Marimar Sotelo-Padrón
Suspiró al sentarse, o quizás fue sólo el viento, y sin introducción, como si yo estuviese en esa banca de parque esperándola, empezó:
—Sabes, algo en la galopada me perturba, pero insisto en menearme como puta. Aunque, a ellas les pagan bien. A mí, ni un centavo ni café ni gesto amable me van a ofrecer. ¿Una nalgada cuenta? —se frotó el cabello suelto.
—Bueno, eso es definitivamente un gesto —repliqué.
—Lo hago porque me desconecta y me encierra en mí misma. Por nada más. Por explorarme. No soporto a quien habla de sexo como el mayor sacramento. Es un enfangarse, más bien, de: tú me das, yo te doy, te rompen o te rompes, te liberas, te liberan, se vienen, te vienes (a veces), cerró los ojos.
—Ah, extraño ciertas maneras en que me han besado, algunas caricias que me han dado, atenciones y detalles que ya no están. Nadie trata con el mismo tipo de dulzura dos veces, y eso hace de la gente un acontecimiento penoso del que no siempre puedo regresar. Es tan triste —frenó sin aviso y yo no dije nada, más por no saber que por estrategia, hasta que reanudó.
—Sin embargo, cuando me abruman porque ocurre lo extraño, que quieran entrar a mí de otras formas, suelto todo y corro, no necesariamente en este orden, para huir —aquí algún picor en su entrepierna le paró la línea mal oculta tras un horroroso bolso verde. Cruzó los pies y se frotó la vagina con la mano.
—¿A dónde huyes? —le pregunté con el tono más periodístico que supe recrear.
—Siempre al mismo sitio. Ser creativo es un lujo que los rotos no nos podemos dar, ¿sabes? Se trata de pretender innovación cuando, muy al fondo, es sólo un cúmulo de hábitos. Tienes un lugar y huyes siempre ahí cuando te descubren.
—Y si no te descubriesen nunca, ¿permanecerías?
—Linda, de esta banca nos vamos las dos. La pregunta es quién se levanta primero —así, tomó su bolso y huyó, o se fue primero. No lo sé.