ensayo / junio-julio 2024 / No. 110


El rumor de la zarza


Juan Antonio Montes


A mi abuelo

El jardín trasero de mi casa se ha erigido, con el paso de los años, en un lugar de encuentro, no sólo para los trinos de voces plumíferas que posan sus sombras sobre el durazno custodio de mis memorias, sino también para aquellas presencias familiares que colmaron mis tardes con alegría y sosiego. Del mismo modo, el muro limítrofe de apariencia desvaída, de cuya anatomía pende la telaraña infinita de una enredadera, también relata los estragos infligidos por del tiempo. Nada ha trascurrido en vano bajo la claridad procurada por este fragmento venerable del Edén.

Espíritus variopintos habitan los verdes rincones de ese paraíso que a ratos me resulta invariable, a ratos mudable. Tal vez el brote secreto de sus flores y el tácito discurrir de sus raíces sean la fiel prueba de lo que Heráclito pensaba sobre el cambio imperceptible al cual está sometido todo lo existente. Dichos espíritus reciben nombres diversos, sin embargo, existe uno en especial que inspira en mí el recuerdo de épocas dichosas. El nombre de esa ánima que se torna agónica durante el cruel invierno es zarza.

Es cierto, cada planta ocupante de este reino posee un significado invaluable. Sin embargo, ese tallo que se yergue sarmentoso y punzante recoge en sí mismo el dolor del despojo. Sus espinas, al igual que saetas de una falange, perforan mis dedos cuando me atrevo a arrebatar su fruto: dulzura, ambrosía procedente del cielo. Exquisita a la vez que dolorosa, porque la sangría, por ella contenida, resguarda no sólo el dulzor del instante, sino también la peculiar amargura de una eternidad aún desconocida por nosotros. No obstante, reconforta saber que, para muchos, esa perennidad es asequible.

Cierro mis ojos y todavía me es posible remontar a esos días cuando escuchaba, a la distancia, el ronroneo lejano de un motor aproximándose. Por aquel entonces, sabía anticipadamente que, al cesar ese sonido monótono y tembloroso, era hora de abrirle la puerta a mi abuelo. Sus manos siempre guardaron arrugas que emulaban los ritmos sinuosos de la tierra, así como la aspereza propia de las piedras. Su perfume era el del jocoque que él mismo producía y sus ojos se asemejaban a dos veneros de agua fría. Cada visita a sus nietos era seguida por una revisión meticulosa a su hija: la zarza. Siendo sincero, no tengo presente el momento exacto en el que mi abuelo concibió sembrar ese mítico ser en nuestro jardín, mucho menos de dónde adquirió la afición por ese arbusto en específico. Lo que sí tengo a la vista es que él profesaba un amor singular por las plantas espinosas, tal y como sucedía con su querido pochote, mismo que se encontraba enhiesto y vigilante (a la usanza de algún guardián milenario) en el umbral de su hogar.

Han pasado unos cuantos años desde el deceso del patriarca; sin embargo, el viento sigue peinando las hojas aserradas y velludas de esa mora vetusta, recreando, en compañía del huerto benéfico, una especie de atmósfera que motiva a la reminiscencia de lo pretérito. Céfiro frecuenta los pliegues escabrosos de toda criatura y la zarza no es una excepción. Únicamente él puede acudir al llamado de la espina sin salir herido. En el encuentro intempestivo de ambas entidades, un rumor se exaspera a partir de las entrañas de sus ramas como queriendo articular alguna palabra, alguna súplica. De cierta forma, es como si mi abuelo aún quisiera comunicarse a través de la naturaleza, diciendo con auxilio del viento: “Sigo aquí con ustedes. Por favor, no me olviden”.

Cronos mantiene su marcha infatigable, esbozando nuevos rasgos y corrigiendo muchos otros sobre las cosas que toca. En cambio, y a pesar de estar sujeto a su potestad, nada ha podido hacer respecto a esta remembranza que permanece joven y palpitante en los rescoldos de mi alma. Innumerables veces me he preguntado si existirán otros jardines, cuyo abrigo, propicie cavilaciones profundas en torno a experiencias que ellos cierto día suscitaron. Los lugares que intimamos terminan siendo nuestros confidentes, testigos que cuentan nuestra historia, incluso más allá de la muerte.


Juan Antonio Montes (Irapuato, Guanajuato, 2000). Estudiante de la licenciatura en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Ha colaborado en la revista Polen.  


 

Punto en Línea, año 16, núm. 111, junio-julio 2024

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