CUENTO / Diciembre 2015-Enero 2016 / No. 59
La explicación* |
Hacia el este de la ciudad de Oaxaca, siguiendo la carretera Panamericana que lleva al Istmo de Tehuantepec, se encuentra Santa María del Tule. Es un pueblo turístico ubicado a la mitad de una pequeña cuenca formada por la Sierra Juárez y un grupo de cerros que, en sus zonas más altas, todavía conservan manchones de bosque. La fama del lugar se debe a que ahí vive (sí, el verbo es correcto) un árbol de más de dos mil años de edad. En la placa de cobre que se sitúa a la entrada del atrio de la iglesia donde se alza el espécimen, se han grabado sus medidas: la copa rebasa los 40 metros de altura y el grosor del tronco alcanza un diámetro de 15 metros. Para rodearlo se necesitarían más de 20 personas tomadas de la mano; una imagen, por lo demás, repetida en postales que se pueden adquirir en las tiendas de souvenirs cercanas. Si bien el nombre común del árbol es sabino o ahuehuete (taxodium mucronatum); el mote de Árbol del Tule se debe a unos juncos (schoenoplectus acutus) de hojas delgadas y largas que crecen en las zonas de abundante agua, como lo fue antiguamente el lugar donde se levanta el pueblo. El recorrido turístico lo enriquece la explicación simpática de unos niños que gritando en varios idiomas, armados de espejos que no rebasan el tamaño de sus manos y sirviéndose del reflejo de los rayos de sol que atraviesan el espeso follaje, señalan las formas caprichosas de las ramas, el tronco y las raíces. Entonces se despierta en el visitante la sensación de estar presenciando una serie de esculturas inauditas en las que lo mismo se encuentra un elefante, un cocodrilo, la cabeza de un venado, que la melena de un león o imágenes de la Virgen María, los Reyes Magos y hasta las nalgas de una actriz que cambia de nombre según la nacionalidad del turista. Más o menos ése fue el panorama que encontré el año pasado cuando a finales de mayo realicé un viaje a Oaxaca mientras intentaba reponerme de una dolencia sentimental. Pero después de hacer el recorrido que he referido, vagué un poco por el pueblo siguiendo el andador turístico que termina en el arco de concreto más occidental, donde se lee en grandes letras blancas la bienvenida a los visitantes nacionales y extranjeros. Influido seguramente por una tranquilidad inusual en ese momento de mi vida, me aventuré a caminar más de la cuenta sin la sensación de prisa alguna o, acaso, tener que correr para cumplir con un itinerario. Fue así como llegué a un restaurante de arquitectura colonial, ubicado a las afueras del pueblo, en la intersección de la carretera Panamericana con el camino a otra comunidad. Una lluvia cada vez más pertinaz empezaba a caer, por lo que al ser la única opción que vi cerca para protegerme, me adentré en ese local sin perder tiempo. El salón del establecimiento estaba decorado con pinturas que exaltaban la comida regional. Desde la cocina, dos mujeres me miraron y luego se codearon entre ellas antes de tocar un timbre muy parecido al que se ve en las recepciones de los hoteles. Pero nadie vino. Seguí la mirada de confusión de las empleadas hacia lo que después supe que se trataba de un corredor con techo de madera, sostenido por columnas de cantera, y donde se situaba la cantina. El lugar tenía vista a un jardín adornado con aves del paraíso; pero lo más atractivo sin duda era la vista del cielo, donde la súbita aparición de los relámpagos, como carpas luminosas asomando a la superficie, daba un tono más oscuro a las nubes que dominaban más allá de la Sierra Norte. Atrás de la barra, un hombre que no rebasaba los cincuenta años leía el periódico; y frente a él se distinguía la forma transparente de un caballito de mezcal. Al verme, dio un trago que terminó con la bebida, colocó el caballito sobre el periódico a la manera de un pisapapeles y salió de la barra con el menú entre las manos. Pedí algo caliente que combatiera el ambiente frío que la lluvia y los relámpagos habían colocado como una de esas sábanas con que se cubren los muebles en desuso. Pensé en regresar al salón pero vi entonces la televisión encendida, colgando de la pared. Se transmitía un partido de futbol: la selección mexicana contra la de Japón. El hombre, tras tomarme la orden y dejarla en la cocina, volvió a la barra y siguió bebiendo mezcal. Cuando hube terminado la comida y pasé al postre y el café, el sujeto se acercó a platicar conmigo. Su ebriedad se notaba más debido al color fulgurante de su rostro; sin embargo, en todo momento sus palabras –tal vez un poco arrastradas– guardaron el tono respetuoso que se espera ante un cliente. A través de nuestra conversación me di cuenta de que la persona con quien yo platicaba era el dueño del lugar y no un simple mesero. Se mostraba interesado en saber mi procedencia, pero más por la impresión que el Árbol del Tule me había dejado. Le mencioné que yo venía de la capital del país donde trabajaba como profesor de bachillerato; y con respecto al árbol, le contesté sinceramente lo primero que se me ocurrió: –Bueno, sin duda es una maravilla de la naturaleza –dije. El hombre dio un trago al mezcal y, por un instante, pensé que no le habían gustado mis palabras. –¿Conoce la historia del Árbol? –fue lo siguiente que me preguntó. Pero sin darme tiempo a responder, se dirigió a la barra y trajo la botella de mezcal cuyo contenido había ido disminuyendo desde mi llegada. –No se preocupe, la casa invita –dijo colocando frente a mí un caballito vacío. Agradecí el gesto pero le aclaré que yo no era un gran bebedor ni estaba en mis planes agarrar una borrachera, pues aún tenía que volver a mi hotel en la ciudad. –Beba lo que pueda, es para platicar –dijo–. Si gusta, pida algo más de comer. Me sirvió el mezcal y fue entonces que logré enterarme de algunas particularidades del Árbol del Tule que, de otra manera, no hubiese podido conocer. El hombre se llamaba Alonso Meixueiro y no era del Valle sino de la Sierra. Había comprado la propiedad hacía quince años. A un lado del restaurante estaba construida su casa (la señaló al otro lado de la cerca de carrizo donde se entreveía el techo de tejas atrás de unos árboles). Y la mayoría de sus esfuerzos los invirtió en abrir el negocio donde estábamos sentados. No hizo mención de la escasa clientela pero se limitó a decir que confiaba en que las cosas pronto se compondrían. Me contó que la historia del Árbol era nebulosa y estaba imbuida por la fantasía de las leyendas, lo que a ciencia cierta resultaba imposible de comprobar. Como ejemplos mencionó a Condoy, rey de los mixes que en tiempos remotos plantó su bastón, el cual floreció como el Árbol; asimismo, se refirió al grabado apócrifo firmado por el barón de Humboldt que, en el siglo XIX, aún se leía sobre el tronco y que Casiano Conzatti, un botánico de origen italiano que radicó en Oaxaca, se había encargado de desmentir con pasión detectivesca. Pero no mostró mucho interés en iluminarme sobre el tema, como si detestase ponerse en el papel de un erudito dando clase. –Lo que realmente importa es saber cómo es que el Árbol ha vivido hasta nuestro tiempo –dijo–. ¿Por qué no creció más? ¿Cómo es que la savia sigue fluyendo dentro de él? Tomé el mezcal y me preparé para brindar, a fin de no tener que responder sobre algo que desconocía, pero entonces Alonso Meixueiro continuó: –Al Árbol del Tule le cayó un rayo cuando era joven, y ese rayo lo dejó hueco por dentro, ¿sabe? Y con joven quiero decir que tendría unos cuantos siglos. El hueco es lo que se conoció históricamente como el Ámbito Bolaños, una gran oquedad por donde podían pasar cuatro caballos juntos y que ahora ya no existe porque el tronco se regeneró y lo cubrió. Y aquí es donde está lo más importante –recalcó un poco exaltado–. El Árbol nos enseña que cuando se sufre una herida tan poderosa que nos deja huecos, la solución no es crecer hacia fuera, sino hacia dentro. Alzó su caballito para brindar y bebió una vez más. Si bien yo había guardado silencio, escuchándolo con atención, intenté ser consecuente con mi forma de pensar y, sin pretender comportarme grosero, le dije: –Disculpe, don Alonso, ¿pero realmente cree que eso sea cierto? –¿Qué cosa? –dijo un poco sorprendido. –Lo del rayo y la herida y eso de crecer hacia dentro. Alonso Meixueiro dejó el caballito de mezcal sobre la mesa y sus ojos, lentamente, dejaron la superficie de la mesa para observarme de frente. –Bueno, es cuestión de comprobarlo. ¿Ha visto cómo queda un árbol por dentro después de caerle un rayo? –No, nunca. El hombre chifló y una de las cocineras asomó al corredor. –¡Estela! Voy con el señor a ver el Árbol. Estáte al pendiente por si viene algún cliente –dijo. Dejamos la botella y los caballitos en la mesa. Caminamos por una vereda hacia la cerca de carrizo donde había una puerta del mismo material que abrió para hacerme pasar. La lluvia había cesado y por eso pudimos andar con tranquilidad unos cincuenta metros hasta llegar a un ahuehuete tan alto como el del Tule, pero considerablemente más delgado en su tronco. –Es una semilla del Tule –dijo–. La sembré hace veinte años. Rodeamos el tronco y entonces me señaló, en la base del sabino, un hueco de cincuenta o sesenta centímetros, muy parecido a una madriguera. A la entrada había varias tablas de triplay colocadas en el suelo para evitar el contacto directo con la tierra. –Vamos, asómese –dijo dándome en las manos una linterna que, guardada en una bolsa de plástico, colgaba de un clavo hundido en el tronco–. Asómese y vea lo que hizo el rayo. Me tendí sobre las tablas y metí medio cuerpo en la cavidad. Lo primero que noté fue el intenso olor a carbón. Encendí la linterna y volteé hacia la parte superior. Encima de mí había un túnel de unos 30 centímetros de ancho que ascendía por el tronco de forma sinuosa. Al final se alcanzaba a ver la luz pálida del cielo nublado, y tengo que decir que la primera imagen con la que lo asocié fue la de una arteria oscura afectada por una grave enfermedad. Mientras observaba las huellas de la herida, escuché la voz de Alonso Meixueiro explicándome que el árbol seguía ardiendo en algunas partes. –Los bomberos tardaron dos días en apagarlo y ya lo ve: todavía se siente el calor. ¿Puede sentirlo? Era cierto. Aparte de la humedad que habían dejado las lluvias recientes y el olor a carbón, se percibía un calor que no podía provenir más que del fuego que produjo el rayo, y más precisamente de la electricidad. Poco después terminamos la excursión y volvimos al restaurante. Le pregunté si pensaba que el espécimen de su propiedad llegaría a sobrevivir como lo hizo el famoso ahuehuete que estaba en el centro de la población. –Eso espero –dijo. Unos minutos después, las cocineras se marcharon. Alonso Meixueiro y yo nos encontramos solos en el restaurante. Pronto me di cuenta de que mi anfitrión pensaba seguir bebiendo hasta terminar la botella, y como yo no podía tomar una copa más, me levanté del asiento, le dije que debía marcharme y salí de ahí. Caminé nuevamente al centro del pueblo, guiándome por el arco de concreto donde podía leerse a lo lejos la bienvenida a los turistas. Hacía una tarde tranquila, casi ideal. En una parada de camión, cerca de ahí, reconocí a una de las cocineras: una muchacha que, por el efecto del mezcal, entonces me pareció atractiva y jovial. La saludé y me acerqué a hablar. –¿Eres amigo de don Alonso? –dijo. –Acabo de conocerlo –contesté. –Pensé que eras amigo suyo. Alguien debería ayudarlo, ¿sabes? Sobre todo luego de la pérdida que tuvo. –No te entiendo. –Sí, sí –dijo la muchacha mientras se preparaba a subirse en el viejo camión que la llevaría a su comunidad–. La pérdida de su hija y su mujer. ¿No lo sabías? Tiene menos de un mes. Estaban bajo el árbol cuando les cayó un rayo. El calor de la vieja herida se avivó y yo recordé el nombre de la mujer que infructuosamente había intentado olvidar. Quise creer, por mi propio bien, que la explicación de Alonso Meixueiro fuese verdad. |
*Este cuento obtuvo mención en el concurso 46 de Punto de partida. |
Ilustraciones: |
Víctor Vásquez Quintas (Oaxaca, 1984). Hizo estudios de Arqueología en la Universidad Autónoma "Benito Juárez" de Oaxaca. Actualmente está inscrito en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en la licenciatura en Historia, modalidad SUA. Ha colaborado en varias revistas y suplementos culturales. Es autor del libro de cuentos Últimas anotaciones (Tierra Adentro, 2009) y de las novelas La Noche (Ediciones B, 2012) y POV (Pharus, 2013). Obtuvo la beca Jóvenes Creadores del Fonca en la categoría de cuento en el periodo 2011-2012. |