Algunos apuntes sobre mi relación con la bicicleta
Gisela Lima
Me gusta la velocidad, pero no la que me proporciona un coche o una moto. No. Más bien es la que yo creo, la que hago con mis dos piernas y a la que doy rienda suelta por las calles intransitables de la ciudad. Y no hablo de correr, porque correr para mí es algo tortuoso. Me refiero a andar en bicicleta. Mi bicicleta. Ese artefacto que funciona con mi energía, con mi ansiedad y hasta con mi desprecio. De esa velocidad hablo; esa que me pega en la cara, en el cuerpo. Que me agita y hace que mi corazón se parezca al de un colibrí. Que me pone a pensar en todo. O en nada. En el presente y casi más en el pasado. Que me hace observar a mi alrededor. Que me provoca golpetear de vez en cuando los frenos tarareando una canción interna.
Sí, esa soy: una calculadora del manubrio; una irresponsable según mi mamá y una perseverante ante los ojos de mi pareja. Para la gente que me conoce, una inconsciente. Para los peatones y los automovilistas, una pendeja. El motociclista me ama o me odia, regularmente se burla. Mi seguro de vida se frota las manos.
Soy la que no sabe parchar bien una cámara y le da pereza usar la bomba para llegar a los PSI adecuados. La que no sabe de componentes y apenas conoce lo esencial, pero finge que lo sabe todo porque eso se espera de alguien que usa tanto la bicicleta. La que debería pedalear a diario, cuando en realidad lo hace de cuatro a cinco veces por semana. La que no siempre tiene ganas y prefiere estar acostada en su cama, soñando que pedalea.
En secreto, me miro al espejo y pienso que mi bicicleta y yo nos parecemos en espíritu, porque claro, ella tiene espíritu. Me habla sin hablar cuando necesita algo, resiste cuando yo resisto. Nos asoleamos, nos congelamos, nos mojamos y seguimos andando. Toda mi energía está en ella. Mi reflejo. Compartimos la misma cabeza; las mismas emociones. Si estoy enojada, ella va rápido. Si estoy tranquila, ella anda sin prisa. Si me caigo y me raspo, ella también se cae y se raspa. Nos peleamos con los taxistas, nos enojamos con los que van distraídos. Se nota que nunca has leído el reglamento gritamos al menos una vez por semana. Hemos trazado un mapa mental. Conocemos los baches viejos, los nuevos, lo que parcharon y quedaron peor. Los diferentes tipos de asfalto, los sonidos por zonas de la ciudad. Una vez una persona nos atropelló con su camioneta sobre la ciclopista y tuvo el descaro de reclamarnos por la abolladura que esta misma provocó por su imprudencia. Perdón por ir en nuestro carril. Ni siquiera ahí pudimos estar seguras. En ocasiones, nos da por llorar juntas. Nos gusta el rock alternativo de los años noventa. We must never be apart. Somos una misma. Sinergia le llaman algunos.
A veces detesto andar con ella por las tardes, cuando el sol derrite hasta la paciencia, pero me fascina al caer la noche, mientras llueve; cuando las luces rojas de los coches se reflejan en el piso mojado. En lo personal, no soporto la palabra rodar con sus conjugaciones ni subir fotos de cada paseo que doy sólo para demostrar que soy ciclista. Listo, lo dije. No sé levantarme temprano para salir los fines de semana a carretera, pero lo intento. No creo cambiar al país por tener una bici en lugar de un coche, pero también lo intento. Me ha pasado de todo por pedalear en la ciudad y todo es casi todo, menos la muerte, eso le pasó a mi hermano hace seis años en la suya, pero de eso no quiero hablar.
Me gustan las bajadas largas y los caminos rectos. El cielo azul casi al oscurecer. La ciudad vacía. Rebasar coches. Poner música a todo volumen. Ver las sombras de los pocos árboles posarse sobre nosotras. El aire refrescando el sudor de mi cara. Las ideas que se me ocurren arriba de ella. Las ideas que se me ocurren pensando en ella. Siempre recuerdo con nostalgia las veces que pedaleaba por el pueblo; en las madrugadas frías mientras contemplaba el cielo manchado de estrellas. Las calles empedradas. Las llantas llenas de tierra. Quizás por eso pedaleo tanto en la ciudad: me hace imaginar que sigo en casa.