El Paraíso
Gerardo Ochoa
Salmo 23
“En Oaxaca, a cualquier parte que vayas, tendrás que atravesar una sierra", había escuchado en otra ocasión. Y este día tendría que cruzar una.
Vio el mapa: dos mil metros de desnivel en cuarenta kilómetros. No iba a ser fácil.
Salió a las 9 am. El primer tramo eran unos veinte kilómetros. A la izquierda de la carretera bajaba un río. La vegetación era abundante y la humedad comenzaba a aturdirlo conforme el sol iba subiendo.
A las 11 am estaba al pie de la cordillera, a la entrada de un pequeño pueblo. Se detuvo a reparar una llanta ponchada, a la sombra de un paradero de combis y ante la mirada curiosa de los lugareños que esperaban el servicio.
Comenzó a subir pasando el mediodía. Dos horas después llegó a un mirador. Una caseta llena de basura flanqueaba la cornisa, grafiteada con una leyenda sobresaliente:
Desde ahí se veían abajo el valle y el pueblo; a la derecha, otra sierra imponente se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Un día antes le habían dicho que se fuera prevenido: en todo ese tramo sólo había un lugar donde podría conseguir agua y alimentos, un restaurante llamado El Paraíso.
A las 4 pm estaba ahí. Comió y preguntó si podía pasar la noche afuera, en el estacionamiento. La jefa le ordenó instalarse atrás de la cocina, junto al muro de leña.
Los últimos minutos del día se fueron mientras bajaba las cosas de la bici y levantaba la tienda.
Cayó la noche. Desde la carpa alcanzaba a ver una luz encendida. Aún estuvo un rato despierto pero el sueño lo venció.
El aire frío de la cordillera envolvía la tienda. El restaurante cerró. La penumbra y el silencio eran absolutos.
Algo lo despertó en la madrugada. El reloj marcaba las 3 am. Un sonido indescriptible llegaba desde la carretera: una especie de gemido, mezclado con lloriqueos y sonidos guturales. ¿Qué carajos es eso?, se preguntó atónito.
Por un instante pensó en salir de la tienda pero el sonido fue alejándose, como si se deslizara lentamente carretera arriba, hasta que desapareció.
Se disponía a dormir cuando escuchó un estruendo ensordecedor:
Se incorporó de golpe y buscó a tientas una lámpara. Estaba a punto de encenderla pero se detuvo.
Permaneció inmóvil, en estado de alerta. Escuchó unos gritos a lo lejos, en dirección al pueblo, y vino un segundo disparo:
Buscó la navaja y aguardó inmóvil, hasta que ya no escuchó nada. El sueño lo fue venciendo poco a poco una vez más.
Despertó con la primera luz del día. El restaurante ya estaba abierto. El humo del fogón salía de la chimenea y se agitaba con la brisa matutina que bajaba del bosque.
Empacó sus cosas, las subió a la bici y entró al restaurante.
Un señor se acercó a la mesa saludando:
—¿Qué tal pasó la noche? —le preguntó.
—Bien, muchas gracias —supuso que era el dueño supervisando que todo anduviera en orden.
—¿De dónde viene? —quiso saber.
—De Cuernavaca, voy a Oaxaca.
—Ahh ya mero llega —añadió—. Oiga, ¿y anoche no escuchó nada raro? —cambió de tema.
—Unos disparos muy fuertes, allá arriba.
—Un coyote agarró un perro —le informó—. Le tiramos con la escopeta nomás pa’ espantarlo… Yo digo pues que era un coyote, pero a lo mejor era otra cosa…
Iba a preguntarle a qué se refería, pero el señor cambió de tema otra vez:
—Ese camión —dijo apuntando con la barbilla frente al restaurante— no sé si nomás lo dejaron o ahí están. Ya le estuve toque y toque y no sale nadie…
Alguien lo llamó. Se levantó y se fue.
Terminó el desayuno y pasó a la cocina a agradecer el espacio para pasar la noche.
Salió del restaurante. Al otro lado de la carretera estaba el camión estacionado. Tenía pintada a un costado, en letras blancas, sobre el color rojo de las redilas, la palabra Salmo 23.
Revisó por última vez las alforjas, subió a la bici y comenzó a pedalear.
No alcanzó a ver cuando se abrió la puerta del camión y bajó el chofer, soñoliento. Detrás de él salió una mujer joven, envuelta en un suéter que le quedaba grande.
Entraron al restaurante y pidieron café.