Cibela Ontiveros
Hay cosas que no entiendes en el primer instante. Dormir en mi cuarto, por ponerte un ejemplo, se convirtió en angustia.
Fue una tarde soleada, los primos de mi mejor amiga Grecia sacaron el tablero de la Ouija, intentaríamos contactar a alguien del más allá porque el más acá nos hastiaba. Pescamos algo. La red tiró de nuestros dedos y las palabras se deletreaban con claridad, casi con furia. El nombre no lo mencionaré porque se convertiría en un nuevo juego de invocaciones, aunque tampoco puedo olvidarlo. Nos hizo promesas, quería que le consiguiéramos almas. ¿Para qué? Como no quería confesar cuáles eran sus motivaciones, decidimos no hablar más. Guardamos la Ouija con decepción.
Esa noche tuve una pesadilla, una mujer rubia me disparó en la rodilla izquierda. A veces ese disparo todavía me sangra en la memoria y me duele la rodilla. Ahí comenzó la persecución, la mujer rubia, de cabellos revueltos, espesos, largos. Era el mismo demonio que habló con nosotros a través del tablero, a través de la madera, lo sentía como una verdad inequívoca que me recorría hasta la médula.
Al otro día, cuando desperté, noté cansancio, como si la noche se me hubiera ido en un suspiro. No quise mencionar en el desayuno, con mi madre y con mis hermanas, ni la Ouija, ni la pesadilla. Mi mamá sabía que algo me ocurría, el semblante suele delatarme. Pero no me presionó para que se lo contara y lo agradecí secretamente. También se me ocurrió pensar que hay cosas que ella no querría saber, el miedo en mi familia es una herencia irrevocable.
La noche siguiente comenzaron las pisadas infantiles alrededor de la recámara. A mitad de la noche, en un momento colmado de silencio como aquél, podían distinguirse los pasos claros de una criatura. La vuelta de tuerca giró para apretarme la garganta, el miedo a la presencia de “algo” deslizándose alrededor de la cama no era suficiente, sino que, además se apoyó en el colchón, imaginé unas manos sueltas, enormes, que se sujetaban de las sábanas solo para asustarme. ¿Y si esas manos eran mías? A veces me daba por pensar que, al dormir, algunas extremidades podían desprendérseme del cuerpo para descansar verdaderamente, al mismo tiempo dejaban de ser mías y adquirían independencia para ir por ahí de noche.
En el desayuno, lo mismo. No quise hablar de los terrores nocturnos que apenas empezaban a tomar forma en la oscuridad y en los sueños. ¿Quién me iba a creer? Mis padres siempre estaban pensando en sus trabajos, en surtir la despensa, en que no faltara la comida, los pagos de servicios, todo eso que implica ser adulto. Y estaba lo de la Ouija, apenas pensaba en ella, se me estrujaba el estómago. Ya podía imaginarme a mi madre gritándome, llevándome a una pileta de una iglesia para remojarme para que los demonios me dejaran de molestar. Moví la cabeza negándome a la idea de soltar una palabra.
Cursaba la prepa en aquellos meses. Sonaban en la radio “Ava Adore” de The Smashing Pumpkins, “Beautiful Stranger” de Madonna, “Maria” de Blondie, “The World Is Not Enough” de Garbage, “Why Don't You Get A Job?” de The Offspring, “The Bad Touch” de Bloodhound Gang, “There she goes” de Sixpence None the Richer o “Mambo No. 5” de Lou Vega (que no podía faltar en los pasillos del edificio o en las fiestas más concurridas). En aquel tiempo solía escuchar más música en inglés aunque no entendía gran cosa de las letras. Iba apenas en tercer semestre. Solía ser selectiva, si una materia me gustaba, concentraba toda mi energía en ella, como ocurría con Psicología, Literatura o Inglés, mientras que mi desprecio por Trigonometría y Física crecía desmedido.
Y de nuevo la noche. Los días empezaban a saberme más cortos. Eso pasa cuando te sientes más o menos a salvo, no eres consciente de cómo transcurren las horas. En cambio, cuando estás preocupada, el tiempo se curva sobre tu cabeza, se tuerce, mientras uno espera con angustia y desazón. Empecé a sentirme como adolescente en una de las películas Pesadilla en la calle del infierno. Nunca había temido de aquella manera a la oscuridad. Tenía mucho miedo de soñar a la mujer, me perseguía, casi siempre para matarme de diferentes formas. Y, aún, después de muerta, seguía torturando mi cuerpo, no por el hecho de que pudiera quedar un suspiro de vida alojado en alguna articulación o vena, sino por el placer de destruir.
Después de las pisadas alrededor de la cama, empezaron los lamentos en el aire. Era un llorar por la noche con tanto pesar… que me despertaba estremecida. Cuando intentaba volver a dormir, los lamentos se volvían carcajadas cerca de mi oído. Y yo despertaba trémula una vez más, despertaba hasta diez veces por noche, no se puede vivir así. Entonces mi madre se pasó a mi cama por unos días. Sabía que no estaba durmiendo bien. Creyó que si estaba cerca de mí, nadie se atrevería a perturbar mi sueño. Aunque no nos llevábamos muy bien; discutíamos porque mis ideas se resistían a parecerse a las de ella y a las de mi padre, apreciaba que quisiera ayudarme a no tener miedo cuando sabía que ella misma tampoco era valiente y quería serlo por mí. En el fondo, creo que mis padres no entendían cuánto quería alejarme de la realidad. Yo quería hacer otra cosa con mi vida, más que casarme, tener un trabajo o tener hijos. Creo que ellos pensaban que yo creía que su vida me resultaba insoportable; tampoco era así, pero había mucho qué decir y qué hacer al respecto, sólo que no lo hicimos. Entonces estaban molestos conmigo, cada vez más y era mutuo. No sabíamos cómo hablar de lo que sentíamos y de lo que esperábamos de nuestra vida en familia o de nuestras facetas como entes separados. De todos, en casa, tiraba la tristeza, de una u otra forma, éramos sus marionetas.
Un sábado me fui a la cama con más agobio que nunca. Manojo de nervios entre las sábanas, no quería soñar, estaba cansada de escapar. Las olas que bañan los pies de los que empiezan a desfallecer en los brazos de Morfeo, me acariciaban como un rumor sordo. Era un mar que me llamaba sin voz. Entró a mi cuarto. Yo colgaba de la duermevela. Reconocí su presencia, era como cuando soñaba. Sentí que se desplazó sin arrastrar ninguna extremidad y no satisfecha con ese pánico que se me empezaba a formar en la entraña, le dio por patear una caja que dejé junto al tocador. Me estiré para prender la lámpara. Aquello había ido demasiado lejos, ¿qué faltaba?, ¿que me golpeara a mí también? Necesitaba comenzar a poner límites. Todavía no llegaban mis dedos a rozar el cable de la lámpara cuando me tocó el talón izquierdo con sus dedos de fantasma.
El mundo se detuvo.
Prendí la lámpara. Frío, confusión, sueño, pesadilla, me tocó, lo sentí, era como una niebla espesa, el horror, duda, escalofríos. ¿Por qué saltar de los brazos de la depresión a los brazos de la locura? Es cuando uno más se odia. Mi madre se despertó de golpe, me preguntó qué había pasado. Pensé que debió sentir mi terror cuando aquello me tocó el pie. Le dije que estaba bien, pero no me creyó. La luz encendida en la madrugada no podía ser un buen argumento. Le dije que se durmiera, que yo también lo intentaría, que estaba bien, que solo había tenido un mal sueño. Le dije que no tenía miedo. Pero sí que lo tenía.
El sueño me empujó a la inconciencia y a punto de dejarme caer, su voz me despertó, la mujer de cabellos rubios y espesos me dijo “Ven”, estaba sentada en la cama, cerca de mí, su aliento nauseabundo me irritó más que el murmullo. Le grité con furia ¿Qué quieres? No la encontré, se había desvanecido. Mi madre fue por mí y casi me empujó a su cuarto. Agarra tu almohada, te vienes a dormir acá. Sí me fui a su cama porque las palabras se borraban enseguida, pero el oleaje del terror seguía haciendo eco en mí.
Las siguientes dos semanas me libré de las pesadillas. Casi catorce días sin poder recordar siquiera lo que soñaba. Me sentí como antes, mal, pero sin miedo y eso se parecía a la normalidad que conocía.
La preparatoria fue una etapa oscura que no supe apreciar por concentrar mi hartazgo, en lugares o en personas equivocadas. El edificio parecía una cárcel vieja, así la sentíamos la mayoría. Era como una prisión donde da igual qué matrícula tengas, estás encerrado, no hay esperanza y todos somos culpables. A pesar de que había jardines y muchos árboles alrededor de los edificios principales, esas partes arboladas parecían de otra escuela, de una a la que sí le daban mantenimiento. Ni aún con la naturaleza cerca era posible librarse del sol, de su influjo, el desánimo se apoderaba de tus sentidos y se desparramaban las voces o esas ideas oscuras en tropel: “No tienes futuro”, “A nadie le importas”, “El mundo estaría mejor sin ti”, o simplemente podía darte por pensar que ni siquiera podías terminar de cursar la prepa. Ahí empecé a fumar con más asiduidad, había empezado desde primer semestre, a los catorce años, pero no hablaré de si estuvo bien o si es un feo vicio.
Una tarde soleada y tranquila, por ahí de las tres más o menos, después de que habían terminado las clases, estaba con León, un chico con el que salía ocasionalmente, él iba en quinto semestre y me daba risa cuando él y sus compañeros se sentían paridos por dios. Su nombre completo era Leonardo, no pasaba nada especial entre nosotros. Solía aceptar invitaciones casuales con algunos chicos por aburrimiento o solo para no estar en mi casa. Nos sentamos junto a un árbol cuando lo dijeron en la radio “Habían asesinado a Paco Stanley”. Y recordé el cassette de mi papá con unas lecturas dramáticas, de poemas, en voz del ahora difunto Paco Stanley. Tragedia nacional.
Feo escándalo; drogas, sobornos, maltratos, una edecán involucrada, una cloaca que elevó el rating de los canales abiertos de Televisa. Una historia sórdida, pero nunca como la de Gloria Trevi y el clan de Sergio Andrade o la historia de las Poquianchis.
Aquella noche, mi hermana mayor puso la mano derecha sobre la perilla de la puerta de su habitación y me dijo que ya se iba a dormir, se me ocurrió preguntarle por qué siempre cerraba su cuarto. Lo que respondió me dio escalofríos. Dijo que cerraba para que “nada” entrara mientras ella dormía. Luego me regresó la pregunta, ¿Por qué siempre dejas tu cuarto abierto? Por si algo entró en mi cuarto, para que pueda salir y que no se quede conmigo. Sus ojos brillaron de temor y cada una se fue a dormir en silencio.
El martes siguiente la maestra de Física citó a mis padres para una entrevista, tenía para llevarlos hasta el viernes, solo porque llevaba reprobadas dos unidades y con una tercera quizá no me recuperaría, a menos de que estudiara bastante y pasara el examen extraordinario o de plano el de título de insuficiencia. Siempre me han parecido ridículas las clasificaciones de esos exámenes, los nombres son un insulto. Ya antes había presentado tres exámenes a título de insuficiencia porque la prepa comencé a cursarla en el CCH, pero el siguiente semestre pedí mi cambio a la Prepa diurna, ambas pertenecientes a la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED). Sólo que en esta ocasión no sentía confianza de poder aprobar los exámenes de Física. De Matemáticas ya tenía todo planeado, el profesor aceptó dejarme un proyecto en el que ya trabajaban algunos compañeros que sí entendían sus temas y me ayudaban.
Obviamente no iba a decirles a mis papás que casi no entraba a Física y que por eso había reprobado las dos unidades, ¿Entonces a qué vas a la escuela? Me preguntarían. Y yo me cansaría de fingir que sí me importaba mi educación y terminaría por confesar que la mayoría de mis problemas atenazaban mi cabeza. Estaba deprimida, solo pensaba en morirme, si faltaba tanto a Física era porque a veces no podía levantarme de la cama, necesitaba ayuda y no sabía ni cómo ni a quién pedirla. Mis papás no lo entenderían y me provocaba demasiado tedio aquella discusión imaginaria. Así que no les dije nada.
El miércoles, en una comida en casa de los primos de Grecia, el tema de Física salió a colación. Román me dijo que no me preocupara, que él iría a hablar con la maestra y que iba a convencerla de que por fin me iba a aplicar con los pendientes y que, por supuesto, ya no faltaría nunca más el resto del semestre, se haría pasar por mi hermano mayor.
¿Que si la maestra se lo creyó? Si vi cómo le estrechó la mano, hasta parecía más risueña, apuesto a que sus sonrisas no eran para estudiantes como yo. Román salió de la reunión con un semblante adusto al enterarse de las cantidades kilométricas que no me importaba la escuela. La maestra la recomendó que aprovechara para preguntar por las otras materias “Cuando un alumno reprueba una materia, generalmente lleva arrastrando más”. La maestra tenía razón, era hermana del director de la prepa, pero ella parecía más lista, más capaz que su hermano para desempeñar cualquier tarea.
Román podía ser encantador, su sonrisa podía ser un sol. Desafortunadamente perdió la vida en un accidente años más tarde. Cuando se despidió de mí en la entrada de la escuela, me pasó la mano por la cabeza, como se acaricia un perro y me dijo “Ya no faltes a clases por tonterías, mejor apúrate a terminar”. Le sonreí. Quería hacer caso a sus recomendaciones, pero no lo hice. Me abrazó y me dijo que se iba al festival Cervantino por la noche, que pensaba ir a varios conciertos, a obras de teatro y algunas lecturas. Me dijo que algún día deberíamos ir juntos. Asentí con una especie de nostalgia. Tampoco pasó. Quise decirle de la mujer de mis pesadillas, él quizá me entendería, pero la cuota de favores ese día ya estaba cubierta, supuse. Y luego vino la náusea, los pensamientos oscuros eran caballos salvajes que me atropellaron la esperanza.
La semana siguiente se reanudaron las labores de terror. En un sueño se me volvió a aparecer la mujer de cabellos revueltos. No hice el intento por correr, esta vez me daba lo mismo si quería cortarme la cabeza, las extremidades, si quería masticarme los dedos de las manos, solo pedía, en silencio, que se apurara. En tres meses me había desgastado el asunto de intentar salvar mi vida en las pesadillas. ¿Y cuál vida?, ¿qué había que salvar? Me volvió a hablar de las almas que quería, muy seria, muy pálida, dijo que las necesitaba, pero no agregó para qué. No puedo, no es posible, le dije seca y resignadamente. Dijo que solo eran 400 y que no me volvería a pedir nada más. Moví la cabeza y antes de parpadear, de tajo me la arrancó. Desde el piso y con una visión que empezaba a hacerse borrosa, noté que recogió la sangre que brotaba de mi cuerpo y se fue en silencio. Mi cuerpo había caído con brusquedad, se me desparramaron aquí y allá las ideas, los sentidos.
La luz de la luna llena me despierta cuando se posa en mi cara a través de la ventana. No puedo ayudar al ente, al demonio, lo que sea, quizá lo sabe, por esa razón es probable que desapareciera como lo hizo. ¿Me obligará a buscar las almas que necesita? ¿A dónde se llevó mi sangre? ¿Me invocará en ritos desconocidos?