La melancolía de los leones
Alfonso López Corral
México, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024, 132 pp.
En plena balacera, el narrador acota: “Los tiros sonaban sin un patrón aparente, como si quisieran sacar su propio ritmo y armar un compás…” Esta línea atrapada dentro de la novela La melancolía de los leones es la que mejor define al libro en sí. ¿Cómo le hace Alfonso López Corral (Navojoa, 1979) para enlazar toda la violencia, dolor, miedo e injusticias cotidianas del norte del país en un libro tan abiertamente jocoso y fuera de serie? Arma con la violencia de los disparos una tonadita que nos pone a bailar a su ritmo. No es una cadencia alegre, mas bien como cuando en los viejos westerns el malo disparaba en el suelo cerca de las piernas del héroe diciéndole: baila, baila… humillándolo.
Así nos trae el narco a todo el país, bailando. Y López Corral lo sabe. Agarra la guitarra y se pone como un musiquito del talón a contarnos esta historia de mesa en mesa. Es así: los sicarios se ponen chuscamente en huelga, esto provoca que un par de leones —mascotas del mero mero patrón— dejen de comer cristianos. Por lo tanto, mandan a llamar a un veterinario que, sin vela aparente en el entierro, termina involucrado en curar a los deprimidos felinos. Adentro de la jaula se encuentra con un hombre que, debido a que no fue devorado vivo, siente el llamado de una fuerza superior. Profeta dentro de la jaula, conocemos su historia de atrás para adelante. El resto de los personajes lo que quieren es salir huyendo. Todos huyen o quieren huir en estas páginas… nomás que no hay hacia dónde moverse; verdad de dios. Nadie va a misa porque hace mucho calor, las balaceras hacen que nadie salga de casa. En estas contradicciones, López Corral encuentra pasto saludable donde hacer crecer la planta de su narrativa. “Hasta para tirarte un pedo te pones a parir”, le dice un personaje a otro. Queda claro que esta complicación no es voluntaria; que la vida duele, pesa, se sufre más, se habla distinto, duele echarse un gas; se pena diferente en estas tierras azotadas por el sol y por el crimen organizado.
¡Alguien sí huye!
En esto no hay spoiler, sino la clara idea de que, para López Corral, aun quedan esperanzas y es mejor que el balazo perdido nos agarre riendo y cotorreando.
Me encanta la literatura de Alfonso López Corral porque, precisamente, hasta para tirarse un pedo se pone a parir. Todo aquí cuenta y canta, es exacto y preciso. Da a luz nuevas formas de ver. La novela resuelve siendo un coro de voces que odian su circunstancia. Beodos asustados, pero entrándole al pisto. El Elegido de la jaula de los leones inventando una filosofía personal, nuestro veterinario con una ética indestructible metiéndose cada vez más en problemas, El Patrón y su intervención breve pero inolvidable, los sicarios hablándose en un idioma propio (similar al de los raterillos de Los Miserables), una mujer que debe dinero en el mercado y el hombre jarioso que le fía, gente siendo torturada y gente que tortura. Todas estas voces se unen como balazos que quieren ser canción. Lo logran. Y es una canción melancólica que pone triste hasta al Rey de la Selva. “Todos esos, sicarios y malandros no son más que bestias enfermas, fieras degeneradas que perdieron su lugar en la cadena alimenticia y prefieren clavarse la dentellada entre ellos… un león enfermo nada más se retiraría a esperar la muerte, sin emponzoñar el destino de nadie”.