Cartas de nuestro encuentro
en que me siento ser yo mismo
es cuando estoy con mis amigos.
Gabriel García Márquez
Elliot Levi Ramos Saldaña
Te conocí bastantes años atrás. Para mí fuiste algo muy innovador, no formabas tanto parte de mi día a día y, con honestidad, no supe apreciarte y disfrutarte por la presión que me imponían mis padres para que hiciera deporte y no me juntara con los malandros de la esquina, que sacaban la caguama y se fumaban su porrito. Porque ya te acordarás: vicios y violencia rondaban en esa colonia.
Aunque tú estuviste presente en la vida de mi madre por muchos años y contigo ella se fue a recorrer las carreteras del mundo y la acompañabas a entrenar al velódromo, a la escuela, al mandado, no sabía del impacto que ibas a tener en mi vida. También me enteré años después de que mi abuelo paterno te conoció. Te ibas con él a San Juan de los Lagos, a Chalma y a otros varios lugares de México. Me contaron que lo viste echarse sus pulquitos y sus buenas borracheras. ¡Qué agustisidad la de ustedes!
Ya estabas en mi subconsciente, en la sangre de mi familia, y poco a poco empezamos nuestra relación hasta convertirnos en grandes amigos. Me acuerdo que a temprana edad te conocí como Benotto: tenías un color morado, cuerpo robusto y unas llantas todo terreno. Jugamos poco, algunas veces fuimos al autódromo y otras veces anduvimos por la cuadra. Hasta que me dio por sacarte a pasear a Santa Martha Acatitla —lo sé, disculpa, no medía la intensidad del peligro en esa zona—. Al ser colonia vecina creía que manteniéndome a distancia con los malandros y resistir uno que otro basculeo la íbamos a sobrellevar. Pero no fue así. ¿Te acuerdas que recorriendo la zona nos salió un joven como de 20 años, magro, con unos jeans rotos y unos converse blancos? Malencarado. Apareció intempestivamente, estiró su brazo sobre mi pecho y salimos volando. ¡Qué raspón me llevé ese día! Todo perdido y alterado te levanté, miré al individuo con sorpresa y sólo nos dijo: “Ponte verga, morro”. La sangre se me heló, me dio miedo. Yo tenía como 14 años y lo único que hice fue agarrarte e irme. Pero no sé cómo, una cuadra después, nos encontramos nuevamente con el individuo y me dijo: “dame tu bici, morro” ¡Veerga! ¡Qué impotente me sentí! Me dolió tanto que me alejaran de ti, me dolió no saberme defender, no gritar, no saber pedir ayuda. Lo único que me acuerdo es que me paralicé, te entregué y vi cómo te alejaban de mí. No me culpes, sé que no lo haces, pero por si hubiera duda te lo digo.
Este hecho me hizo alejarme, ya no te busqué, ni siquiera entraba a tiendas donde pudieras estar, no fui al tianguis de las torres ni a otros mercados en los que te pudiera encontrar. Y como dice el gran Sabina, “Y así crecí volando”. Llegamos a mi segunda universidad: después de forcejear con las ideas de mi padre, empecé a estudiar la carrera de Filosofía. La UAM Iztapalapa me esperaba. ¡Qué experiencia tan grata! ¡Qué belleza la Filosofía! Por ella aprendí nuevos pensamientos, creció mi conciencia, maduré un poco más, me enamoré y hasta hice las paces con mi padre. Estos cambios me llevaron a conocer gente increíble, y por ellos te encontré de nuevo.