Arturo Arroyo
—¡Deja de hurgarte la nariz y límpiate esos mocos! —le decía su madre cuando era pequeño y en especial cuando comían en alguna fonda o en algún restaurant, y su debilidad siempre la ocultó. No obstante, el mote se lo pusieron cuando se cayó de una barda y fue la exclamación espontánea de su entonces novia. A él siempre le molestó que lo llamara por ese asqueroso sobrenombre, ya que en realidad se llamaba Valente e insistió, por mucho tiempo, en usar su apelativo real que simbolizaba valentía, pero nadie lo recordaba.
A sus veintiún años Mocos montó la Kawasaki Kir 65, esbozó una sonrisa que reflejaba autocontrol y sometió sus nervios. Su chica lo detuvo, le alzó la visera y le dio un beso para hacerse una selfie. Él miró con altivez a la concurrencia antes de cubrirse con el casco, giró con vigor sus muñecas haciendo rugir el motor, y a la par se apagó el barullo de los asistentes. La escena era captada para ser subida en la red. Pero, más allá de la momentánea fama, Mocos anhelaba ser una leyenda.
Los críticos en la red cuestionaban que algunas de sus habilidades eran sólo actos circenses y que muchos de sus logros eran exageraciones. Otros lo consideraban un “héroe de acción”, como en las películas. ¿Por qué lo hacía? A nadie le importaba. Sin embargo, un psicólogo en su videoblog aseguró que Mocos necesitaba demostrar valor porque se sentía poco hombre, o porque quizás habían abusado de él a temprana edad. Mas, pese a todo eso, el número de seguidores en sus redes sociales aumentaba de manera exponencial. Su hazaña viral era pasarse de una motocicleta a otra, a gran velocidad, sin que nadie se diera el gusto de verlo caer. El nuevo reto era brincar con su motocicleta sobre la avenida Constituyentes. Dos de sus camaradas lo habían intentado antes: uno acabó ahorcado en los cables de luz y el otro arrollado por un tráiler.
Desde temprano se armó el escenario sin que las autoridades se percataran. Algunos cómplices tenían interceptada la señal policial para retirarse ante cualquier operativo, mientras que otros atendían el curso de las apuestas. Mocos se colocó frente a la rampa que le prepararon, alzó el brazo para saludar al público virtual y a la concurrencia, la cual le aplaudió y calló para no desconcentrarlo. Con un sonoro arrancón hizo rechinar la llanta trasera y el silencio se extendió como onda expansiva sobre los espectadores. Unos cruzaban los dedos, como si de esa manera pudieran proteger a su ídolo; otros deseaban verlo fracasar.
La Kawasaki despegó como un cohete, asustando a las aves que cimbraron las copas de los árboles aledaños; durante unos segundos pareció suspendida en el aire. Sí alguien hubiera podido ver el rostro de Mocos a través del casco habría descubierto que estaba en éxtasis, mirando al mundo en cámara lenta. Pero no quería llegar ahí solo, no sin sus fans… y el miedo a morir se apoderó por un segundo de él. Pasados los instantes, su conciencia retomó su cuerpo y la realidad entró en su cabeza con estruendo. Se escucharon enfrenones, el choque en carambola de los autos. La porra, los chiflidos y gritos rasgaron el aire. Sus admiradoras suspiraron. Una de ellas montó en la Kawasaki, seguida de los que se integraron como una manada, para huir ante cualquier eventualidad.
Una larga procesión de jinetes motorizados se adueñó de la avenida Insurgentes y subió al tope los decibeles. La policía no contaba con ningún operativo para algo así y no se tuvo otra opción que abrirles el paso. Poco después arribaron en bola a una afamada fonda, refugio de antiguos rebeldes sin causa, para celebrar al que burlaba a la muerte. Los comensales gritaron el nombre de batalla, a la vez que alzaban sus tarros para brindar. Otros, devorando sopes, hicieron la señal de hermandad. Los compas que llegaron después se fueron acomodando, los últimos permanecieron de pie. La orden estaba lista y servida. El video de su hazaña se proyectó en las pantallas del salón y el número de visitas señalaba que ya daba la vuelta al mundo. Una chica puso un taco en la boca de Mocos y éste dio la primera mordida, indicando a los parroquianos que ya podían festejar, y se pasó el bocado con un trago de cerveza.
—¡Que hable! —pidieron los mas gritones y Mocos se levantó de la mesa, a medio taco, para dirigir unas palabras. Los parroquianos lo miraban atentos; en frente de los más rudos él destacaba, y hasta se veía más alto. De pronto su expresión cambió, en una compungida mueca, y los que estaban ahí se preguntaban con qué los sorprendería. Mocos se hurgó la nariz con una ansiedad irresistible y en seguida se llevó las manos al cuello. Sus pupilas se contrajeron igual que si hubiera sido deslumbrado por el faro de un auto y sus ojos reflejaron un brillo de pánico. A continuación se encorvó tambaleante, buscando con insistencia apoyarse en el respaldo de una silla, y se derrumbó totalmente descompuesto. Dos meseros apartaron los muebles, los testigos dudaban de ayudarlo, y la que fuera su elegida rompió el silencio y exclamó: —¡Mocos!
Todos los ojos lo miraban enmudecidos. Nadie daba crédito a lo que le ocurría al ídolo que en ese momento se quebraba: ¿qué fuerza invisible derrotaba a su campeón? Aquellos rudos, impotentes, no sabían qué hacer. La manada ignoraba la debilidad de su líder: su alergia a los tacos de buche.