DOSSIER / junio - julio 2024 / No. 111

La flaca


Alex Parra



Mi primer encuentro con la flaca fue en un evento ciclista en Nueva Zelanda. Había que recorrer de Wellington a Auckland en siete etapas. Mi hermana, que practica cicloturismo y vive en Dunedin, me alentó. Yo tenía contemplado el viaje para visitarla, pero no una competencia y mucho menos que fuera en una bicicleta de carretera. Con calma, me puse a investigar sobre el reto. Al checar los resultados de años anteriores, me di cuenta de que los autollamados Kiwis en honor a su ave emblemática no voladora, vuelan por la carretera.

Yo solía ver a los ciclistas de carretera como muy “simpáticos”. Delgados, espigados, piernas marcadas, bíceps como hilachos, con su ropa ceñida al cuerpo que no da lugar al sobrepeso, tobilleras blancas exactamente a la mitad de su tibia, jersey con tres bolsas traseras, la licra con acojinamiento para apoyar el trasero –ese que le llaman culotte–. Sabía que ¡no usan ropa interior!, que sus piernas siempre están depiladas, que sus brazos son como de taxista, bronceados, excepto en las manos, protegidas por los guantes; que su cara está marcada como mapache debido a la parte que no protegen los lentes. Es increíble, pensaba, nunca se ensucian, su ropa siempre se ve inmaculada. Lo que no entiendo es el porqué de los tirantes.

Me vi obligado a comprar una flaca, apenas pude subirme unas tres veces antes de partir rumbo al Pacifico sur.

Inicio del reto.

En la línea de salida veo a todos los ciclistas impecablemente vestidos y combinados. Nada fuera de lugar. Mucha piel al sol, en el país más afectado por el agujero en la capa de ozono. Casi la totalidad de los competidores son anglosajones del país anfitrión y de Australia. Yo causo sensación de inmediato: jersey de manga larga, sin bolsas, licra larga sin culote, mochila de hidratación, cara cubierta por un pañuelo tubular, zapatos y pedales de montaña. Algunos me piden permiso para tomarse una foto conmigo.

A toda esta serie de desaciertos yo le llamo aprender a la mala, porque aprendí a rodar en pelotón y a rueda en un día. Me explico: en grupos pequeños se establece una especie de carrusel donde vas girando pegado a la rueda del ciclista de adelante hasta que te toca la punta por unos diez segundos, para después irte hasta la retaguardia y así sucesivamente hasta avanzar nuevamente a la punta. Al principio no entendía la mecánica y los gritos no se hacían esperar. En mi turno salía disparado y me sentía forzado a incrementar la velocidad. Slow, slow, slow, me espetaban.

Me esfuerzo por seguir tratando de competir. Destaco en los pocos puertos de montaña que enfrentamos. En esos casos me les despego con facilidad, para asombro de varios, Pero cuando termina la trepada, a los pocos minutos me alcanzan.

Para el tercer día de rodada, en el kilómetro 4 me doy cuenta de que no había iniciado mi ciclocomputador, por lo que decido hacerme a un lado del camino y detenerme a arrancarlo. Una parada de 30 segundos. Arranco y el pelotón me queda a 200 metros. Ruedo a toda la velocidad que puedo desarrollar, pero cada vez están más lejos del alcance de mi vista. De repente veo salir un bidón rodando fuera de la carretera y a una ciclista detenerse para recuperarlo. La alcanzo y nos vamos haciendo relevos tristemente entre los dos. ¿Cuándo pudimos alcanzar al grupo principal? Nunca. En esta etapa llegamos entre los últimos. Pero me queda una valiosa lección; nunca te sueltes del pelotón.

Concluidas las siguientes etapas sin mayores contratiempos. Mi mejor resultado por etapa fue el lugar 45 de un total de 92 competidores. El peor ya se los platiqué. En el recuento final de la clasificación general ocupé el lugar 67. Por grupo de edad, el lugar 19 de 21. Los viejitos sí que están duros de pelar. Fue un buen resultado para una primera competencia en carretera. El aprendizaje a la mala fue genial.

Ya de regreso, en casa de mi hermana, la pregunta habitual cada vez que sales a algún evento. El hijo de diez años de mi hermana le tira a bocajarro. “¿Mamá, en qué lugar quedaste?”. Su esposo espera atento la respuesta. Mi hermana se me queda viendo, sin saber qué contestar. Yo me atrevo a hacerlo por ella. “Fuimos los latinos mejor clasificados de la competencia”. El niño parece quedar satisfecho con la respuesta. Su esposo sonríe complaciente.



Alejandro Nicolás Parra Olea. Nació en la Ciudad de México y radica en Morelia, Michoacán, desde 1985. Estudió la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Actualmente está jubilado y es ciclista de ruta y montaña de tiempo completo.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 111, junio-julio 2024

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