Cuento / junio - julio 2024 / No. 111

Una canción de comienzos de siglo


Luis Fernando Rangel


Gritarles que viva la Cumbia, señores,
todos a menear la cola
hasta sacudirnos lo misterioso y lo pendejo

Ricardo Castillo


No recuerdo si fue el día en que asaltaron a mi mejor amigo o cuando encontraron un cuerpo en un solar baldío cercano a casa y lo descubrieron porque el calor hacía que el olor fuera más fuerte. En la noche hacía frío y platicábamos sobre las desgracias del día. Luego perdí el tema. Recuerdo que llevaba una camisa vaquera y ella llevaba una playera de Pac-Man. Por eso la conocí. Estábamos en la barra de un bar del centro de la ciudad. Me acerqué a ella y conversamos brevemente sobre videojuegos, pretextando su playera, y en un arrebato de confianza me platicó sobre su reciente viaje a las costas nayaritas en las playas de Sayulita. Luego me dijo que su exnovio era un estúpido que dos días antes la había engañado. Después salimos un par de veces y en la quinta cita dijo que me amaba. Fue hace tres años. Luego decidimos que era un buen momento para formalizar nuestra relación. No sé en qué momento llegué a quererla tanto. 

Esa tarde en que cumplíamos años compartiendo nuestras vidas, se celebraba el cumpleaños de la ciudad: el tricentésimo sexto aniversario de su fundación. La ciudad estaba llena de orgullo por formar parte de la historia nacional al ser escenario de la independencia y la revolución. Sin embargo, la ciudad todavía guardaba un moralismo absurdo y recalcitrante que arrojaba titulares de periódicos que parecían sacados de los peores años del conservadurismo anticomunista y la época profundamente nacionalista del PRI. Nunca esperaba nada del periodismo local y pese a todo continuaba decepcionándome. 

Era domingo y la ciudad se puso en marcha desde temprano. Las iglesias llamaron a misa de ocho y bendijeron la capital así como acostumbraba hacerlo el gobernador. En la sala, la televisión estaba apagada. Unos meses antes, dejaron de transmitir En familia con Chabelo y desde entonces los domingos no eran lo mismo. El programa televisivo terminó después de casi cincuenta años en emisión. Todo tiene su fin. Se acabaron las catafixias, las llamadas telefónicas a los cuates de la provincia, los juegos y las canciones infantiles: derrocaron al reino del revés; se acabaron los palitos parejitos y el garabato colorado; y le dijeron bye bye a Superman. Los domingos perdieron su razón de ser, no sólo porque ya no existía En familia con Chabelo, sino porque ya no servían para medir el tiempo.

Siempre quise ser un cuate de provincia pero nunca recibí la llamada que pudo cambiar mi infancia. A mis veinticinco años me seguía lamentando. Sin embargo, me levanté temprano porque el teléfono interrumpió mi sueño. Por un momento pensé que se trataba de la oferta de planes tarifarios y rechacé la llamada. Luego volvió a sonar. Pensé que los trabajadores del banco eran demasiado insistentes. Pero la tercera vez que sonó supe que era algo importante. No quedó de otra y respondí. No era Chabelo.

—Adivina qué día es hoy —dijo Selene desde el otro lado de la bocina.

Yo seguía con mi depresión postcancelación del programa de Chabelo. No recordaba la fecha. Para mí se trataba de otro domingo sin la catafixia. Tras un titubeo no pude decir nada.

—¿En serio lo olvidaste?

La voz de fastidio anunciaba la llegada de una discusión.

—No, claro que no. ¿Qué quieres hacer, amor? —respondí.

Una salida para cenar siempre era buena para celebrar lo que fuera.

—Ya habíamos quedado.

Mi mente repasó todas las posibilidades. Luego recordé: esa tarde se realizaría un concierto en el centro de la ciudad para festejar el aniversario de la fundación de aquel pueblo perdido en el norte del país. Algo aprendimos bien de los conquistadores y es que los festejos deben celebrarse en domingo para honrar al Señor. Esa tarde estarían tocando Los Ángeles Azules y algunas bandas locales a las que nadie vería.

—Paso por ti a las tres —le dije.

Colgué en medio de un bostezo porque seguía adormilado. Pasé al baño para mojarme el rostro y luego me fui a la cocina para prepararme el desayuno. Eran las diez de la mañana, ¿a esa hora qué estaría haciendo Chabelo? Desde que en la juventud dejó de luchar contra los monstruos al lado de Pepito, se encargó de amenizar las mañanas de domingo de todas las infancias mexicanas. Incluso actuó al lado de Cantinflas. Xavier López, jugándole al niño grandote, le dio una cachetada improvisada y cuando las cámaras dejaron de grabar, por poco le cuesta el empleo. Dicen que Cantinflas no se enojó, pero Mario Moreno sí.

La familia de Selene siempre fue muy religiosa. La rutina dominical consistía en ir a misa y desayunar barbacoa después de la comunión. Se trataba del cordero de Dios para quitar el pecado del mundo. Por eso siempre que me veían, me preguntaban si ya había confesado mis pecados o seguía viviendo en las manos de Satanás. Yo siempre sonreía y asentía. Lo cierto es que llevaba años sin tomar la comunión y algunos domingos me encontraba crudo. Mi rutina se limitaba a la barbacoa. Era la forma de recordarle al domingo que era un día especial en un mundo sin Chabelo.

Al mediodía decidí llamarle a Selene.

—¿Y si te veo en un café? Luego pasamos a cenar.

Ella rechazó la oferta:

—Te veo en mi casa a las tres y, por favor, no llegues tarde, mis papás están un poco molestos, como siempre.

Los papás de Selene estaban sentados en la sala. Ella estaba en el sillón más pequeño y yo tuve que sentarme a un lado de su hermano menor. Dos semanas atrás, ese sillón resistió una explosión de amor juvenil. Ahora soportaba los berrinches de un niño que no soltaba su Nintendo Switch. Recordé, por un momento, cuando de pequeño jugaba con mi Game Boy Color en la sala de la casa. Mientras él jugaba Super Mario Odyssey, yo jugaba Super Mario Land 2. Mientras el niño jugaba y la música inundaba la sala, Selene seguía diciéndoles a sus papás que se conservaría virgen hasta el matrimonio. Ellos lo aplaudían y algunos domingos se sentaban para hablar del rumbo de nuestra relación.

—¿Ya pensaron en casarse?

Los dos nos quedábamos callados. Selene nunca había pensado en casarse, pero tenía que conservar la imagen que sus padres forjaron. Siempre me decía que no soportaba que fueran así. De pequeña la mandaron a colegios católicos y la obligaron a ir a actividades del grupo de jóvenes de la iglesia de la comunidad. Los padres de Selene eran parte del selecto grupo que ayudaba al sacerdote en todo lo que podían.

—Ya lo hablamos —mentía Selene.

Entonces todos sonreíamos. Pero aquel domingo huimos de casa antes de que la conversación pasara a un sermón y luego a un evidente regaño. Sus padres nos echaron la bendición al salir. Sin embargo, no fuimos al café. Pensábamos ir al concierto y luego pasar a un bar para cenar. Pero al llegar al centro de la ciudad vimos el escenario y a una banda local dar dos o tres acordes atinados. El lugar estaba vacío. La gente esperaría hasta las ocho de la noche para el concierto estelar.

Nos sentamos en una de las bancas frente a la catedral. Ella pensó en la boda que sus padres soñaban y al ver una paloma pensó en el Espíritu Santo. Yo pensé en el concierto y en la mierda que cubría la fachada de la iglesia. Nunca entendí las bodas y las celebraciones a lo grande, en donde lo que menos importaba era el matrimonio, sino la fiesta desbordada en ríos de alcohol y montañas de comida. Los rituales siempre me han parecido fascinantes, pero no lograba descifrar lo que se escondía detrás de ocultar un compromiso entre tanta música y gente bailando, levantando nubes de polvo en rancherías y haciendas a las afueras de la ciudad.

La noche llegó rápido, entre canciones desafinadas, gente con conversaciones indistintas y vagabundos que paseaban por la calle hablando solos. Selene y yo nos habíamos colocado al frente del escenario. Las bandas locales terminaron de tocar y los animadores salieron para tratar de matar el tiempo en lo que los músicos estelares se preparaban para salir. Soltaron un par de chistes malos y, de vez en cuando, un poco de propaganda política. Nadie aplaudió. Luego la banda subió al más puro estilo de los equipos de futbol: una decena de personas enfundadas en uniformes desfilaron frente a todos los asistentes.

Atrás, la estatua de Deza y Ulloa señalaba al piso recordando la fundación de la ciudad y lamentándose por la terrible decisión. En las paredes de los edificios aledaños se proyectaba el famoso logotipo que el gobernador se encargó de colocar en todas las oficinas gubernamentales y en aquellas que, en teoría, no dependían de él, pero colocó en su nómina secreta. Viva Chihuahua. Una ciudad bendita desde el mismísimo cielo.

El concierto me hizo recordar las fiestas de mi infancia. Esas bodas en donde la comida, casi siempre arroz y chile colorado, se sirven en platos de unicel. Y en donde los refrescos, casi siempre los más económicos, no sirven para calmar la sed sino para acompañar los licores. En aquel entonces mis tíos entonaban las canciones de moda y las bailaban con alegría. Los jóvenes escuchaban Nirvana y otras bandas de grunge. Algunos otros se perdían en las baterías del punk que pretendían derribar muros y acabar con la tiranía y el capitalismo salvaje. Pero en las fiestas de la infancia sonaba La Sonora Santanera, Los Acosta, Los Sepultureros, Chico Che, Rigo Tovar o Celso Piña.

En ese entonces la cumbia era solo para el barrio. Después la cumbia presentó otra faceta: pasó de las fiestas sonideras del underground chilango al plano nacional. Los hipsters comenzaron a hacer fiestas cumbiancheras donde sonaba de todo bajo el pretexto de alejarse del mainstream. Por eso en el concierto vimos de todo: hipsters, punks y cholos.

¿En qué momento los hipsters aprendieron a bailar? Los punks nunca fueron buenos haciéndolo. ¿Quién dijo que nada nos unía? Claro que sí: solamente la cumbia puede lograrlo. Porque todo en ese momento era cumbia, baile y amor.

La música arrancó con punteos de acordeón y golpes secos al güiro. A Selene siempre le gustó bailar, pero yo era malísimo. Vi cómo los danzantes comenzaron a soltar el cuerpo al compás de la música: se hizo una rueda y los bailadores se lucieron. Un cholo, enseguida de mí, se tiró al piso y comenzó a bailar mientras agitaba las manos y subía lentamente: casi como si pudiera volar. El acordeón disminuyó su tempo, pero el cholo, acostumbrado a bailar las cumbias rebajadas, se sacudía lentamente disfrutando las calmadas. ¿Cómo igualar esos pasos? Selene y yo, impulsados por la emoción, nos lanzamos a la pista entre pisotones.

Dicen que el amor es como bailar. Esa noche no pensamos en nada, únicamente bailamos. Hasta que el concierto terminó de la única manera en la que podía terminar, es decir, con la gloria que los ángeles se merecen. Y cuando el concierto finalizó y el público explotó en un aplauso, las gotas de sudor nos corrían por el rostro.

—¿Me quieres? —le pregunté a Selene mientras una extraña nostalgia me invadía.

Los músicos abandonaron el escenario y los presentadores salieron de detrás de las pantallas para despedir a la banda e invitar al disfrute de los fuegos pirotécnicos y celebrar el cumpleaños de la ciudad. Pero más que un festejo, aquello parecía una batalla, aunque a fin de cuentas terminen por ser casi lo mismo. La ciudad, día con día, luchaba por sobrevivir. Una semana antes un convoy militar se enfrentó contra un grupo del crimen organizado en una ciudad aledaña a la capital y el saldo fue de diez muertos, entre civiles, delincuentes y soldados. Mientras en la frontera, una de las ciudades más peligrosas del mundo, los índices de homicidios superaban a los de zonas de guerra.

El espectáculo salió mal y los fuegos pirotécnicos apuntaban en todas direcciones y estallaban en todos los lugares. Pensé en que Chabelo se enfrentó contra los monstruos, pero no se enfrentó contra los hombres en guerra. Imaginé un ejército de cuates de la provincia. Por un momento pensé que tal vez Chabelo y Pepito podrían resolver las intrigas que se gestaban al interior de la política mexicana.

—Sí —respondió Selene. 

La abracé porque estaba asustada. Detrás de nosotros estaba la catedral.

—¿Y si vamos a cenar? —me preguntó.

Nos retiramos de la plaza viendo con miedo cómo en el cielo se veían los fuegos pirotécnicos. Pensamos que parecía un campo de guerra. Salimos por la calle Libertad mientras el eco resonaba como algo amenazante. Las luces pintaban el cielo: las verdes simulaban una palmera; las rojas, lava.

—Ya vámonos.

Caminamos aprisa. El ruido parecía el de una balacera. Olía a pólvora. Preferí pensar en las palmeras. Imaginé la brisa y no el calor. Traté de recordar aquel olor tan peculiar al caminar en la costa, con el agua, la arena y el viento.

El concierto terminó. El escenario estaba montado sobre un lugar improvisado. Detrás, la presidencia municipal. Luego, la plaza de armas. Después, la estatua de Deza y Ulloa. Finalmente, la catedral. ¿Qué se escondía detrás de las fachadas que veíamos?

Me quedé pensando. Recordé cuando estaba niño y deseaba ir a la playa. En mi cabeza se reprodujo el soundtrack tropical de una cumbia sonidera. También recordé que cuando era niño me dijeron que los ángeles vivían en el cielo, pero ese día me di cuenta de que no: los vi en un escenario y no tenían arpas, sino un acordeón, un güiro y un ritmo celestial. Esa noche le pedí a Selene que me enseñara a bailar y ella se burló. Dicen que el amor es como bailar. ¿Dios sabe bailar?




  
Luis Fernando Rangel (Chihuahua, México, 1995). Escritor y editor. Sus libros más recientes son La mano de Dios y Cuando nuestros huesos sean fósiles. Ha recibido algunas distinciones como el II Premio Internacional de Poesía Nueva York Poetry Press, los Juegos Florales de Lagos de Moreno en el género de Cuento en 2021, el IV Premio Nacional de Poesía “Germán List Arzubide” y el Premio Estatal de Poesía Joven “Rogelio Treviño” en 2017. Es fundador de la revista Fósforo. Literatura en breve y confundador de Sangre ediciones. Es Licenciado en Letras Españolas. Ha sido becario del FOMAC (2023, 2017), del curso de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas (2017) y del Festival Interfaz de ISSSTE Cultura (2014).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 111, junio-julio 2024

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fecha de la última modificación 12 de junio de 2024.

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