¿Quién se acuerda de la música?
Giacomo Orozco
All our time can't be given
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The Smashing Pumpkins
Fui hijo de veinteañeros. De niño, eso implicó acostumbrarme a la música que mis padres hacían sonar a cada momento: en los viajes en carretera, durante las fiestas con amigos, de camino a la primaria o cuando, tras una pelea, él se desaparecía a lo largo de días y mi madre se quedaba en vela, escuchando el mismo disco en repetición. A menudo, eran lanzamientos recientes o de los años inmediatamente anteriores a mi nacimiento: Pixies, Tori Amos, The Cure, The Smashing Pumpkins. Aunque mis gustos propios no se han apegado a ese primer repertorio, últimamente vuelvo, por lealtad o por nostalgia, a las bandas favoritas de mis padres. Al hacerlo, no sé qué me resulta más inquietante; si la música o las memorias, a menudo ajenas, que a ella permanecen atadas.
A lo largo de la segunda sección de su primer tomo, el narrador de En busca del tiempo perdido, ese trasunto de Marcel Proust, recuerda una historia ocurrida años antes de su propio nacimiento; en ella, la música tiene un papel tan circunstancial como indispensable para entender la relación del narrador con la memoria, con los anhelos e imposibilidades que atraviesan su deseo de rendir cuentas con el pasado. Charles Swann, amigo de los padres del narrador, aristócrata y esteta por excelencia, se enamora –o, mejor dicho, se encapricha– de Odette, una cocotte que, para los estándares de la época, es del todo indigna de su posición social. A fin de pasar tiempo con ella, asiste casi a diario a las cenas de los Verdurin, una pareja que ha incluido a Odette en su círculo de artistas y burgueses. Swann se debate sobre la postura que debe tomar con ella; el cariño entre ambos es innegable, los conatos del amor están ahí, pero algo se echa en falta. Una noche, el pianista toma asiento para entretener a los invitados. La música, de pronto, captura la atención de Swann; ha escuchado esa sonata en otra fiesta tiempo atrás: en aquella ocasión, una sola frase pudo revitalizar su melomanía hasta entonces soterrada. Nunca alcanzó a preguntar por el autor o el título de la obra, de modo que el recuerdo ha permanecido anónimo hasta este momento, liviano en su mente, sin el peso concreto de un nombre. La música lo turba tanto como antes, sino es que más. Y ahora, con el pianista a unos metros, al fin es posible preguntar por la sonata, nombrarla. Adueñarse definitivamente de su hermosura.
Páginas atrás, en el célebre episodio de la magdalena, el narrador advierte la sombra de un recuerdo que no termina de concretarse; el sabor remite a un momento lejano, tan difuso que precisa de un gran esfuerzo para enfocarlo del todo. No obstante, en el caso de la sonata, Swann la reconoce de inmediato. No hace falta barajar títulos posibles, repasar los nombres de compositores conocidos; aún si no sabe de qué forma nombrarlo, el recuerdo está ahí. Se manifiesta, se recrea.
En Invocación y evocación de la infancia, Salvador Elizondo establece una diferencia crucial entre el tratamiento de la memoria en la obra de Proust frente a la de James Joyce. Parafraseando, el primer autor formula una evocación de los primeros años de nuestra vida; el segundo, en cambio, los invoca. La diferencia estriba, según Elizondo, en las ataduras de la evocación a lo sensorial. Condicionado por un conjunto de “datos perceptivos”, el recuerdo en Proust exige un cimiento en el presente para manifestarse; por ende, la recreación siempre es incompleta. En Joyce, por otra parte, la memoria no se halla “inscrita dentro de la temporalidad”, sino que, a través del desdibujamiento de los estratos temporales –el monólogo de Molly Bloom en Ulíses– o de recrear las condiciones vitales de esos estratos –la infancia de Stephen en el inicio de Retrato del artista adolescente–, el pasado es traído al presente, se materializa más allá de una segregación lineal. No se consigna cómo fueron las cosas; por unos instantes, las cosas vuelven a ser aquí, frente a nosotros.
Sin embargo, la sonata de Vinteuil pone en entredicho esta división, por lo demás tajante. En Proust, la música del pasado se hace presente de manera literal. Aunque no recuerde su nombre, Swann reconoce la sonata sin esfuerzo porque, en un primer contacto, esta dejó un huella en su espíritu que ahora ha venido a rellenar; es como si la sonata misma supiera que estaba destinada a volver al cabo de una temporada en el olvido. Sin duda, el impacto del arte en la memoria es superior al de cualquier otro estímulo que los sentidos reciban de manera incidental. La música en particular hace posible un vínculo propio e irrepetible; su identidad estética está condicionada por el momento de su recepción, por la subjetividad de su oyente, por los lugares, personas o emociones incidentalmente asociadas a ella. Constreñida por su duración, la música es sólo nuestra mientras la escuchamos, pero le pertenece al silencio tan pronto termina de sonar. Por otro lado, sus cortes en la memoria pueden ser más profundos e inadvertidos que los de la lectura, porque, pese a su naturaleza progresiva, es posible experimentar la música sin intelección: casi de manera accidental, por contagio.
Con el tiempo, una canción escuchada de manera habitual puede perder algo de su carácter insólito, imprevisible; más vale, entonces, olvidarnos del orden exacto de sus notas, de los cambios en el ritmo, de la repetición de motivos: escucharla con oídos frescos. Me consta no ser el único que abandona canciones por un tiempo a fin de no “quemarlas” con el abuso de su familiaridad, pero también con el poder persuasivo, casi tóxico de la nostalgia que traen consigo. Porque al escuchar, por ejemplo, Blue Banisters de Lana del Rey, no digo, volviendo a la dicotomía que sugiere Elizondo, “esta canción me recuerda a un amor de hace mucho”, sino que esa canción es ese amor: reproduce sus dolores, trae a cuento los hábitos, las atmósferas y hasta los objetos vinculados a esa persona; me engaña con una nostalgia de cosas que en otro momento desearía no haber vivido, pero que ahora, revestidas por el barniz de la música, me parecen hermosas y hasta deseables.
El momento en que Swann cae en cuenta del amor que siente por Odette es también la primera vez que la echa en falta. En más de una ocasión, él llega deliberadamente tarde a las reuniones de los Verdurin; antes pasa el tiempo con una “obrerita” en su coche, o bien, pretende hacerse a sí mismo deseable con su ausencia. Pero una noche tarda demasiado: al presentarse, hace tiempo que Odette se marchó con otro grupo de amigos y, entonces, Swann experimenta el peso real de la falta. Sale a buscarla por París; ordena a su cochero que pregunte por sus señas y él, mientras tanto, deambula de un café a otro. La imagina en otros sitios, riéndose con otros hombres, lejana para siempre. Pero en el último momento posible, Odette aparece a mitad de la calle; ha terminado su reunión y apenas se recoge. El alivio de Swann, el deseo potenciado por los celos y la posibilidad de la pérdida, conduce, momentos más tarde, a la concreción de su amor.
Para que algo vuelva a nosotros, primero hace falta perderlo; el placer del memorioso es resultado directo de una educación de la carencia. Al igual que Odette, la sonata de Vinteuil suele aparecer en el instante preciso, con energías reforzadas por su ausencia: no sorprende, entonces, que se convierta en un leit motif, una especie de soundtrack que acompaña los momentos cruciales de su amor, ni que, a medida que el vínculo entre ambos personajes se desgasta, la sonata pase a un segundo plano. Si Swann quisiera restaurar la pureza de su amor por Odette, lo mismo tendría que olvidarla a ella que a la música que los ha acompañado. Borrar cassette: inducir una amnesia artificial en beneficio de la belleza. Y tal vez por eso, los celos angustiosos de Swann, el grado casi letal que terminan por adquirir, están siempre asociados a esa noche en que no halló a Odette en casa de los Verdurin. Proust nos recuerda que amar a una persona, así sea por primera vez, equivale a recuperar algo que nunca se tuvo sólo para perderlo de nuevo. Un lugar común, mas no por eso menos acertado; imposible amar aquello que se conoce y se posee por completo. Al igual que la casa de Combray, de la cual el narrador sólo consigue iluminar ciertos fragmentos en su memoria, el amor de Swann por Odette cobra su resplandor gracias a la circundante penumbra del olvido: aquel silencio que, al separar dos notas entre sí, se revela como el verdadero causante de la música.
¿Es posible hoy en día vivir una aventura estética como la de Swann? Internet parece habernos inmunizado contra ese tipo de amnesia: si llegamos a olvidar el nombre de una canción, bastan unas señas particulares, un fragmento de su letra, para dar con ella enseguida. En cuanto a la música de nuestro pasado, esa que un buen día –por cualquier motivo– dejamos de escuchar, las aplicaciones de streaming están encargadas de darnos un resumen cronológico de nuestras canciones más reproducidas. Hace poco recuperé mi vieja cuenta de Spotify; me sorprendió reconocer, de golpe, a decenas de artistas cuya existencia había borrado de mi mente, pero que en otro momento sellaron momentos fundamentales de mi vida. ¿Los habría olvidado de haberme visto en la obligación de apuntar su nombre en algún sitio, de no confiar por completo en esa memoria prostética? ¿Habrían estado más cerca de mí de haber existido la amenaza de perderlos?
Más de una vez, mi madre me contó el esfuerzo que hacía en la adolescencia a fin de grabar música para sí misma. Nunca tenía dinero para comprar cassettes, de modo que, a menudo, insertaba copias usadas en la radio y ponía el dedo sobre el botón de record, esperando tardes enteras a que apareciera la canción perfecta. Podía estar horas así, dejando pasar canciones que le gustaban, pero no lo suficiente como para otorgarles ese sitio privilegiado en la cinta magnética. Me la imagino de rodillas en su habitación, el brazo tenso, los ojos abiertos, atenta al momento en que acudieran a su radio Phillips las ondas precisas; las que ella se apuraría a aprehender para siempre, inscribiéndolas en el cassette con la devoción de quien recibe un mensaje divino. Y pienso, entonces, en el alivio de adueñarse de aquello que nos pertenece pero que a menudo se nos escapa: algo así como la sonata de Vinteuil, pero también como recordar, tras un largo rato, ese nombre o ese rostro o esa historia que se queda en la punta de la lengua. Como escribir, al cabo de mucho esfuerzo, las palabras que antes flotaban desprendidas, ajenas a todo lenguaje, por encima de nuestra mente.
Esos cassettes rara vez eran vírgenes. A menudo, mi madre reciclaba copias de mis abuelos u otras propias que a ella le habían dejado de interesar. No era extraño que, por error, la nueva grabación no lograra disimular por completo a la primera: a menudo surgían palimpsestos, espacios vacíos en los que era posible distinguir, por debajo, fragmentos inconexos de una música desdeñada, sin la cual no hubiera sido posible fijar aquella que sí merecía la pena. ¿Qué fue de esas otras canciones que ni siquiera lograron asomarse entre el silencio? Esos lados b de la memoria, ¿existen todavía, sepultados en la cinta magnética?
Al pensar en aquellas tardes frente a la radio –otro recuerdo que no es mío, pero me pertenece–, pienso en una escena de El corazón es un cazador solitario, la novela de Carson McCullers. O en varias escenas, mejor dicho. Mick, una niña de clase obrera del sur de Estados Unidos –de cierto modo trasunto de la autora–, tiene una afición a la música clásica que nunca puede satisfacer del todo, porque sus padres no tienen dinero para comprarle una radio ni mucho menos un instrumento. En las noches de verano, camina hasta las calles más ricas del pueblo, donde, después de cenar, las familias encienden la radio con la ventana abierta. Mick aprovecha la oscuridad para tirarse en el césped de esos patios ajenos y, entonces, los sonidos que flotan hasta ella la transfiguran; escucha conciertos de Beethoven que la conmueven hasta el horror o la risa o las lágrimas. Una vez que Mick vuelve a casa, la música queda grabada en su mente con tal fidelidad que le es posible reproducirla de memoria, y eso, con el tiempo, la lleva a aventurar sus propias composiciones. Aquí, la música no sólo tiene el poder de encarar el olvido, sino que se beneficia de él. La música en McCullers es un acróbata que, en lugar de temer al abismo, apoya los pies en él para saltar más alto. Por eso, no sorprende que el personaje central de esta novela sea, de hecho, un hombre mudo por el cual Mick siente una fascinación irremediable: son los conciertos en las noches de verano, el mutismo atento de John Singer, lo que abre en Mick esa distancia con el mundo; el vacío necesario para conjurar, durante sus primeros años de adolescencia, una música interior que sólo ella escucha.
Pero, ¿qué hay de la música que no se resiste al olvido? Esa que, contrario al caso de Mick, casi prefiere ser consumida por él. Como los palimpsestos sonoros en los cassettes, la pregunta es de qué forma sonaría todo aquello que no alcanzamos a recordar. Desde 1999, el músico y artista sonoro Leyland Kirby desarrolla el proyecto The Caretaker. Inspirado en películas como The Shining de Stanley Kubrick, ha intervenido vinilos de música de salón –señaladamente del periodo de entreguerras–, degradando al sonido hasta lo irreconocible, imitando la experiencia de un escucha que pierde, poco a poco, la capacidad de retener una melodía en la memoria. Mark Fisher escribió más de un texto acerca del proyecto, al cual señaló como la punta de lanza de una corriente musical que presenta, acaso sin quererlo, la expresión artística más adecuada de la “hauntología”. Acuñado por Jacques Derrida, el concepto se refiere a la desarticulación del tiempo lineal en los procesos históricos, a una espectralidad que desdibuja los límites entre pasado, presente y futuro en el mundo contemporáneo: de acuerdo con Fisher, se trataría, sobre todo, de la “lenta cancelación de los futuros posibles”, una condición predominante en el capitalismo tardío, bajo la cual las promesas económicas y culturales de fines del siglo xx, al verse reiteradamente incumplidas, han suspendido a la consciencia colectiva en un estado de estancamiento psíquico: una desilusión más cercana a la nostalgia que a la posibilidad del reclamo o la denuncia. Ante este fenómeno, dice Fisher, es lógico que se produzcan obras preocupadas por la “materialización de la memoria en la tecnología”; es decir, por el modo en que los soportes de la música, sujetos a esa misma obsolescencia, responden a la amnesia como el signo regente de nuestra relación con el arte.
Así, The Caretaker dibuja paisajes estériles, sin fondo ni decorado, de una grisura anónima que bien pudo haber servido para cualquiera de las obras o novelas de Samuel Beckett. En esos sitios, cada nota suena una sola vez para luego perderse en una amplitud sin límites concretos, sin acústica. La promesa memoriosa de la música, entonces, se nos revela como ilusoria: la canción escuchada años atrás no es la misma que repetimos ahora, porque los oyentes hemos cambiado demasiado. Remontarnos en el tiempo, recuperar los años que nos separan de esa primera escucha, resulta imposible. Ni evocación ni invocación: la memoria es apenas un mapa que indica, a rasgos poco generosos, la forma aproximada de un pasado del que nunca tenemos certezas. Entonces, quizás acordarse de la música es un engaño, un placebo que tomamos para pensar que el pasado todavía nos pertenece: que el tiempo no está del todo perdido.
Entre el coro de los invitados, el narrador singulariza la conversación que dos mujeres sostienen en torno al repertorio musical de la noche. Una sonata de Chopin que, a cargo de la orquesta, establece un contrapunto con la ficticia sonata de Vinteuil. Entonces, una de las mujeres trae a cuento, con una breve anécdota, a su maestra de piano de la infancia: otro personaje que Proust hace aparecer y desvanecerse, no sin antes otorgarle unas líneas hermosas. Así, conocemos la educación sentimental de una completa extraña, su escaso talento musical, la forma en que la sonata le dicta, en esos momentos, unos movimientos por acto reflejo de la cabeza. Y sobre todo, el contraste que la mujer advierte con la última vez que recuerda haber disfrutado de algo parecido.
A diferencia de Swann, la mujer se confiesa incapaz de aprehender la música con la misma pasión de su juventud. En su caso, el fuego de Chopin está casi consumido; con esa última brasa en los ojos, pronuncia unas palabras que lo resumen todo: “siempre será delicioso”. En ese tono de añoranza, se cifra una resignación que remite, de hecho, a la esperanza más grande: la que nos asegura que, sin importar el paso del tiempo, el arte que hemos amado estará siempre ahí, aún si deja de pertenecernos o retornar a él parece un error. Y sí, toda esa música siempre será deliciosa, porque continuará en el aire. Será deliciosa para otros que, creyendo escucharla por primera vez, en realidad la recuperan del olvido común y, sin siquiera conocernos, disfrutan de sus notas por nosotros.
*La primera edición de este ensayo apareció en el número 14 de la revista Casapaís.