Imagen crisálida
cecilia miranda gómez
Al subirme al Uber, el conductor me pregunta si prefiero alguna ruta o si deseo escuchar una estación de radio en particular. El weiss está bien, gracias. Y de la radio, sí, póngale al 95.3 sólo música romántica. Me río porque no puedo decir el número sin continuar entonando el slogan de la estación. Él se ríe también y gira la perilla hasta encontrar a medio camino “Fue ella, fui yo” de Yahir. Me gusta. Me la sé porque mi hermana la canta cada vez que cocina espagueti a la boloñesa —y eso sucede, o sucedía, por lo menos tres veces al mes—. Pronuncio el coro final. Mientras suena el último estribillo me pregunto qué canción vendrá después.
A la hora de la comida, en Amor 95.3, se suele oír algo de Sin Bandera, Chayanne o Franco de Vita. La estación, cursi y un tanto obsoleta, me agrada porque no se sale de sus parámetros, no se pregunta qué es el amor o si hay que expandir los horizontes del pop romántico, sintonizan las mismas canciones y ya está. Convencida de que escucharé “No podrás” de Cristian Castro, le pido al conductor que suba el volumen. Estoy lista para bajar la ventanilla y gritarle al viento… pero otro comienzo suena. La extrañeza es inmediata. No conozco lo que escucho, jamás lo he oído. Identifico un par de palabras: fallo, imprecisión, detalle. Es La oreja de Van Gogh, me digo, pero la vieja, esa es la voz de Amaia; ¡qué raro! Espero que la canción, por demás aburrida y melosa, termine. Aún quedan veinte minutos de trayecto y no quiero cambiar de frecuencia. Pero llega el coro y siento cómo se me agita el corazón. La casualidad/se puso el disfraz/ de una mariposa… Es la pieza que me hacía falta.
Llevo ocho meses guardando un secreto que se mantuvo escondido por más de veinticinco años. Nadie más que el empleado del laboratorio lo sabe (bueno, él y Daniel, quien se encargó de convencerme de revelar los vejestorios fotográficos que tenía guardados en el cajón). Para el laboratorista no hay enigma. Las imágenes que son tesoro para unos, para él son apenas treinta minutos en su jornada laboral.
Cuando mis padres se divorciaron, mis hermanos y yo nos volvimos expertos en dividir. Casi cualquier aspecto era útil para afianzar nuestra lealtad hacia alguno de nuestros progenitores. Típica secuela postseparación. Al ser tres, no tuvimos problemas de empate. Constantemente votamos dos a uno, en contadas ocasiones manifestamos unanimidad. La tendencia marcaba favoritismo hacia papá en temas relacionados a diversión, esparcimiento y aventura. Mamá llevaba la delantera en cuestiones materiales, víveres y lo ligado a la escuela. No hubo discusión en materia de cariño o cuidado. No obstante, la decisión de vivir con mamá fue unilateral. A pesar de ser convocados a una cita en el juzgado para valorar nuestra experiencia, tanto mis padres como el juez decidieron que lo mejor sería que nos quedáramos con ella. Fui la única sin mostrar inconformidad. Para mí, la vida con mamá representaba lo conocido, lo que tiene nombre, lo que está en calma.
Al quedarse a cargo completamente de nuestra manutención, mamá tuvo que ajustarse. No porque en los años previos al divorcio no fuera ella quien sostuviera económicamente la casa, sino porque los gastos se incrementaron de manera exponencial en aquella época; lo que representó una ecuación problemática, complicada de asimilar en la infancia: a mayor sueldo, menor tiempo libre. A la distancia pienso que la inversión de roles fue injusta, que las variables independientes con las que evaluamos la presencia de una y de otro no correspondían a categorías símiles, pero claro, cuando una es niña no siempre tiene la fuerza para resistir a lo seductor de un viaje.
Pasó aproximadamente un año entre que papá se fue de la casa y que volvimos a verlo —de saber que aquel intervalo marcaría el ritmo de mi relación con él, me habría enfocado en desarrollar herramientas de resiliencia ante sus intempestivas llegadas—. Era Año Nuevo. Nos esperaban siete días en Oaxaca: Zipolite, Puerto Escondido y una playa de surfistas. Aquel paseo inauguraría un largo listado de expediciones al interior de la República. Fuera puente, día de asueto, semana santa, verano o periodo decembrino; cualquier fecha sin clases era una salida con él y con Caro, su amiga-novia no sé qué. Gracias a ellos —o tal vez a su necesidad de estar fuera, o a su incapacidad de lidiar con nosotros en su hogar—, conocimos lugares inimaginables, sitios recónditos que encontramos por azar en la Guía Roji que guardaban en la guantera. Sin querer, he atesorado esos días en el álbum fotográfico mental que adjudiqué a papá, con marcadores en veintisiete estados del país.
Siempre le ha gustado manejar. Es, como dicen por ahí, de la vieja escuela: autodidacta, impulsivo pero calculador, malo en la ciudad, excelente en carretera. Su afición son los coches deportivos, aunque sólo tuvo uno. Su callo le permitía levantar cualquier motor a más de 140 kilómetros por hora y conseguir, como él decía, “embalarse”. Para lograrlo, hay que desarrollar una sensibilidad que permita prever el desenvolvimiento del automóvil, con el propósito de intercambiar las velocidades y el modo neutral sin cimbrar el coche en rectas prolongadas o pendientes en descenso, para, con suerte, ahorrar un par de litros de gasolina. Sin embargo, papá (y desconozco cuántos hombres más) usa esta expresión de forma extraña. Embalar, en realidad, significa envolver, cubrir cualquier objeto con plásticos o cartones para mantenerlo intacto mientras se transporta (por ejemplo, cuando se fue de casa debió de embalar con periódico su montón de copas). Es curioso que papá se enorgulleciera de estar tan protegido en los momentos en los que más libre se le percibía.
Viajar con él constituyó mi definición de la palabra vacaciones. Aprendimos a andar de formas distintas; dependiendo de la época del año, del tipo de aventura, y de su cartera —subsidiada en parte por el dinero que mamá guardaba de la pensión alimenticia, y que le daba a escondidas cuando llegaba por nosotros—. Aprendimos a no vomitarnos en las curvas; a seleccionar CDs para musicalizar trayectos de hasta doce horas seguidas; a escondernos en el asiento trasero para dormir en moteles, más baratos que cualquier otro hospedaje. Pero, sobre todo, desarrollamos una destreza para deshacer el plan original y, al encontrarnos ante una desviación, ir en busca de un nuevo destino. Así llegamos a Durango, Mazatlán, Ciudad Victoria, Matamoros, Villahermosa. Llegamos a la frontera con Estados Unidos, cruzamos hasta Guatemala para conocer Tikal. En el auto, él era imparable, ella enigmática, y nosotros cómplices de las aventuras de un loco.
Pasaron tres o cuatro semanas. Daniel recibió los escaneos y esperaba mis indicaciones. ¿Los vemos juntos? Llego a las siete. Me dirijo a casa en metro. Escucho música para no desesperarme. Lo habitual. Entro y lo busco de inmediato. No tengo expectativas. Guardé esos dos rollos por más de diez años. No recuerdo dónde los encontré, pero estoy convencida de que contienen fotografías de algún viaje con papá. Caro fue fotógrafa amateur en su juventud. Tenía cámaras análogas y me dejaba usarlas cada que mostraba interés. Le entusiasmaba incentivar habilidades creativas en nosotros: mi hermano y la música, mi hermana y la cocina, yo y el arte.
Seguramente son de cuando fuimos a Guanajuato. Estábamos bajo la escultura del Pípila y Caro me prestó su cámara; una Nikon como la tuya.
Daniel mandó revelar cuatro rollos más. El laboratorista agrupó las imágenes en carpetas y le compartió un enlace de descarga por correo electrónico. Por casualidad, la primera carpeta abierta fue la de nuestro viaje a Alemania. Es probable que las doce tomas no se comparen con la calidad de los cientos de disparos que tengo en mi celular: mejores ángulos, mayor variedad, información extra. Pero son más especiales. Hay algo en las fotografías análogas que las convierte en un hecho, un acontecimiento único del que hasta el error es celebrado. Por su alto costo y difícil acceso, ya casi nadie repite una toma. Es más, hasta se torna un cliché andar por ahí con una cámara de fuelle, midiendo la luz. Lo que en sus orígenes representó la posibilidad de la trascendencia del tiempo, hoy en día es un presente a cuentagotas. No hay antes ni después. En la película se condensan días, semanas. El segundo rollo fue de dos visitas que Daniel hizo a España en años distintos. El tiempo que corre a prisa con la tecnología actual, en lo análogo se queda suspendido en un espacio oscuro y fotosensible.
La tercera carpeta llevaba por título “Daniel GOLD100”. Bajo la lógica del laboratorista, el folio corresponde al tipo de rollo revelado. ¿Gold 100 no es la película que lanzó Kodak en el 97?. Daniel intuye que esa es una de mis dos carpetas. Al previsualizarla, aparece un listado con varios archivos. Este debe ser el rollo que salió completo, afirma. La primera fotografía es inaccesible por velada. La segunda permite intuir la época en la que el rollo fue usado. La información no corresponde con lo que esperaba ver. Son fotos de antes. Daniel da un clic y aparece una tercera imagen, una fotografía que desemboca en lágrimas de sorpresa, de risa, de nerviosismo. Un clic indetenible que emprende el vuelo hasta terminar en el archivo 37. Grito. No creo lo que veo. Imágenes que no existían, ni en los álbumes ni en la memoria, aparecen completamente develadas. Un hallazgo. La revelación de una necesidad previamente inadvertida; la confirmación de haber carecido de algo sin saberlo, de haber vivido en estado de espera.
El momento más difícil de las vacaciones era volver a casa y encontrar a mamá en la puerta, esperándonos. En ocasiones, una tristeza inundaba su semblante, en otras, una expresión de resignación encorvaba su quijada. Solía abrazarnos al llegar. Sé que también había alegría, pero es innegable que adolece más el que se queda. Al saludarla, sabíamos que algo terminaba con ese gesto, que las vacaciones son eso, una pausa, un descanso temporal pero también un cese. Son final doble: el de la rutina, cuando se inician, y el de la escapada al volver.
Mamá y papá interactúan poco. En aquella época limitaban sus miradas y se saludaban de mano. Ella le hablaba de usted, él apenas susurraba. Papá estacionaba el coche a una cuadra de distancia del portón, mientras Caro aguardaba en el asiento del copiloto. Mis hermanos y yo, sin que nadie nos lo ordenara propiamente, entendimos que había que enfoscar su existencia hasta el absurdo. Pero nos salía mal. Íbamos los cinco, ah no, los cuatro. Y ella nos dijo… ¿Cómo que ella? Mi papá, pues. Presiento que mamá aceptó recibir las anécdotas habladas de nuestros viajes con tanto atropello a fin de evitar las fotos. Quizá porque era Carolina quien aparecía en los retratos familiares, quizá porque los meseros se referían a ella como nuestra madre, o quizá porque con ella no teníamos vacaciones.
Los álbumes familiares son objetos anacrónicos por duplicado. En primer lugar, resguardan la memoria de sus propietarios, narran las vidas mediante el registro de sucesos específicos: bodas, bautizos, cumpleaños, viajes. Operan por descarte. Quien los llena decide qué imágenes pegar y cuáles dejar fuera. Los hay temáticos y misceláneos. Los que cuentan una única trama parecen novelas cortas o cuentos: identificas a los personajes, sabes el contexto de los acontecimientos y suele haber una resolución. Un final feliz. Aquellos que reúnen diversas historias son más cercanos a una antología o a un disco compacto remix: deduces la temática por asociación. En segundo lugar porque las fotografías, hoy en día, no suelen imprimirse. El álbum se ha trasladado a una publicación en redes sociales, a videos cortos en formato vertical. La pegatina de la hoja es un layout decorativo, el plástico protector, un filtro. Los raros que aún imprimen sus fotos no necesariamente las alojan en un contenedor en forma de libro. El revelado, técnico y metafórico, no es aplicable en lo digital. La memoria actúa distinto. Los álbumes que aún se venden ocupan un porcentaje considerable en el espacio destinado para remates y ofertas de las tiendas departamentales.
Mamá y papá son de ascendencia michoacana. Ninguno de los dos vivió en Michoacán. Aunque mamá es la única oriunda, ambos tienen rasgos purépechas. Se conocieron en la secundaria. Ella fue su profesora en primer grado. Papá era considerablemente mayor al resto de sus compañeros porque estudiar nunca se le dio y repitió el curso varias veces. Cuenta la leyenda que pasaron años sin llevarse bien. En sus versiones, uno estaba enamorado y el otro no. Complicado saber a quién creerle. Sus puntos de encuentro eran tres: el gusto por la jardinería, la fascinación por la Navidad y el interés por la decoración. Mis únicos recuerdos de ellos sonriéndose están vinculados a dichas actividades: podar el pasto, comprar plantas en Xochimilco, colocar el nacimiento, limpiar las esferas del árbol, poner cositas en los muros.
En la sala había cinco mariposas monarca de barro en la pared, recibiendo a la gente. Era muy fácil, si eras visita, saber de dónde venía esa familia, pero sobre todo, confirmar que en esa casa se conocía la palabra papalotear. Las mariposas monarca nos acompañaron durante la infancia de manera reiterada. Mamá bordaba manteles con la forma de sus alas, papá pintaba la casa de anaranjado, mis hermanos y yo vestíamos con playeras estampadas. Hay gustos que se heredan sin saberlo.
En la Zona Metropolitana, es prácticamente imposible ver una mariposa monarca (si acaso en el mariposario del Zoológico de Chapultepec). Su hábitat se encuentra más al poniente del Estado de México, en los bosques colindantes con Michoacán. Año con año, a principios de noviembre, millones de mariposas completan un viaje de más de 4,500 kilómetros. Vuelan desde Canadá en busca de un refugio dónde pasar el invierno. Al llegar, hibernan aproximadamente cinco meses, tiempo en que tiñen el cielo de naranja. Su longevidad depende de su lugar de origen. Aquellas que nacen en México viven entre dos y seis semanas. Por lo tanto, no completan su ciclo migratorio.
En purépecha, mariposa se dice parakata; en náhuatl, papalotl. Por la coincidencia temporal de su arribo con la celebración del Día de Muertos, en la cultura purépecha se cree que las mariposas monarca encarnan el alma de los muertos y que su arribo emprende el contacto con el inframundo. Se dice que para recibir su mensaje hay que mantenerse en completo silencio, pues las mariposas no emiten sonido alguno. Apenas su aleteo es lo que hace al viento hablar. Mientras que en la cultura mexica, las mariposas, al ser insectos silentes, se comunican directamente con los dioses, en especial con Xochiquetzal, diosa de la fertilidad y la belleza. Por ello, mamá decía que a las mariposas se les canta, para que a su llegada, traigan consigo alegría bonita.
Las fotografías del Gold100 contienen un recuerdo no grabado en mi memoria. Un viaje. Un día de vacaciones con mamá y papá. Imágenes con colores de revista, nítidas como sólo un lente 35mm puede hacerlo, llenas de vida. Retratos individuales de mis hermanos, de mamá abrazándonos, de papá jugando con nosotros, dos fotografías donde estamos los cinco. Insólito. No hay palabras que expliquen lo que siento. Al fin tengo el poder de cambiar de narrativa, de decir: claro que salimos de viaje, claro que fuimos felices juntos. Una serie de imágenes para llenar un álbum fotográfico hasta ahora inexistente: “Visita al mariposario de Zitácuaro, 1998”.
La canción de La oreja de Van Gogh sigue con cuatro estrofas más. Recuerdo los negativos, las mariposas, la migración, lo que queda cuando un grupo se fragmenta. Vuelve a mi mente aquella vez que papá, ya divorciado, voló un papalote para nosotros. Ese día éramos sólo cuatro. Cuando Caro no estaba, la aventura era más sencilla, módica. Aquella tarde estábamos en un estacionamiento. Fuimos a buscar elotes. Al no tener éxito, volvimos al coche para regresar a casa (a la nuestra, a la que fue suya). Era domingo. Terminaba el fin de semana. A medio camino encontramos un señor vendiendo papalotes hechos a mano. Nos compró el rojo (o el verde, quizá era naranja) y nos dijo: ¿Quieren que lo vuele? Era experto. Así como lograba acelerar cualquier carcacha, no había cometa que se le resistiera. Los levantaba metros y metros sobre el suelo. De tan alto que iba, papá perdió el control del hilo. Corrió y corrió para que el papalote no descendiera. Desesperadamente se subió a un montículo de tezontle como queriendo volar. Se cayó de inmediato. Su camisa se rasgó y las piedras dejaron arañazos en su estómago. Corrimos hacia él a toda prisa. Lo levantamos. Estaba feliz, muerto de risa. Nos reímos los cuatro. El papalote se rompió.
Antes de subirme al taxi, dudaba de cuándo mostrarles las fotografías. Encuentro en ellas un regalo tan preciado que me asusta revelarlas en un mal momento. Pero la canción me hizo estar segura de que eso no importa. Ellos les asignarán el valor que quieran (o puedan), pues esa es su potencia: adherir significados. En mí ya dejaron marca. Me confirmaron que haber estudiado fotografía, escribir con imágenes, no fue fallo o impresición, porque lo que una hace al trabajar con la visualidad es papalotear, dejar a lo no visto encargarse de cambiar las historias con las que hemos narrado nuestra vida: que viajamos los cinco, que papá no es sólo su locura, que siempre puede haber un rollo no revelado. Que las casualidades parecen mariposas.
Estoy llegando a la puerta del restaurante. No recuerdo las canciones que siguieron después. El regalo que tengo para papá es una botella, como siempre. Pero estoy emocionada. No importa dónde se haya quedado nuestra última conversación o si el nerviosismo de mis hermanos los traiciona. Si la charla se pone tensa, les diré que no se preocupen. Recordaré sobre la mesa cuando papá voló un papalote, y les advertiré, hacia el final de la anécdota, que tengo algo para ellos.