CUENTO / octubre 2007 / No. 2 |
La caída del cielo |
Víctor Altamirano |
Al inicio existía R’sha, el que nombra, y lo ocupaba todo y nada era en él. R’sha era blanco y su voz constante e incomprensible. Pero el silencio aún no existía, así, tampoco el mundo: sólo era la nada, sólo era R’sha, el que nombra. Dentro de la eterna palabra nada se podía reconocer, pero en ella nacieron los sonidos de los hombres, las letras que conformarían el idioma sagrado. En esa palabra existían todos los sonidos. Los dioses, las partes independientes del origen, nacieron de algunos de esos sonidos, los mismos permitieron que R’sha dejara de existir. La primera palabra que se separó de la eterna, lo primero que nombró R’sha fue lo negro, fue la noche, que existía dentro de él a la vez que su blancura: Nïr fue la palabra que le permitió ser. Nïr ahora lo domina todo aunque en ese momento no era más que algo dentro de la absoluta luz de R’sha. Siglos pasaron para que otra palabra pudiera aparecer dentro de la claridad del que nombra: fue ella misma la que apareció, la luz; su cualidad inherente se desprendió desde ese momento de él: Élih fue su nombre. Nïr y Élih, la segunda nacida, eran los dos primeros dioses; la noche, masculina, y la luz, femenina. Los dos primeros seres que existieron en R’sha; fuerzas opuestas destinadas a pelear. Ambos dioses se percibieron en cuanto el nombre de la segunda nacida permitió que apareciera, ya que sólo en presencia del otro la percepción existe; sólo ante Élih, Nïr pudo ver la blancura de R’sha, la luz que quería poseer. Ambas fuerzas se atrajeron desde el primer instante, ambas deseaban poseerse, ambas deseaban destruirse, pero la eterna palabra de R’sha lo cubría todo: impedía el movimiento. Los primeros nacidos permanecían atrapados dentro del sonido. El que nombra carecía de pensamiento, era movido por la necesidad, la necesidad del sonido, así que lo tercero a lo que nombró fue al dios que preexistía a todos, al dios que se esconde: Ámèth, el dios oculto, la necesidad. Pero Nïr y Élih no lo conocieron, porque ya existía dentro de ellos, los gobernaba antes de tener nombre. La voz eterna de R’sha, el que nombra, siguió hasta que le dio ser a los Seis Primeros, cuyos nombres hemos perdido. Entonces llegó el último momento de R’sha, pronunció la última palabra. En su boca se juntaron las seis letras inaudibles, le dio nombre al silencio y desapareció. Con esa palabra los dioses cobraron movilidad y el universo se creó, el mundo se creó. Foto: Xanderalex. Fuente: www.sxc.hu/
El primer recuerdo de Rüftjií Amashde era esa letanía incomprensible que su padre había iniciado ya, para el momento en que despertaba. Abría los ojos a causa de los sonidos de una lengua que no alcanzaba a entender y lo primero que veía era a Ámash, junto a él, repitiéndola. Rüftjií creía recordar que las primeras veces que intentó preguntarle a su padre qué era eso, él había permanecido callado por largo rato, mientras le tapaba la boca para que no saliera otra palabra de ella. "Reflexiona sobre el sentido de estas palabras, eres afortunado al poder escucharlas", le había dicho después de soltarlo. Luego aprenderás lo que significan. Así fue, el mismo día en que cumplió diez años la instrucción en la lengua sagrada comenzó, entonces entendió que esas palabras narraban el inicio de todo, entendió por qué tenía que ser lo primero en que pensara al despertar: el universo se vuelve a crear cada día, esas palabras lo mantienen existiendo. Rüftjií recordaba esto mientras repetía lo mismo que su padre, junto a la cama de su hijo Hëmed Rüftjïde. Él ya conocía la lengua sagrada, tenía quince años, era un adulto. Sin embargo, tendría que repetir las mismas palabras junto a él hasta que tomara su lugar como artífice del vidrio. Cuando llegó a la última oración de la Primera Historia (“el mundo se creó”), se detuvo, guardó silencio y recordó el nombre de éste. Contempló a su hijo hacer lo mismo. Minutos después, al levantarse, Hëmed le preguntó por qué Ámèth lo gobernaba todo si carecía de cuerpo, si nunca se había manifestado. Las preguntas de Hëmed siempre se relacionaban con el dios oculto. Sus ancestros, a la vez que Rüftjií, se habían interesado por el nombre del líquido que cubría la boca de los dioses, el líquido que les impedía comunicarse. Al menos, esto era así desde que el silencio había comenzado, desde que los sueños terminaron. Su familia se había dedicado a encontrar el nombre de ese elemento para hacerlo desaparecer, para oír la voz ausente de los dioses, convencidos de que, si el nombre permitía crear, también funcionaba a la inversa. Gracias a Gíneh Kelledde habían encontrado el líquido. Sin embargo, aún no era transparente, aún no era lo que mantenía en silencio a los dioses. Gíneh había viajado a Fenos unos años después de que la conquistó el pueblo de su padre. Por qué había decidido partir y romper así con la tradición de su familia, era un enigma que inquietó a los artífices del líquido por generaciones. Nada aparecía sobre las razones del viaje en el “Vidrio de Fenos”, el segundo capítulo del Libro del silencio. Uno de los descendientes de Gíneh aventuró la idea de una inspiración divina, algo diferente a un sueño pero con el mismo carácter comunicante. Sin embargo, Rüftjií, al igual que Ámash, no lo creía: "si los dioses hubieran encontrado otra forma de comunicación nos darían el nombre verdadero del líquido, ya que habían asistido a su creación, y el estudio del vidrio sería inútil." Él creía en el carácter coincidencial del acto. Nada había movido a Gíneh a visitar Fenos aparte de su curiosidad hacia la nueva tierra. Cerca del final del “Vidrio de Fenos”, Gíneh escribe sobre el descubrimiento del líquido. Lo demás, al igual que el resto de los capítulos que conforman el Libro del silencio, no son más que intentos por comprender lo que había descubierto y disertaciones sobre el Edergierï shae, el primer libro, El nombre de los dioses. El capítulo que le correspondía a Rüftjií era lo mismo; un intento por restaurar el orden divino y encontrarle sentido a las palabras que, en sueños, inspiraron el primer texto. Rüftjií regresaba una y otra vez a un pasaje en el capítulo de Gíneh, convencido de que algo se ocultaba en él:
Después de recorrer el centro de la ciudad, Gíneh se acercó al puerto, donde una nave mercante cargada con nitro (sosa y potasio) había sido amarrada. Los mercaderes preparaban su comida en la playa y, al habérseles acabado las piedras para apoyar sus ollas, usaron trozos de nitro provenientes de la nave, que se amalgamaron y mezclaron con las arenas de la costa, y de allí fluyeron ríos de un nuevo líquido, ellos lo llamaban vidrio…
Foto: Raichinger. Fuente: www.sxc.hu/
![]() Foto: Forwardcom. Fuente: www.sxc.hu/
En la biblioteca, Rüftjií buscó los retratos que Enïrme había hecho de las imágenes que su padre había mandado construir con base en los trazos de su abuelo. Estos dibujos habían sido hechos copiando el resultado final de la columna. Ninguno de los puntos aparecía en esos dibujos. Regresó al centro del templo, observó los puntos en la segunda y tercera imágenes. Otra vez le parecieron errores. Los volvió a observar. Era imposible que un error se repitiera exactamente en el mismo punto de una imagen. Éste era el caso de la mancha en el cielo. Regresó a la biblioteca y buscó un libro que no había sido consultado desde que los dibujos de Enïrme, hijo de Gíneh, fueran concluidos. Esperaba que permaneciera intacto. Encontró el libro. Los dibujos de Kelled tenían las manchas. Pero no sólo aparecían en el segundo y tercer dibujo, sino también en el cuarto, quinto y sexto. En adición a éstas, en los últimos tres dibujos aparecía una nueva mancha cercana al centro de los trazos, un poco desviada a la izquierda. Al final, en los últimos dos dibujos aparecían dos manchas nuevas, una en el quinto y sexto, y otra en el sexto. Rüftjií maldijo a Enïrme mientras tomaba su libro de copias. Un descuido del copista había desviado los estudios del vidrio por generaciones. Comenzó a colocar las manchas en los lugares en que aparecían en los trazos originales, pero se detuvo antes de colocar la última. Cada una de las manchas aparecía en el lugar en que las diferentes manifestaciones de Ámèth habían estado en los dibujos anteriores. “No eran las emociones de los dioses lo que esas imágenes habían representado, sino la presencia real de todas las manifestaciones del dios oculto”, pensó, antes de colocar la última. Luego pasó la página de los originales y vio los trazos para el capitel, el más angosto de todos. Era, hasta cierto punto, un resumen de ellos, en él estaban representadas las seis manifestaciones de Ámèth. Regresó a un lado de la columna, ya estaba anocheciendo para ese momento. Entonces pensó en otro elemento del sueño, la razón por la que el último en soñar no había podido oír el nombre del vidrio. Se volvió hacia las Puertas de Nïr, alzó la mirada y se dispuso a salir del templo. En la parte pública se encontraba Hëmed trabajando el vidrio. Rüftjií le dijo que regresara a su casa, él pasaría la noche en el templo. Lo vio partir y regresó junto a la columna central. “¿Por qué Kelled no había podido oír la palabra? No era que se le hubiera negado escucharla, sino que existía una relación natural entre el nombre real del vidrio y aquel con el que se había creado el mundo. Ambas palabras estaban hechas con las seis letras inaudibles.” Permaneció mucho tiempo escuchando el silencio nocturno de la ciudad, contemplando el vidrio de la columna y el de la cúpula. Entonces oyó una palabra formarse en su mente. La dijo. No pudo escucharla. Por unos instantes nada pasó. Luego la quinta imagen del sueño cobró vida. Un ruido sordo quebró el silencio y un polvo gris empezó a caer. Primero, sólo por el espacio ausente de la cúpula, luego por las construcciones de vidrio del templo. El cielo aparentaba desprenderse de su lugar, como si se convirtiera en ese polvo. Rüftjií alzó la mirada y abrió la boca para probar lo que caía. Era hierro. El hierro se estaba desprendiendo de la cúpula celeste y de todas las construcciones de vidrio dentro del templo. Rüftjií desvió la mirada, quería recordar la última imagen del sueño. El piso se volvía metálico y los dioses quedaban mudos a causa de una ola de vidrio que los cubría. Cuando regresó la mirada, vio a un dios desconocido en el punto en que la cúpula debía cerrarse, parecía hablar al cielo. Al otro día, el piso de toda la ciudad se había vuelto de hierro, la cúpula del templo estaba completa otra vez, sólo que ahora era transparente, y sobre ella se podía ver la imagen de un dios que nadie había contemplado. Era Ámèth. Cuando Hëmed entró por las Puertas de Nïr en busca del libro que contenía el capítulo de su padre, sabía ya que la columna estaba completa otra vez y que encontraría a Rüftjií convertido en metal junto a ésta. No era necesario observar lo que había pasado, más tarde habría tiempo para ello. Se dirigió a la biblioteca, tenía que terminar el capítulo y darle el nombre que ahora posee, “Uvtaieri ámagh”, La caída del cielo. Hëmed escribió lo siguiente: ![]()
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Víctor Altamirano (Puebla, 1985). Desde hace tres años radica en la Ciudad de México. Estudia la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hipánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es titular de la sección de literatura de la revista Género y traductor. |