Madres y perras
Alejandra Ojendi
nosotros —no a ellos— se nos muestra lo que somos.
Rachel Cusk
Nunca tuve una mascota. El departamento que habitaba con mi madre y mis hermanas era tan pequeño que ni siquiera se nos pasaba por la cabeza. Fue hasta que viví con J. que descubrí ese tipo de amor y responsabilidad. La llamamos Noche. Era una cruza de Chihuahua de pelo negro escaso. Un brochazo blanco en forma de uve le atravesaba la frente y un collar de manchas rosadas adornaba su cuello. Tenía tres meses. No fue una adopción ni un regalo. La compramos un domingo en el tianguis. Al principio, su presencia se me reveló como una sucesión de asombros. Bastó con ponerle un periódico en el baño y dejarle la puerta entreabierta para que entendiera que ahí tenía que hacer popó y pipí. Además, pronto hizo gala de su espíritu gregario. No soportaba dormir sola en la sala, lo que nos comunicaba a través de chillidos y arañazos lanzados a la puerta de la habitación. A la cuarta noche, decidimos dejarla pasar. Sería una excepción debida al frío. Luego, sin embargo, no hubo manera de hacerla volver a la sala. Ahora la cama pertenecía a los tres.
In vitro, de Isabel Zapata, narra la búsqueda de un embarazo por medio de la tecnología reproductiva que da título al libro. Un periplo que, entre otras cosas, lleva a la protagonista a reflexionar acerca de la naturaleza del vínculo que la une con su perra: “Nunca he sentido un amor menos ambivalente que el que siento por mi perra, pero no tengo idea de qué siente ella. Sé que quiere estar conmigo todo el tiempo, que le gustan las tortillas suaves, el pasto y el sol, los muchos paseos y que yo le doy todas esas cosas. ¿No es una forma de maternidad cuando le explico que si llueve y estamos adentro la lluvia no puede hacerle daño? ¿No somos mi perra y yo, desde hace años, una familia?”.
No pudimos vacunar a Noche tan pronto como queríamos. Le dio una tos terrible, por lo que no podían aplicarle las vacunas. El jarabe que le dábamos puntualmente cada ocho horas no sirvió de nada. Era otoño y la temperatura había bajado. El veterinario nos recomendó hervirle hígados de pollo para fortalecer sus defensas. Pero las vísceras tampoco dieron resultado. Para Navidad, Noche seguía enferma. “Parece tu hija”, soltó mi madre en un tono despectivo durante la cena, cuando vio que le servía un par de higaditos. Luego descubrimos, gracias a mi hermana, que lo único que Noche necesitaba era un suéter: como los de su especie, era en extremo friolenta. No lo sabíamos.
Damaris, la protagonista de La perra, novela de Pilar Quintana, no puede tener hijos. Un día, adopta a una cachorrita a la que llama Chirli, como quería ponerle a su añorada hija. Damaris cuida con esmero a la perra hasta que descubre que ésta está embarazada. Una especie de resentimiento se apodera entonces de Damaris: Chirli ha logrado lo que ella no.
“Nocheeeeee”, le grité una tarde que descubrí que había mordisqueado y deshojado uno de mis libros. Alguna vez había destrozado el papel de baño, pero nunca imaginé que otras cosas también corrían peligro (como dieron cuenta unas botas de J. días después). Corrió a meterse debajo de la cama, compungida, al oír mi grito. Semanas más tarde, la vi salir del baño con una navaja de rasurar en el hocico. Intenté quitársela, pero como era de esperarse ella corría de un lado a otro juguetona. Temía que en cualquier momento empezara a sangrar del hocico. Finalmente, ni ella ni yo salimos lesionadas, pero me asusté tanto que esa vez no sólo le grité, también le solté un manotazo.
En una de las historias de A contraluz, novela de Rachel Cusk, una madre y ama de casa cuenta cómo después de haber pegado una vez a Mimi, su perra, ya no puede parar. Una mañana, Penélope se percata de que Mimi se ha comido el pastel que ella ha preparado la noche anterior para el cumpleaños de su hijo y le propina una tremenda paliza. El relato es estremecedor: “Crucé la cocina y la agarré del collar, y delante de mi hermana, tiré de ella, y de la encimera cayó al suelo, donde trató de ponerse en pie como pudo, y entonces comencé a pegarle mientras la perra aullaba oponiendo resistencia. Las dos peleábamos, yo jadeaba y trataba de pegarle tan fuerte como podía, ella se retorcía y aullaba, hasta que por fin logró zafarse y liberar su cabeza del collar”. Penélope estaba harta de las travesuras de la perra, de las de sus hijos, de la vida perfecta de su hermana.
Ahora Noche tenía un favorito. Era J., por supuesto. Dormía acurrucada a él, lo seguía a la cocina, a la sala, al cuarto, y se quedaba al pie de la puerta, llorando un buen rato, cuando salía a trabajar.
Mi relación con J. también se había ido entibiando. Ya casi no hacíamos el amor. Mientras él se desvivía en cuidados y atenciones a la perra, para mí su presencia se tornaba cada vez más apabullante. Había que darle de comer, recoger su mierda, cargar a todos lados con ella. No exagero si digo que J. le hablaba con más cariño que a mí. La acariciaba más, incluso.
“Los perros son hijos de baja intensidad: te dan cariño, alegría y lealtad. Son criaturas tiernas de las que hace falta ocuparse pero que de ninguna manera te impiden hacer tu vida. Si sales de viaje, puedes mandarlos a un internado. Si te fastidian, también (…). En vez de necesitar a una niñera, basta con que alguien los saque a pasear unas horas. Es verdad que nunca se independizan, pero también es cierto que viven poco, con suerte dieciocho años”, reflexiona la narradora de la novela La hija única, de Guadalupe Nettel.
Una tarde, me encerré a leer para no escuchar los juegos de J. y Noche. Él fingía ser un perro y atacarla, a lo que ella respondía con ladridos que, como ya no eran los de una cachorrita, me ponían los oídos de punta. “Estoy tratando de leer”, grité desde el cuarto. “Sí, ya”, contestó J. Se calmaron un rato, pero enseguida reanudaron la pelea. Salí del cuarto hecha una furia. “Lárgate de aquí con la perra”, lo urgí.
Menos de un mes después, J. dejó el departamento. Se llevó consigo a Noche. El asunto había quedado fuera de discusión. Noche nerviosa en su transportadora. Esa es la última imagen que tengo de ella.
En lo que a mí respecta, no he vuelto a tener una perra. Tampoco he tenido hijos.