Saudade en bicicleta
Alexandra Ferro
Ferro no fue el padre que me enseñó a andar en bicicleta, él no estuvo presente durante casi toda mi infancia, lo dejé de ver desde que tenía un año. Cuando se separaron, mi mamá y yo nos mudamos a México, donde vive toda mi familia materna. No volví a verlo hasta que cumplí los once. Recuerdo que cuando tenía seis años, mis abuelos eran dueños de una mueblería. En ella había un maniquí vestido de astronauta, yo pasaba tardes enteras fantaseando con que ése era mi padre y paseábamos tomados de la mano. No sé por qué le encontraba parecido con un maniquí, tal vez porque venía de un lugar lejano: no es que Portugal esté en otro planeta, pero para mí sí, y tal vez por eso no había venido a visitarme y yo tenía que conformarme con las llamadas navideñas y las cartas en mi cumpleaños.
Aprendí a andar en bici con ayuda de mi otro papá, el que me crió, el segundo esposo de mi mamá. Luis me enseñó a andar en bicicleta. Yo reflejaba a la perfección el miedo que sentía mi mamá al verme intentando mantener el equilibrio, pero él no me dejaba rendirme. Su exigente carácter me animaba a no darme por vencida. Gracias a eso aprendí a perseverar hasta alcanzar mis sueños.
A los once años fui a Portugal por primera vez desde la separación de mis padres. El reencuentro con Ferro fue tan incómodo como deseado. En mi alma había tantos sentimientos que no sabía controlar. Allí estaba mi astronauta de tierras lejanas al que no había visto en diez años. Desde esa ocasión, nos veíamos cada verano. Todos los viajes fueron especiales y en ellos construimos una unión especial. Había magia en nuestro cariño.
Ferro murió hace tres años a causa de Covid-19 en la Ciudad de México. Estuvo un mes en el hospital; al no poder hacer nada por él, lo dieron de alta. Nuestras miradas se cruzaron por última vez en mi casa, donde la vida me regaló la oportunidad de decirle una vez más cuánto lo amaba. Mi alma se quebró, se había marchado el astronauta a otro lugar lejano del que no hay regreso. Él ya no estaba aquí, no había manera de cambiarlo.
Gracias a mi esposo, encontré una manera de transitar el duelo: la bicicleta. Me enseñó a pedalear la ausencia definitiva de mi padre.
Mi bici me paseó tantas veces por Ciudad Universitaria los sábados, mientras yo luchaba contra los miedos latentes y un dolor profundo. Escondí mis lágrimas con el viento que rozaba mi rostro, me acariciaba como un pañuelo interminable. El sonido de la cadena girando me consoló como un fado al alma, y el aroma de los árboles me recordaba la tierra que caminamos juntos.
La bici escuchó mi corazón. Con sus ruedas, cadenas, platos y pedales me ayudó a avanzar hacia el consuelo, y recorrió conmigo los días en los que recuperaba la esperanza, paseaba por las conversaciones interminables que sostuve con mi padre mientras tomábamos cerveza. También atravesó conmigo esos días terribles cuando me invadía la culpa por nuestro distanciamiento durante la pandemia, porque fui inflexible al querer protegerlo del temido virus.
La bicicleta me ayudó a sanar mi alma herida y se convirtió en mucho más que un medio de transporte o de diversión: se volvió mi confidente, mi amiga, la medicina de mi cuerpo y mi corazón.