Cuento / diciembre - enero 2024 / No. 114

Mudanza

Fabián García



Conducía de vuelta a casa.

El silencio en ambos era sepulcral.

Ya antes había intentado buscar una estación en la radio, pero Sandra anuló toda intención con un gesto.

Vivían a las afueras de la ciudad en un pueblo donde llovía, si no todo el año, al menos una vez por semana. Un lugar rural con casas de una sola planta, sin jardinera, con pinos en la mayoría de ellas; calles empedradas y una vista que profundizaba el horizonte. Era un pueblo quieto, sencillo.

—¿Recuerdas…? —dijo él, y al momento fue interrumpido.

—Deja —dijo Sandra—, si prefieres busca algo en la radio.

Ella reclinó el asiento aún más. Colocó su cuerpo de lado viendo hacia la ventana del coche. La vista no le importaba; las imágenes que pasaban por delante tenían el aspecto de una película antigua, con árboles a la mitad y animales extendidos a lo largo.

Fermín hizo lo sugerido. Disminuyó la velocidad y con la mano con que realizaba los cambios movió la perilla del estéreo. Cambió de una estación a otra según avanzaba por la carretera.

—¿Cómo te atreves? —dijo Sandra, exaltada y casi vibrando.

El camino se divisaba lineal por momentos, había algunas curvas no muy pronunciadas y más allá estaba la casa que los esperaba, aquella que Fermín adquirió por un precio modesto luego de vender el departamento de la ciudad.

Sandra no estuvo de acuerdo en mudarse, le pareció una decisión injusta. Le instó para que cambiara de opinión. Arguyó buenos motivos para no hacerlo, por ejemplo, el clima.

—A Julia le hará daño —dijo.

Y expuso un motivo de mayor peso.

—Si es por lo que ha ocurrido, ya lo olvidé —comentó.

Aun así, Fermín decidió poner en venta el departamento y al poco tiempo, debido a sus relaciones con amistades, halló al comprador idóneo. A él no parecía importarle la salud de su hija, pero sí tenía cierto cargo de conciencia por la aventura que vivió con Fernanda, su secretaria. Lo cual no significó que Fernanda fuera la causa principal de la mudanza, pero sí ayudó un poco, pues Fermín creía que lo ocurrido se debía a que Sandra y él habían abandonado el matrimonio.

Por las noches, cuando se iban a la cama, Fermín se acercaba a ella con el propósito de tocarla. Con sigilo colocaba la palma de su mano sobre los hombros de Sandra, recorriéndola hasta su cadera. Estado allí, sus manos apretaban las nalgas de su esposa y ésta reaccionaba con aspavientos, diciendo:

—Escuché a Julia.

Fermín retrajo la mano hacia la palanca de cambios. Dio marcha dejando caer el pie sobre el acelerador y guardó silencio. Dentro de sí, al ver a Sandra en esas condiciones, con los ojos llorosos, el rostro, y principalmente los labios enjutos, sintió culpa. Una culpa que se extendía sólo a lo que estaba pensando en ese instante.

Al realizarse la venta del departamento y el traslado al nuevo domicilio, Sandra y Julia se hallaban tan unidas como de costumbre. A ambas les disgustaba la mudanza, sin embargo, viendo la casa junto a otras casas semejantes, los árboles y el cielo descampado, Julia esbozó una sonrisa, con lo cual Sandra pensó que no era del todo mala la decisión que se había tomado.

Fermín recordó el encuentro con Fernanda, la comparó con su esposa que yacía junto a él en el coche. No era, la secretaria, una mujer exuberante, tenía los ojos claros, el cabello lacio y su cuerpo no señalaba más zonas erógenas que su cuello y sus incipientes senos.

La adrenalina que creyó sentir Fermín con el recuerdo se desvaneció.

Sandra y Fernanda se parecían en el aspecto. Si la infidelidad se produjo no se debió a la belleza o exuberancia de una por la fealdad de la otra, sino por la disponibilidad del acto.

La relación entre Fermín y Sandra continuó como hasta entonces: él laboraba en la oficina y ella en casa con Julia y sus deberes. En la cama estaban tan separados como los pétalos de las espinas.

Los primeros días, después de la mudanza, Julia optó por mantener una actitud de calma. Al amanecer, luego de hacer lo debido con su madre —la terapia, los medicamentos—, caminaba por el pueblo para, decía ella, respirar aire fresco. No era una niña, sino una adolescente. Esto le sugería aventurarse por calles aledañas a la suya y observar la diferencia de los pinos de las casas, la altura, su diámetro, el color verde que mantenían alguno de esos árboles a pesar de la estación.

Sandra no supo si Julia había hecho amigos, pero siempre, al volver a casa, se veía satisfecha. A Sandra le infundía ánimos ver el carácter renovado de su hija y de tal manera se proponía dedicarse aún más a su cuidado.

En la autopista, Fermín comenzó a desacelerar. Más adelante, pasando la hilera de autos que tenía al frente, había ocurrido un accidente. No era grave, pero el tráfico se extendía, por lo menos, unos cien metros.

—¿Qué habrá ocurrido? —preguntó con tono expectante.

Sandra, desde su asiento, juzgó que el timbre de voz de Fermín acusaba alegría por morbo, una alegría que no debía sentirse.

—¿Qué más da? —contestó y se echó a llorar justo cuando el sonido de la ambulancia cruzó el cristal de la ventana. Luego el sonido se había ido y ella continuaba llorando. Oculta entre sus manos, Sandra sólo era un bulto del color del saco y el vestido.

Fermín viajaba todos los días desde su nueva residencia al trabajo. En la oficina él y la secretaria se miraban cómplices sin decirse una palabra.

En casa, al pasar por el pórtico y dejar el maletín a un lado de la puerta y la gabardina colgada en el perchero, se dirigía a la cocina donde hallaba a Sandra preparando la comida. Fermín se acercaba a ella, saludaba su cuello con un beso y su entrepierna con las manos. Sandra cedía al contacto, pero luego, como por instinto decía:

—Está Julia.

Dicho esto, Fermín se alejaba. Caminaba hacia el refrigerador, extraía una cerveza y se retiraba a la sala. Al llegar ahí, miraba a Julia recostada en el sofá con la cabeza apoyada en el descansabrazo y su cuerpo en posición fetal. Fermín la miraba diciéndose que Julia tenía que mejorar.

El tráfico se deshizo al mismo tiempo que el llanto de Sandra Cesó.

Fermín colocó el embrague y aceleró. Lentamente los coches y el suyo pasaron por donde había ocurrido el accidente. Se hallaban cristales sobre el pavimento y un anuncio partido por la mitad, además de un trozo de barda disuelta en tabiques sobre el cofre de un Volkswagen.

Condujo en silencio, no había nada qué decir.

Al llegar al pueblo la noche se vislumbraba; la tarde, aunque minúscula, no cesaba de latir.

Sandra, después de que Fermín aparcara el coche, abandonó el asiento, caminó hacia la puerta de la casa y la abrió. En su pecho, un latido singular atenuaba la soledad de la sala y el sentimiento de culpa que la sala insinuaba en ella.

Esperó a Fermín y se despidió de él para retirarse a la recámara. Él, nervioso, con una sensación contradictoria que la soledad le provocaba, prendió el televisor. Escuchó y observó las noticias del día hasta que consideró suficiente el tiempo perdido, el tiempo suficiente para abandonar el sofá y acompañar a Sandra.

Al abrir la puerta de la habitación y esperar a que ella se encontrara dormida, la imagen frente a él lo enmudeció: Sandra, recostada con una de sus manos suspendida en el cordón que encendía y apagaba la lámpara, dijo:

—Julia no está.


  
Fabián García (Chiapas, 1985). Licenciado en Literatura y Filosofía por la Universidad Autónoma de Chiapas. Ha publicado los libros de poesía Motivos secundarios y El libro de la culpa.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 115, febrero-marzo 2025

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