Comodín
Entre el Hammamat o el Gineceo
prefiero un último trago (a copa cerrada)
hasta ahogarme
muy lento
por el tronco y su dorada rama.
Quiero jugar al alarife
y llenar de tapial mi propia casa
donde pueda guardarme
–en el baño o en la sala–
entre puertas y ventanas;
postrar por la mirilla
la elección adoselada
de una voz que a gorgoteos
resucite
el patio, su zaguán en recodo,
dos o tres jardines
y una alberca sinfín en abundancia,
para desbordarme así
en la lámina
de una redoma imaginada.
Anfitrión
Como son dos actos los que el sol
programa día con día,
el huésped aprendió en imitación
y entró desde hace muchos techos en un haz doble:
A veces se corona bienvenido,
come, se arropa, dormita y si le da oportunidad,
descubre el altar de los deseos y reza a su santo favorito.
Otras muchas veces, debe quitarse
el vestido de lino y el anillo de sello
y jugar al enfermero
que no dobla la faz de su firmeza
ni aún cuando conoce
el desierto eremita
en el envés de su máscara.