Madre Mi madre, la Esquiva, la Lejana, la perra blanca con sus tetas de leche, con sus dulces venas azules agigantándose en la noche de la fiebre, trepando las paredes para chupar mis sombras, con su hermoso pico rosa, con todos sus brazos. Mi madre tiene saudade de las ciudades que ha dejado atrás, de donde le viene el cabello negro, suoi occhi de guerra. Viene levantándose desde el poniente, una Galatea de las esferas, que rueda sobre el mundo, que lo impregna brevemente de sus perfumes, y desde entonces, nada existe, sino su raza mezcla de bestia e inglés, nada, sino sus cacerolas trashumantes, sus estropajos, las vendas con nuestras sangres que guarda como sudarios. ¿Será ella, ese violento olor a almizcle que anuncia la mañana? ¿Dónde se anuncia su heredad en mi cuerpo? Y a partir de la pregunta, aparecen las cicatrices, las alas, la sal bajo la lengua, ese como a olor a humo y a calandria, y todo el resto, todo, como una triste Barataria de sueños. Cuestiones de poder i. El silencio es un caballo. Ese caballo. El negro. Corre alrededor nuestro. No soy su centro, su eje, su picota, su axis mundi. Soy lo que soy: una mujer con un miedo terrible a verle los ojos, a dejarme golpear la frente, a asumir la violencia de toda esa sedosidad junta. ii. Una mujer. Eso es bastante poco. Bastante precario. Como cuando se quema azúcar para evitar la pestilencia del muerto. Así la mujer: pasa, con su aroma de azúcar, con su muy poco de origami, con su a veces de sangre, y deja un rastro, una huella, la marca de una mano mojada en la mesa. A veces ni eso. Y se esfuma. Eso es lo suyo. iii. ¿Y qué habrá de mí si no quiero? ¿Qué, si decido ponerme los ojos de mi padre, usar como un traje sus pantalones, su sexo, su tos, su látigo, sus costumbres de perro? ¿Ardería? ¿Encendería mi superficie poderosa hasta encontrarme yo debajo? ¿Mataría al disfraz, al payaso, al delincuente? ¿Me acomodaría otra vez al silencio? ¿De verdad?
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