Cibela Ontiveros
Llegué a la entrevista a las seis en punto, era jueves. Si te citan a esa hora y todavía los rayos del sol iluminan las calles de Xalapa, sientes más o menos confianza de que algo favorable se presentará con una máscara inesperada. Había repartido solicitudes de empleo de lunes a miércoles. La desesperación no es buena consejera, amárrate las manos y la boca porque tarde o temprano te arrojará a los brazos de la desgracia. De ahí vengo, precisamente.
Estuve puntual en el bar “El León” y subí una escalera de madera. Era un edificio viejo, ubicado en el Boulevard Adolfo Ruiz Cortines. Estaba oscuro, la humedad es como un chaquiste, un mosquito diminuto que, si te pica y caes en la trampa de la comezón, se vuelve una roncha adolorida y roja. Así de punzante es la humedad en tantos inmuebles de Xalapa.
El dueño se levantó de su silla y dejó su bebida en la mesa para recibirme y saludarme de mano. Me alegré de que no quisiera plantarme un beso en la mejilla, no soporto esos arrestos con agrado ni de la gente más cercana que sí me cae bien. El ingeniero Carlos Andrés Vázquez González —así se llama— tomó mi solicitud de empleo debidamente requisitada. ¡Cómo odio llenar esos documentos para luego poner cara de que fue tiempo bien invertido en el que se evidencia mi entero compromiso de enumerar mis experiencias laborales donde ya me chuparon las ganas de vivir!
El ingeniero ni siquiera estaba leyendo con atención. Terminó su bebida y me miró con aire de importancia. Esa parte del bar donde estábamos parecía un recibidor, era una zona provista de mesas y de sillas de madera, mobiliario también de bar o de cantina. El Inge pidió otra bebida y me preguntó si deseaba algo de tomar. Nada, gracias. No insistió. Me dijo que la cajera, excelente persona de toda su confianza, Marisela, necesitaba un apoyo para poder llevar las cuentas de todas las mesas. En mi imaginación gastada de jueves por la tarde no cabían tantas mesas y tantas sillas ni tantas personas como él afirmaba solía llenarse el bar. Tus funciones van a ser exclusivamente apoyar en el registro de las cuentas de los clientes y, a lo mejor, si es necesario, meserear, y eso te conviene porque hay buenas propinas, pues es donde se alivianan las muchachas. No quería aceptar. Esa voz que te dice “mejor vámonos y le seguimos buscando por otro lado” es la buena, pero yo no la quise escuchar, mucho menos seguir. Entonces mañana empiezas a las doce del día, con ropa y calzado cómodo porque hay que estar de pie todo el turno y son nueve horas (pero las jornadas de trabajo son de ocho horas). La paga de 120 pesos diarios más propinas si es que mesereas. Acepté, a mi pesar y estreché su mano.
No sé si a la gente le sucede antes de comenzar un nuevo trabajo, siente haberse tragado una mezcladora y el estómago se revuelve con violencia y el corazón tiembla y uno piensa que todo está decidido y que se irá al carajo de una u otra forma. Así pasé esa noche, con ganas genuinas de encontrar algo mejor, pero no había opciones y tenía que pagarle la renta a doña Felícitas en diez días.
Llegué a las 11:55. Muchas chicas, conté unas 25 más o menos, parecían llevar bastante tiempo maquillándose y peinándose entre ellas, como si se tratara de una fiesta a la que habrían de asistir. Yo no me maquillo, casi nunca, tampoco soy amiga de cepillos o de peines, mi cabello chino siempre se ve desaliñado, estoy acostumbrada y no me molesta. Algunas me saludaron y otras me observaron con detenimiento, con ganas de chingar, como si me preguntaran “y tú ¿qué haces aquí, pendeja?”. Tuve ganas de devolverles la mirada, pues el desprecio era mutuo con un “Ni modo que venga aquí por gusto, o ¿a poco a ustedes sí les gusta estar aquí?”. Pero trabajar en un bar, pensé, no debía ser fácil. Y todavía no me imaginaba el resto.
Cuando se abrieron las puertas, resulta que el verdadero y funcional bar se encontraba en medio de otro bar. Era amplio donde ocurría la acción y cabían más de 70 mesas, fácil. Había que bajar las sillas y darse prisa en acomodarlas porque no tardarían en llegar los clientes. Música de cantina, estridente. Fabuloso rebajado con agua en un trapeador mal lavado o mal secado mezclado con humedad.
Me presentaron a Marisela, quien también me barrió con la mirada y comenzó una capacitación exprés. Me mostró la libreta de las cuentas, donde estaban numeradas las mesas. Me dijo muy seria “Julia, ¿estás segura de que vas a poder?”, y le dije que sí, pues ¿qué más iba a hacer? No era momento de echarme para atrás. Dijo que había momentos de locura y yo me pregunté qué formas podría tomar. La locura estribaría en que los clientes ya no sabrían más de las cantidades de tragos, se pondrían necios, les daría por seguir bailando a pesar de no completar para su cuenta. Yo escuchaba, fingí atención para comenzar. Me pregunté cuántas veces cruzaría el umbral del bar para ganar unos pesos y me sentí triste de repente —quiero decir, más triste de lo que ya estaba—.
Las mesas y sillas se encontraban listas. Los vasos estaban limpios, secos y acomodados. Las meseras se habían maquillado como si la fiesta fuera a alargarse una semana, como las bodas de los pueblos de antes. Comenzaron a llegar los clientes, de 65 para arriba, jubilados, la mayoría. Llevaban esa ropa triste que caracteriza a un pensionado: pantalones largos, oscuros, de tela café o gris, de esa que deprime, zapatos viejos, sacos y lentes gastados y olor a cigarro y a guardado. El estómago me dio otro vuelco y quise salir corriendo a respirar un aire menos denso; pero Marisela me había dejado encargada unos momentos y comencé a anotar los números de las mesas y las bebidas.
La música se alegró de pronto y algunos clientes invitaron a bailar a las meseras. Ellas también empezaron a pedir algo para tomar. Marisela me dio una bebida para Mónica, en la mesa 21, y se la llevé junto con un objeto diminuto, una ficha. ¡A la madre, era un bar de ficheras!
Las bebidas estaban rebajadas, evidentemente, Marisela me lo confirmó. De otro modo, la casa pierde o no gana lo mismo. Además, si las chicas se emborrachan, también se llegan a poner pesadas y lo menos que queremos es que se amotinen, ¿no? Asentí en silencio.
Música, baile, más bebidas. Me sentí en una versión más sórdida de los bares que frecuentaban los escritores más alcohólicos de diferentes países. Marisela se empezó a desesperar sólo porque yo no tenía manos suficientes para anotar la cantidad de bebidas que se llevaban por mi derecha y por mi izquierda. Me miró con desprecio y me dijo que algunas chicas ya habían ido a comer. Que la comida corría por cuenta del bar y que el dueño se aseguraba de que nadie se quedara con hambre. Podía pagar mal, pero después de todo, parecía tener un pedazo de alma.
La cocina fue la mejor parte del día. Las encargadas estaban tan coordinadas en sus acciones que parecían haber escapado de una especie de Cirque du Soleil culinario. Ollas, cucharas, cazuelas… era un vals metálico mezclado con olores fuertes: caldo de camarón, mole verde con bolitas de masa, arroz, espagueti, carne enchilada, tortillas hechas a mano preparadas para nosotras. Rostros cansados, pero con una energía decidida, nos miraban como si nosotras tuviéramos más opciones para no terminar ahí, trabajando en condiciones precarias. Y esas miradas de “Ve, por favor y haz algo con tu vida. No te llenes de hijos. No dejes que te pegue ningún cabrón. No te endeudes. No olvides a tus padres”, se me clavaron en la piel. El caldo de camarón estaba muy picoso; empecé a toser con disimulo. Terminé pidiendo un vaso con agua para no ahogarme.
Pensé en la última mirada que me lanzó Marisela y se me encogió el estómago, ya no pude seguir comiendo. Pregunté si había una tienda cerca, me dijeron que sí, que pasando la curva frente a la gasolinera encontraría una. ¿Por qué te llevas tu bolsa? Me preguntó una de las señoras. Porque no quiero llevar la cartera en la mano, respondí con falsedad.
En la tienda compré una Coca-Cola, me sequé los ojos y la nariz. Me subí a un autobús, pasé frente al bar “El León”. Me consolé pensando que no quedarme a atestiguar sus rugidos fue una decisión más reflexionada. Era fin de semana, necesitaba algunos días para resolver lo de la renta. Podía empeñar la guitarra, podía vender masajes en la espalda y cuello de cinco minutos en el Parque Juárez. Necesitaba arrancarme el amargo recuerdo de la derrota. Recibí una invitación para ir a “La muerte chiquita”, un bar alternativo en el corazón de la ciudad. Además, ya iba empequeñecida.