Cuatro poemas
Memoria del alba
No es la mañana, sino el recuerdo
de una mañana como estancado
a la izquierda de un ojo izquierdo.
Eran entonces los días de nuestro vagabundeo.
Había, en su ritmo de metal que destartala,
un aire de salto, no al futuro, sino al destiempo.
Alejados de la luz, contra mi pecho
tu barbilla,
y agotados en la sombra,
nuestros sexos regados como geranios
por quien tiene ánimo de jardinero.
Era la guardia baja,
ese dormitar que augura una jornada
de caminatas por los pueblos
y una certeza imposiblemente sostenida,
una confianza irresponsable en la muerte
de todos los relojes, en la presencia
de todos los mapas necesarios
resumidos en la llanura polvosa de mi mano.
No es el alba, pero amanece.
Cancelar la revolución
Por ese tiempo buscaba yo
un mundo nuevo en el envés
de cada hoja, en el espacio
entre un poste de luz y otro,
en ciertos vidrios rotos
abandonados por la lluvia
en las acequias. Un mundo
mejor a los pastores y los transeúntes,
cercado por cada macabro
ritual de la pureza, indistinguible
al final de una mancha de resplandor
sobre el cemento. Un mundo
donde imperara la justicia:
donde dos que se miran
tomaran en cuenta en su mirada
a todos aquellos pobres y olvidados,
a todos y cada uno de los ausentes.
Pero nada lastra más nuestra pasión,
buscada por años en las calles
y en las plazas y en los edificios
de más amplios ventanales sobre el valle,
que esa falsa bondad de quienes sueñan
con romper el andamiaje de las cosas
y construir desde la ruina un nuevo pacto,
lleno de voces que opinan sin más orden
sobre el incorrecto tránsito del aire
o el privilegio monárquico de los tecolotes
para hablar con Dios acerca de los lances
terrenales. Al centro de los hombres
un hombre de barba y de fusil dice
que ya llega el fin del llanto, que los últimos
serán los primeros y esa imagen
del camello a través del ojo de la aguja.
Pero yo te he conocido:
ninguna esperanza resta para el prójimo
ni para el país en el que habita.
Mudanza de Levante
Ésta era quizá tu mayor prerrogativa:
la de convertir una calle en una calle,
los arbustos en el mar y un cúmulo
en toda la lid del cielo.
Sin anunciar la gesta,
sin conocer las palabras del hechizo,
bastaba un cambio en yo no sé
qué vertebra del cuello, un abandono
momentáneo de yo no sé cuál fe.
No tomabas mi mano,
ni encargabas al viento tu plegaria.
A veces sin cerrar los ojos,
llegaban aquellos reinos de Levante;
y aquél era el lugar que me ofrecías.
Apunte sobre la caída de Troya
Ni los sementales ni las multitudes
ni el aburrido trigo de los campos.
Ni el esmerado trazo de las calles
o la cómoda modorra con que comienza
su jornada el panadero.
Nada del pigmento,
encontrado por el invasor en las alcobas,
con que la frágil reina
salvaba de la muerte sus mejillas.
No los templos agobiados por plegarias
ni el privado mundo del herrero.
Mucho menos los pasillos del palacio,
tallados por los pies de Príamo
en sus cavilaciones.
Ni la fruta puesta para las doncellas
ni el pergamino listo para las hazañas.
Lo que en verdad duele, ya perdido,
es aquella cualidad de monte de un buen lecho,
la fijación de río que tratan, sin lograrlo, de imitar
los besos cotidianos, el último calor
de un fuego simple en la morada.
Y nada más lejos de la ciudadela
que estas imágenes presentes
en telas importadas de los sueños.
Y eran dos cuerpos y carecían de nombre.
Y al amparo de la guerra habían cruzado lares.
Y era gente más común que las ortigas.
Y se amaban sin intervención de más dios
que el dios de los cipreses.
Y su hogar olía a enebro y a tomillo.
Y rezaban en silencio por sí mismos.
Y jugaban a un combate más modesto,
a la orilla, desnudos, del recuerdo
de una mañana perdidos en el Escamandro.
Y eran incapaces de imaginar los barcos
griegos y su travesía,
flechas que corrompen el Egeo.
Su desaparición, su olvido, su impotencia:
nada de esto encontró lugar en algún verso.
Reclamar entonces al poeta
su cruel desdén con los que no lloran.
Si algo arde de aquel reino de Ilión destruido,
si merece una canción algo de suyo
son esas callejas sin la luz de Héctor,
esa incertidumbre ante las profecías,
los instantes en que los mortales
negamos con vehemencia toda gloria.