ATALANTE / octubre-noviembre 2023 / No. 107
 

El gran movimiento, de Kiro Russo




El gran movimiento
Kiro Russo
Bolivia, Francia, Qatar, Suiza, 2021, 85 min.


 
Ciudad documental. Multifamiliares, autos, puentes, teleféricos, metálicas ruedas y amontonamiento de cables como nidos negros bajo ruidos rocosos o aceros perforadores en la tarde de los mineros movilizados. Ciudad ficcional. Elder en la marcha, con la cara blanca como espuma de saliva, la espalda arqueada y las noches de televisión y borrachera que no le arrancan un mal que trae dentro. Ciudad chamánica. Perro de pelaje lunar, casi como lobo, que deambula para dejar mirar al ermitaño más allá de los márgenes urbanos. Ciudad coreográfica. Manos y cuchillos, manos y taladros; manos y mercancías; manos y cargamentos hasta la noche de los bares electrónicos o los cuerpos danzantes perforados por esos mismos cuchillos y taladros y oficios todos que brotan aceleradamente de la mina. Ciudad conversacional. Voces mineras, pláticas musicales de mujeres mercantes, gentileza de la madrina, ronquera del chamán y tos del enfermo de mina, y voces de piedra y hierro o de motor y rueda que dicen construcción y destrucción simultáneamente. Ciudad sinfónica que aglutina, como si las llevara adentro, a todas las ciudades que hay en las multitudes, las fisonomías, los temperamentos, los ambientes, los relatos y los hechos de La Paz como El gran movimiento. Ciudad-mina. Gigantesco mecanismo cimentado en el cuerpo de su gente.

Elder (Julio César Ticona) comienza a sentir malestares inmediatamente después de arribar a La Paz, junto a sus colegas de Oruro, para protestar en favor de la restitución de su trabajo en las minas de Haununi. Mientras los movilizados comienzan a laborar como estibadores en el mercado, la condición del enfermo se agrava por lo que los cuidados de sus compañeros resultan insuficientes. Entre comercios, bares de sonoridad synth y borracheras nocturnas en el suelo de dormitorios comunitarios repletos, Elder busca el consejo de Mamá Pancha (Francisca Arce de Aro) y ella lo guía ante un chamán, conocido como Max (Max Bautista Uchasara), pues es capaz de realizar invocaciones y ungüentos para recuperar la salud del afectado. Después del viaje de una semana que los mineros emprendieron para llegar a la capital, ahora el ermitaño es quien debe adentrarse en la montaña para tratar de descubrir la causa de la fiebre que amenaza la vida de un paciente cuya conciencia, que a ratos es despliegue onírico, fluctúa entre el bullicio colectivo del día, ciudad viviente, y la quietud fantástica, o individualidad moribunda, de la noche y sus visiones zoomórficas.

Desde que realizó sus primeros tres cortometrajes, particularmente Juku (2012), Kiro Russo (La Paz, 1984) ha procurado establecer diálogos y vínculos con trabajadores y habitantes de la capital de Bolivia. Estos lazos condujeron a la finalización de su primer largometraje, intitulado El viejo calavera (2016) y en el cual Julio César Ticona hizo el papel de Elder, con el objetivo de concretar una experiencia sensorial de las sombras en la atmósfera de las minas. Si bien ese proyecto fue sobre todo una exploración de la luz y la oscuridad, también recuperó las conversaciones y las interacciones de los mineros por lo que la indagación formal bordeó el docuficción etnográfica, próxima a la vanguardia contemporánea de Pedro Costa (Caballo dinero; Vitalina Varela) por el trabajo con comunidades y con actores no profesionales, ya que desarrolló, incluso, una idea que los propios protagonistas propusieron para cerrar el filme: un viaje vacacional que los representó más allá del subsuelo.

Media década después, el realizador y productor egresado de la Universidad del Cine de Buenos Aires continuó su acercamiento al presentar un nuevo largometraje que, esta vez, no culmina, sino que inicia, con un viaje al hacer un registro directo de la marcha de los trabajadores de Huanini en 2018. En El gran movimiento, Kiro Russo partió de la premisa visual de trasladar la ciudad a la pantalla. Para ello, colaboró nuevamente con los actores no profesionales, mineros y activistas en el día a día, y desarrolló un epílogo documental que muta hacia la ficción mediante un diseño sonoro inmersivo, una actualización de la vanguardia y una narrativa mínima guiada, una vez más, por los propios protagonistas. Si en El viejo calavera los catalizadores visuales fueron las sombras y los diálogos de los mineros, en El gran movimiento vemos a la cámara (que interpola zoom in-zoom out constantemente) y al personaje de Max como las motivaciones para ensamblar un fresco que llama a advertir las condiciones que propicia el sistema económico en presente.

El segundo largometraje producido por el equipo de Socavón Cine parte de una obertura con una panorámica de La Paz como si alguien mirara desde la montaña. Rodeado por sonidos casi documentales de máquinas, herramientas y materiales de la urbe, un prolongado primer acercamiento (zoom in) cierra el encuadre y convierte la multitud de casas en detalles concretos como si se tratara de una fisonomía. Un corte transforma el comportamiento de la cámara que ahora panea a la derecha y a la izquierda en una descriptiva, ahora con duraciones más breves, de infraestructuras cuya masa sonora se desplaza cada vez más atrás de nuestra escucha en un bloque rítmico que resulta irreal. Ciudad documental y ciudad experimental, el prólogo del filme anuncia su referente en la poética histórica del cine: estamos ante una sinfonía de la ciudad, como las de Dizga Vertov (El hombre de la cámara) o Walter Rutman (Berlín, sinfonía de una ciudad), en la que lo descriptivo torna en lo imprevisible, el sonido directo en paisaje atmosférico de alientos estridentes o el ambiente en atmósfera. La imagen, incluso, transita de la figuración a la desfiguración de lo que vemos mediante reflejos que deforman las fachadas. 

La apertura de El gran movimiento podría mirarse con una doble invitación pues es un indicio (no narrativo, sino estilístico) de aquello que la película podría ser más adelante al tiempo que una revelación de los mecanismos genuinamente audiovisivos (en el sentido propuesto por Chion de que imagen y sonido son un todo sensorial) que articulan sus numerosas transformaciones una vez que la segunda secuencia introduce su argumento mínimo: el minero que enferma gradualmente mientras se moviliza. Dado que el relato no es lo más relevante, aunque parta de cierta perturbación, Russo acude a una transgresión de las normas del diseño sonoro surround y a la cámara Súper 16mm de Pablo Paniagua para conseguir un efecto inmersivo en la urbe como suceso cinematográfico. La película es así un desfile de efectos visuales, acústicos, rítmicos y audiovisuales, ligados a otros narrativos (la enfermedad) y sociológicos (el sistema emanado de la mina), que parten más bien de sus motivos visuales o de viñetas que de un relato convencional.

Sinfonía crítica de la ciudad, o apropiación del proyecto del Kino-Glaz (Cine-ojo) de Vertov en favor de un "cine de la realidad", El gran movimiento indaga la visualidad caótica de su tema y el registro incidental del mismo, pero suma una serie de variaciones por las que se trata de una película que despliega muchas películas para desarticular los mecanismos de la pornomiseria. El tratamiento formal, con técnica predominantemente documental, explora poéticas del cine que van de la experimentación tecnológica y las vistas del silente a la vanguardia de la década de 1920, la ya citada vanguardia docuficcional, la etnografía sensorial, los géneros cinematográficos (musical, película fantástica, película de viajes o película sociológica), en versiones minimalistas con sintetizadores de la década de los ochenta, hasta el segmento de montaje de genealogía soviética, el experimental contemporáneo o el videoclip con música orquestal nutrida de timbres de Oruro y sonidos directos de La Paz. Este repertorio, sin embargo, no se conforma con el dinamismo inherente a tanta diversidad técnica, sino que propicia la captura polifónica de un entorno para apelar a la reflexividad de las imágenes y mostrar las condiciones de explotación sin dramatizaciones y exaltaciones. A decir del propio Russo, buscó redescubrir rasgos del lenguaje cinematográfico para recontextualizarlos. Acudió a Eisenstein, Gance o Rutman no para rendir tributo a la modernidad y sus máquinas, sino para advertir de la decadencia propiciada por éstas.

Al ensayar una imagen de síntesis en la fusión de todos esos estilos, la edición a tres voces (Russo, Paniagua y Felipe Gálvez) logra que la dialéctica del zoom in-zoom out no sea solamente un ejercicio formal diseñado para amplificar el trance sensorial, sino que ensambla un discurso mediante ciertos paralelismos. El entramado de la cámara que se acerca y se aleja es el más recurrente desde el prólogo porque en algún momento fluye hacia un acercamiento análogo a la boca de Elder de modo que pareciera que la mina está allí dentro. Es como si el mal del personaje estuviera implícito en toda la urbe. No es la mina de la ciudad, sino la ciudad de la mina porque está dentro de los mineros y porque actúa como el origen del sistema que la sostiene. Si en El viejo calavera los mineros estaban en la mina, en El gran movimiento la mina se ha adentrado en los mineros. Esta ficcionalización del tema es aún más coherente porque Max, quien más bien vive fuera de la ciudad, como un testigo ubicuo y místico, es el habitante del zoom out o, en términos narrativos, de la dimensión aparentemente fantástica que introduce su condición de chamán curandero.

Quizás el problema que enfrenta el filme es que la presencia de algunos motivos, especialmente aquellos que provienen de sus insertos minimalistas de géneros cinematográficos, podrían ser interpretados como símbolos o connotaciones debido al afán de preservar una consistencia narrativa relativamente innecesaria por el peso de su faceta documental. Mamá Pancha, el perro blanco o la coreografía irrumpen, por ejemplo, como trozos de cine fantástico o de musical para enriquecer un repertorio sensorial que llega a proponer experiencias visuales como mirar desde el punto de vista de un teleférico, convertir el ritmo de montaje un tema en sí mismo o sugerir que un desmayo causó la visión de una pieza de baile. No obstante, el relato jamás se desvanece y, por ello, da continuidad a elementos que, ante tal variedad estilística, podrían parecer instancias simbólicas que, en realidad, son poco relevantes frente a los numerosos sentidos explícitos de una película nunca deja de ser referencial pues no es ajena al entorno factual.

Dado que estamos ante un filme con un modelo de narración mínima con base en los efectos, El gran movimiento, en contraste con sus antecesoras de temática similar, no es una producción meramente formalista, sino que logra establecer evidencias sociológicas desde sus imágenes. Podría pensarse que la mina ha enfermado a Elder, pero también que estamos ante todo lo que emana de la mina. Por ello, la última de las transformaciones estilísticas del filme, que con todo y vanguardismo consigue articular categorías temáticas (mina, mercado, multitud, individualidad) para mostrar un orden social, nos entrega una rítmica de montaje de estilo constructivista que revela cuánto ha influido la identidad de la mina, viviente y personificada, en la colectividad (zoom out) y, a su vez, en la individualidad (zoom in) de quienes allí viven. La mina, corazón de la ciudad-personaje de genealogía capitalista, traza un sistema nervioso que conecta a la multitud con el individuo; o bien, al cuerpo de la persona, en tanto humanidad explotada, con el cuerpo colectivo, en tanto sociedad cuya estructura económica se organiza siempre a partir de lo que la minería da o lo que quita según si hay o no trabajo en ella. De allí que Elder pudo haber enfermado porque se le metió mina o simplemente porque trabaja, en ella o fuera de ella (en la urbanidad a fin de cuentas), infatigablemente.

El gran movimiento tuvo su estreno en México durante la duodécima edición del festival de cine FICUNAM (2022) y recibió tanto el premio a la Mejor Película como el Premio del Público. Actualmente, circula en dos plataformas de streaming al tiempo que la Cineteca Nacional la incluyó en sus estrenos de la cartelera de octubre (2023). Por su naturaleza audiovisiva ideada para rehacer el espacio y armar un tiempo emocional, es indudable que se trata de una experiencia perceptiva cuya riqueza es más evidente en la sala de cine. Sus imágenes son, digamos, un trayecto inmersivo por el que no sólo vemos el tránsito de una ciudad hacia la pantalla, sino un itinerario por la poética histórica del medio cinematográfico.


 



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Rodrigo Martínez Martínez. Es docente, investigador y editor. Ha impartido asignaturas, cursos y módulos de cine y de análisis audiovisual en la UNAM, la UAM, la UACM y en la escuela de cine Arte7. Ha participado en coloquios, encuentros y congresos ALED, AMIC, SEPANCINE y SUAC, así como en las dos primeras ediciones del Encuentro Internacional de Investigadores de Cine Mexicano e Iberoamericano de la Cineteca Nacional. Ha colaborado con las revistas Icónica y F.I.L.M.E. Sus líneas de trabajo son cultura, poética y sociología del cine. Es autor del libro Cine y forma. Fundamentos para conjeturar la visualidad fílmica (UAM-C, Filmoteca UNAM, 2019) y ha publicado capítulos de análisis cinematográfico en Cine digital y teoría del autor. Reflexiones semióticas y estéticas de la autoría en la era de Emmanuel Lubezki (2019), Fragmentario de la comunicación rupestre V. Arte y comunicación (2022), Miradas transdisciplinarias. Nuevos acercamientos al arte cinematográfico (2023). Letterboxd: Rodrigo.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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