Sandro Valdés Lugo
Camino por un sendero agreste. La vida palpita en derredor mientras pienso en la muerte que me acompaña. Transita conmigo, oculta entre las sendas de la historia, mostrándome sus fauces en esta realidad económica ficticia. Un pueblo que se aferra al maíz: siembra, cosecha con pizcador y ayate, para vender una planta condenada al olvido. Mientras tanto, el político, incapaz, alimenta la mediocridad con subsidios y promesas huecas, enterradas en la garganta enferma del campesino que pelea por mantener en su boca el bendito cereal.
Sin embargo, el horizonte se abre para mí, como para las cañas que crecen. Las hojas verdes renuevan mi sed y despiertan mi búsqueda. Detrás de ellas está todo lo que mencioné: miseria, esfuerzo, esperanza rota. Pero también el relámpago y el silencio.
El campo silba un terrible secreto entre sus hojas. Ese canto me inflama, me quiebra. Siento las semillas temblar como si resonaran en todos los tiempos. El rayo de su energía me sacude y llena cada rincón de un ruido eléctrico. Mi piel, antes humana, ahora se expande, deviene en firmamento. Los cuerpos celestes convergen en mí, y mi alma, perforada, regresa a su sitio en la galaxia.
Caigo herido. La gravedad me devuelve al sendero de mi pueblo. Mi cuerpo yace deshecho: las fisuras de mi alma coinciden con los archipiélagos de la carne. La memoria me susurra: éramos un solo cuerpo. Y caigo… caigo en una hoja de maíz, en un grano de arena, en un átomo, en el vacío.
La semilla
En el centro de la palma de un labriego descansa una semilla. De su núcleo emanan soles, brisas imaginarias que engendran perpetuos atardeceres. El campesino alza su azadón y sella la urna vital. La semilla, como doncella dormida, despierta. Primero busca las profundidades, queriendo ser una con el agua; después, se lanza a las alturas para tocar el firmamento.
Yo, fragmento de esa semilla, desgarré la tierra y ascendí. Me convertí en un tallo que alberga la magia del crecimiento, un feto de mí mismo en las fisuras del follaje. Ahora soy miles de ojos dorados, granos de maíz que aguardan ser liberados por la palma de un campesino. Cada mano que me siembra me devuelve al centro de una inteligencia conectada con la tierra.
En el ayate, me transformo. Cada grano se separa del olote y el agua me suaviza hasta ser masa. En el metate, soy molienda y energía. Me quemo, me hincho y, finalmente, en un bocado, me convierto en el sustento del campesino que me creó.
La transformación
Los dientes me desgarran, arrastran mis restos por un túnel de vísceras hasta el sarcófago energético. En moléculas, creo mundos y dimensiones. Soy sangre, luz, chispa que danza en el cerebro, incendiando ideas.
Pero el hambre enciende también otros fuegos. Las llamas consumen el campo, reflejándose en los ojos del campesino. Una bala lo alcanza y la sangre, que era luz, se derrama.
Amanece. El sol evapora los restos líquidos. Las nubes blancas, puras como almas, flotan en el cielo; las negras, cargadas de culpa, lloran sobre la tierra. El ciclo continúa.
Soy agua, raíz y semilla. En el suelo me convierto en vida, en el cielo, en reflejo de las almas. Todo nace y muere en un ciclo eterno. El crepúsculo del horizonte es también su amanecer. Soy el maíz, el hombre y la tierra: una triada inseparable que pulsa en el cosmos.