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ensayo / junio-julio 2024 / No. 110


Lecciones de tinieblas


Rodrigo López Romero


En 1887 la periodista Nellie Bly —quien se haría famosa dos años después por dar la vuelta al mundo en 72 días— entró al manicomio de la Isla de Blackwell en Nueva York a petición de un diario. Los diez días de su estancia resultaron desoladores, ella misma declara sobre su misión: “Me obligué a actuar el papel de una chica loca, pobre y desafortunada, y sentía que era mi deber no eludir ninguna de las consecuencias desagradables que pudieran seguir”. Sin embargo, una vez dentro deja de fingir, lo cual supone para los médicos una evidente prueba de su locura.

Alojándose primero en un albergue para trabajadoras, escenifica el papel de alguien desequilibrado para ser llevada de la comisaría a un primer hospital, sorprendida por la facilidad con que cuatro médicos la diagnostican como un caso perdido, notando cómo mujeres visiblemente cuerdas son condenadas sin poder defenderse. Cuando finalmente es transportada en bote, se le informa haber llegado a “un lugar de locos del que nunca saldrá”. Identifica la cocina por su pestilencia, en las habitaciones duermen hasta diez enfermas, constantemente vigiladas, despojadas de su ropa e intimidad. “Ningún destino podría ser peor que este”, asegura al poco tiempo.

La autora consigna escenas dantescas, las filas de lunáticas (algunas atadas) paseando le parecen “el más miserable ejemplo de humanidad que jamás haya visto”. La comida descompuesta —tan diferente a la del personal médico— lleva a algunas pacientes hasta la inanición. “Escondida adentro de mi rebanada, encontré una araña”, relata. Todas viven imaginando lo que comerán cuando salgan, lo cual sumado a las continuas esperas a la intemperie, los baños de agua helada, el aislamiento y los maltratos, bastarían para desquiciar a cualquiera en pocos días. Las extranjeras padecen especialmente, pues no se buscan intérpretes para comunicarse con ellas.

Al manicomio llegan muchas mujeres extenuadas o pobres, en ningún sentido enfermas. Los médicos prestan escasa atención a sus quejas y las cuidadoras acompañan sus gritos con empujones o bofetadas. Además de las burlas contra las internas, Nellie Bly testimonia cómo estrangulan —sin matarla— a una recién llegada. Otras historias incluyen golpizas y mechones de cabello arrancados por placer. A las agredidas se les amenaza. Cuando se deciden a hablar, sus palabras son atribuidas al delirio. Ante semejante barbarie la periodista confiesa: “maldije en voz baja a los doctores, a las enfermeras y a todas las instituciones públicas”. 

Las pacientes mismas deben ocuparse de la limpieza del pabellón, y en casos leves trabajan en fábricas. Cambiando sus planes, Bly no se hace ingresar en los espacios para las enfermas graves. Finalmente rescatada, confiesa: “Dejé el pabellón mental con placer y remordimiento: placer porque volvía a disfrutar del aire fresco del cielo; remordimiento porque no pude traerme conmigo a algunas de las mujeres desafortunadas que vivieron y sufrieron conmigo, y quienes, estoy convencida, estaban tan cuerdas como yo lo estaba y estoy”. Se despide con pesadumbre imaginando los días interminables que esperan a sus compañeras, con quienes compartió el terror: “Por diez días fui una de ellas”.

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Poco después, hacia 1890 el médico Anton Chéjov —ya enfermo de tuberculosis— alcanzó la colonia penitenciaria de Sajalín, localizada al oriente del imperio ruso, para estudiar sus condiciones durante tres meses. “Se tiene la impresión de haber llegado al fin del mundo, a un lugar más allá del cual ya no se puede navegar”, escribe tras un largo viaje, antes de mirar la orilla del bosque en llamas. Aquella isla ante la cual lloran los condenados dobla en tamaño a Grecia. Para explicar su curiosidad, diseña un censo que le facilita obtener información sobre los exiliados: “El nombre más extendido entre los vagabundos es Iván y el apellido Nepomniaschi (que significa: sin recuerdo)”. 

Tanto el frío como la humedad devoran a los presos, cuyas condenas se dilatan con sus intentos de fuga (la mitad lo intentan). Quienes han sido destinados a las minas no miran otra cosa por décadas. En los barracones duermen apiñadas numerosas familias, con frecuencia las mujeres libres venidas con sus maridos pasan más hambre que las presas —quienes reciben su ración diaria—, debiendo prostituirse para subsistir. La dureza del clima, la negligente distribución de tierras que rinden malas cosechas, la extendida pobreza y la nostalgia de la patria hacen decir al autor: “Contemplo con pesar no sólo a las personas que viven allí, sino también a las plantas que arraigan en sus tierras”.

Descrito por un periódico de la época como un caso excepcional por haber ido y vuelto a Siberia, Chéjov apunta los contrastes de la isla, impensables fuera de ella. Hablando sobre el efecto benéfico de los niños en la población —pese a ser vistos por sus padres como un castigo—, considera la realidad a la cual están expuestos: “Lo que en las ciudades y aldeas de Rusia sería abominable, aquí es moneda corriente”. Ni los guardias ni los funcionarios ofrecen siluetas obvias, siendo señaladas tanto su precariedad como su degradación, pese a las variadas excepciones. Entre todos los crímenes ocurridos en Sajalín se destaca el asesinato, delito por el cual llegaron la mitad de los condenados.

“Rusia es una inmensa llanura por donde pasea un maleante”, había escrito en una entrada de sus cuadernos. Sajalín es el calco negativo del imperio, que reunió cautivos de todas las etnias bajo el propósito de colonizar aquella región inhóspita. Los presos considerados en rehabilitación andan libremente, y al terminar su condena se vuelven campesinos. Debido a sus dimensiones, la isla posee numerosos asentamientos contrastantes, pero las condiciones adversas hunden a la mayoría de sus pobladores en la miseria: “Durante toda mi estancia en Sajalín, —resume el autor— tuve la sensación de estar contemplando el grado máximo y extremo de la humillación humana”.

Es imposible dar cuenta de Sajalín en unos párrafos, a Chéjov le tomó cientos de páginas y varios años. En el universo de la prisión abunda tanto la corrupción como la severidad, no se tienen en cuenta infracciones notorias en el mundo exterior, mientras se castigan con dureza otras tenidas por leves. Pese al tono mesurado del texto, los ejemplos de reincidencias o abusos resultan escalofriantes, al igual que los castigos: azotes, latigazos, encadenamientos a carretillas. No solo el proyecto de la colonia parece próximo a tambalearse, sino que la finalidad correctiva del penal se ha perdido. Es una tierra de desarraigo donde no existen archivos fiables, de la cual todos procuran salir.

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Un tercer caso. Doce años más tarde, Jack London se propuso vivir en las profundidades de Londres, consignando sus experiencias en El pueblo del abismo, donde observa el costo del crecimiento industrial, marcado por la contaminación, la desnutrición y la miseria. Una exploración comenzada con buen ánimo adquiere matices trágicos al encontrarse con los súbditos olvidados del imperio británico: hay mujeres que se venden por una hogaza de pan o se envenenan con plomo, los hombres terminan mutilados y los ancianos mueren por la suciedad de sus llagas. Tanto el vicio como el suicidio son los únicos escapes a una vida sin dignidad, destinada “a una vejez más aterradora que las pesadillas”.

La oscuridad y el hacinamiento son la regla en las viviendas, donde existen camas alquiladas por turnos de ocho horas, rentándose también el suelo bajo ellas. Intentando escribir mientras afuera se golpean dos mujeres entre los aplausos de la multitud, London apunta: “El ambiente se me hace cada vez más irrespirable y opresivo”. En aquel mundo de jornadas extenuantes, los niños buscan fruta podrida y en los albergues —donde las ratas escalan los durmientes— se reparten restos desechados por los hospitales, cobrando aquel festín con labores físicas. De no hallarse refugio es imposible dormir en la calle, pues además del frío y la lluvia, los policías importunan violentamente a los pobres.

El autor critica una civilización indiferente a su propio deterioro, presente a unas cuadras de la opulencia. Atendiendo la coronación, acusa que las clases dominantes produzcan un ejército de pobres al que nieguen cualquier piedad, culpándolos incluso de su estado. La desgracia puede sobrevenirle a cualquiera: mercaderes, oficinistas y soldados llegan a la indigencia tras unos meses sin trabajo. Testigo de muchas crueldades, ocasionalmente desvela su máscara, si bien procura someterse a la rutina de sus semejantes, incluyendo las repelentes cafeterías donde se abre paso entre desperdicios, necesitado de alimento: “Y he comido algo porque sentía hambre hasta el espanto”.

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¿Cómo enfrenta la literatura las tinieblas? ¿Para qué sirve su labor sino para compartir el sufrimiento ajeno —o para distribuirlo según el término que Guillermo Fadanelli rescata de E. L. Doctorow—? Por su parte, Luis Muñoz Oliveira escribe en Árboles de largo invierno, genealogía de la indignidad: “Un humanista, como me gusta pensarlo, es quien vive en constante lucha contra la humillación”. Muchos creadores han sido condenados a vivir atrozmente, pero otros han ido por su cuenta a los abismos. Una vida paralela surge en aquellos simulacros, pasada la repulsión inicial se comprende la cercanía con aquellas criaturas mortificadas por sus semejantes, entre quienes se repiten el hambre, la enfermedad o el envilecimiento.

La literatura como un ejercicio de otredad. En los tres casos abundan destellos de compasión, muestras de la camaradería en el padecimiento. Momentáneamente caídos entre los malditos, estos escritores sienten la impotencia de su oficio para salvarlos. Ahora casos célebres del periodismo, sus efectos no pueden medirse fácilmente. En el primer caso el gobierno amplió la suma destinada a los manicomios, en el último se achacó al autor de pesimismo, siendo criticando por no decir nada nuevo. Existen muchos libros comparables con recepciones afines, porque pocas cosas perdona el mundo como que le sean mostrados sus horrores.

Dos textos publicados en años recientes capturan escenarios complejos desde la implicación de sus autores en los contextos que estudian. Procesos de la noche de Diana del Ángel y No vuelvas de Leonardo Tarifeño retratan respectivamente la burocracia judicial vivida por la familia de un joven normalista de Ayotzinapa tras su asesinato, así como las inverosímiles historias de los deportados en Tijuana, repentinamente desalojados de sus vidas, enviados a un país con el cual no tienen lazos fuertes. Exigente con quien la asume, esta labor no implica hablar por otro —silenciándolo nuevamente—, ni realizar excursiones rigurosas, sino que entrañan una visión de la escritura como escucha y desvanecimiento del yo.


Rodrigo López Romero (México, 1992). Ha colaborado con las revistas La palabra y el hombre, Luvina, Primera página, El coloquio de los perros, Pliego suelto, Punto en línea.  


 

Punto en Línea, año 16, núm. 111, junio-julio 2024

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