se hace visible como la imagen unificadora con que comienza y termina el filme. Es de nuevo la idea de apertura de toda la película de ver pasar aquello que fue vivido o imaginado, pero también es la conversión del espacio en vivencia. Un lugar fílmico del recuerdo y del tiempo donde cruzar una puerta es toda una experiencia.

federico_02.jpg En la penúltima secuencia, una selección de planos del cine de Fellini hace visibles algunos motivos representativos para honrar el imaginario del autor de Amarcord con un uso del archivo que incurre en el cliché. La mera enumeración de momentos cinematográficos no está integrada al discurso anecdótico-ensayístico, ni al juego visual de recuerdos y fabulaciones. El segmento es un muestrario de superficie. Es un promocional de cinemateca que cierra con el motivo dominante con que arrancó el filme. Esta sección de copia y pega puede ser un excelente guiño para los cinéfilos o un llamado a la cinefilia, pero no resulta oportuno como cierre de un documental sobre las peripecias de una amistad porque el espectador no sabe si es un tributo a la creatividad o una cita con la que Scola quiere ennoblecerse en vez de ennoblecer el material citado (Alfonso Reyes dixit).

¡Qué extraño llamarse Federico! es un filme de ensayo. Está poblado de asociaciones con materiales de archivo y referencias explícitas del narrador omnisciente que no alcanza a salir de su cascarón puramente documental. Es ensayo porque su lectura de la personalidad artística de Fellini está inacabada. Es ensayo porque, antes que explicar el mundo visual de películas como Noches de Cabiria u Ocho y medio, enuncia sus propiedades autobiográficas para hacer una semblanza de su creador como un medio para dar identidad a quien describe. Scola filmó aspectos de Fellini y de su universo para explicarse a sí mismo; documentó para decirse a través de su vínculo con el otro; se emparentó con el referente. Más que un homenaje, este filme es una vivencia muy cinematográfica; más que interpretación, es un acercamiento que ofrece un boceto. Al buscar los aspectos profundos que unieron su vida con la su amigo, el autor de La noche más bella de mi vida (1972) trató de hallar evidencias más bien implícitas para develarlas. Volvió a filmar tras una década para decirnos que su nexo con Fellini no existió solamente por Marc’Aurelio, el humor, el cine y Marcelo Mastroianni. Su trabajo exploró recuerdos o imaginaciones para hacerlos parecer temas fílmicos. Buscó ilustrar la praxis que tuvo en común con su referente y maestro: construir artificios y afianzarlos en la memoria como un testimonio de ellos mismos.


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Rodrigo Martínez (1982). Es maestro en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) y colaborador de la revista F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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