Imposible decir adiós
Han Kang
Ciudad de México, Random House, 2024, 252 pp.

Se trata de una historia hermosa y terrible que diluye los límites entre lo fantástico y lo documental, con un toque de autoficción. Gyeongha, narradora y aparente protagonista, es una escritora que ha publicado un libro sobre la masacre de Gwangju, funcionando como alter ego de Han Kang y de su obra Actos humanos (2014). Al inicio, parece que la reflexión autorreferencial dominará el relato: la creación de una historia sobre la masacre perpetrada por la dictadura militar de Chun Doo-hwan en los años cincuenta sume a Gyeongha en una depresión abrumadora, llevándola a pensamientos suicidas e incluso a escribir su testamento. En medio de esta oscuridad, sufre una pesadilla recurrente: una colina cubierta de miles de troncos negros. "¿Será un cementerio? ¿Esos maderos son lápidas?", se pregunta. Esta visión se convierte en el detonante de los acontecimientos.
La otra protagonista es Inseon, fotógrafa y documentalista con quien Gyeongha trabajó como periodista y compartió una entrañable amistad. Juntas imaginaron un performance centrado en los troncos-lápida de un campo nevado, pero los años enfriaron su relación y el proyecto quedó olvidado. Un día, Inseon llama para decirle que está ingresada en una clínica de reconstrucción de tejidos tras un accidente con una motosierra en su taller. Movida por la antigua complicidad, Gyeongha la visita y recibe un encargo: viajar a su casa en la isla de Jeju para salvar a Ama, su cotorrita, de morir de inanición. Así comienza un descenso a un paisaje helado y desolado, hacia una casa vacía en las afueras del pueblo. Allí, Gyeongha encuentra a una Inseon espectral, a una cotorrita que parece resucitar de la muerte y a miles de muertos documentados en antiguos archivos.
La novela de Han Kang no solo ahonda en la fragilidad de las relaciones humanas y en las cicatrices que deja la violencia histórica, sino que también explora los límites de lo real y lo irreal, ofreciendo un retrato profundamente humano en medio de la desolación. Cada elemento narrativo está cargado de simbolismo, desde los troncos-lápida hasta la casa en Jeju, creando un espacio donde las ausencias cobran presencia y los silencios gritan las verdades más dolorosas.
Varios tópicos sobresalen en Imposible decir adiós. Por ejemplo, que las protagonistas sean mujeres que ejercen cuidados, pero no hacia los hombres, sino hacia los seres de aparente indefensión. Inseon cuida de las cotorritas Ama y Ami, y de una anciana madre atrapada en la demencia; Gyeongha cuida de Inseon lacerada en la clínica, y también de sí misma, en medio del intento por salir de la depresión. Derivado de esto, es interesante la complejidad en la decisión de ejercer actos de asistencia en un contexto de atomización individual y de rigidez en los roles de género: "¿De verdad no tenía a nadie más a quién pedirle ese favor? (se pregunta Gyeongha) ¿Acaso era yo la única persona que podía quedarse casi un mes en su casa de Jeju cuidando del pájaro? ¿La única persona que no tenía trabajo ni familia ni una rutina cotidiana que diera sentido a su vida?"
Pero el gran descubrimiento, es que Inseon es la hija de una historia devastadora: un tío asesinado en la purga anticomunista en vísperas de la Guerra de Corea; un padre sobreviviente de esa injusticia y una madre comprometida con la Asociación de Familiares de los Reclusos Desaparecidos en Jeju antes de sucumbir al Alzheimer.
Me parece que estamos ante una obra magistral de la postmemoria surcoreana, que evidencia cómo los regímenes autoritarios no solo controlan la política, sino que erosionan el tejido social y transforman la subjetividad. Son esas pesadillas de tumbas infinitas, troncos negros y cielos que evocan las profundidades abisales del océano. Son, también, las capas de nieve que buscan sepultar en el olvido los nombres, historias y cuerpos de las víctimas. Novelas como las de Han Kang no se limitan a relatar hechos políticos ni a denunciar los aparatos represivos; revelan los terrores subyacentes tras el brillo del K-Pop y los Doramas, desafiándonos a mirar más allá de las apariencias.
Las protagonistas de Imposible decir adiós son una alegoría de lo enterrado: ausencias tan palpables que su eco resuena en generaciones de surcoreanos que aún viven bajo una constante tensión: la amenaza de guerra nuclear con Pyongyang, sumada a una sociedad conservadora donde algunos anhelan el regreso a años de control y paranoia extrema (como evidenció el fallido autogolpe de Yoon Suk-yeol), conforman el trasfondo de esta historia. El universo de la novela no es abiertamente violento, pero está cargado de ausencias y secretos que revelan la hostilidad latente del entorno y la fragilidad de unas relaciones sociales siempre al borde del colapso.
En el corazón de la novela yace la ambigüedad, esa virtud que Javier Cercas elogia en El punto ciego. ¿Ha resucitado Ama, ahora fuera de la caja donde fue enterrada? ¿La Inseon del taller, la mujer que expone documentos de un trauma familiar y un país desgarrado, es un fantasma, una proyección extracorporal? ¿O acaso murió en la clínica, víctima de la sepsis o de una anemia perniciosa? ¿Es Gyeongha quien ha sucumbido ante la hipotermia o por una contusión al resbalar en el hielo?
Nada de esto importa en realidad. Resolver estas preguntas despojaría a la novela de su magia y de su reflexión sobre la memoria. El núcleo no está en el misterio, sino en las vidas truncadas, las desapariciones, las masacres y las injusticias que permanecen enterradas bajo la nieve, condenadas a la ambigüedad.
Para mí, Inseon está viva y muerta a la vez, porque las víctimas de la represión existen en esa paradoja: ausencias tan presentes que nunca pueden ser despedidas del todo. Es imposible decirles adiós.