CUENTO / Octubre-noviembre 2014 / No. 52


 

Lo que habita en la cabeza



Víctor Roberto Carrancá

 

I

Debió atorársele uno de esos sueños excéntricos en la mitad de la cabeza. Debió atornillársele bien adentro y por eso aquel dolor tan singular en la sien.

Ella sabía que se trataba de un sueño y nadie pudo desmentirla puesto que el neurólogo de un hospital lo comprobó. Siete placas demostraron que la señora Josefina San Gaspar de Castaña tenía atascado un sueño en la cabeza y no, como sucede con frecuencia, una canción igual de cursi que empalagosa, un pensamiento suicida o uno de esos extraterrestres biliosos, parasíticos y holgazanes que crecen en el cerebro y  que la ciencia médica lleva mucho tiempo confundiendo con tumores. 

Imaginen lo que pensó el marido cuando su mujer le dijo que tenía un sueño remachado muy cerca del lóbulo frontal derecho. Por supuesto, lo primero que preguntó el señor Castaña fue: “¿El pómulo prenatal derecho?”, y aunque nada entendió de la perorata clínica que su mujer tenía bien ensayada, fingió absoluta compresión en el tema y hasta se atrevió a censurar la situación, como solía hacerlo con todas la situaciones en las que se metía su mujer, diciendo lo siguiente: “¡Faltaba más! ¿Cómo es que se te ha atorado un sueño en el glóbulo dental derecho? Que sepa yo, eso sólo sucede con el izquierdo”. La mujer no supo cómo responder a esta reconvención, aunque siempre pensó que existen sueños caprichosos que pueden saltar de un lado a otro del cerebro para ver cuál de los dos hemisferios les resulta más acogedor.

El punto es que había que desenroscar el sueño de la cabeza de la señora Josefina San Gaspar de Castaña y para eso no existe mejor lugar que un hospital. Por tal razón la mujer acudió con un neurocirujano que por tener ojos tan rojos, nariz chorreante y una boca que salpicaba más de lo que decía, parecía un bulldog enfermo antes que un médico egresado de la universidad de mayor prestigio del lugar.

Ante la visita de la mujer, el doctor explicó, entre rocío de saliva y moqueo constante, que debido al alto riesgo de que el sueño atorado estallara como si fuera un parásito sobrealimentado, deberían operar a la mujer en ese preciso instante.  

Después de llevar a cabo todos los estudios preoperatorios (que consistieron en la simple aunque efectiva pregunta: “¿cuántos dedos ve en esta mano?” realizada varias veces seguidas), el doctor trasladó a la mujer a un quirófano tan pequeño como atestado de pacientes que yacían en mesas de operaciones con el pecho abierto o abierto el vientre o abiertos el pecho y el vientre al mismo tiempo.

—¿Aquí también se opera la cabeza? —preguntó con razón la paciente del sueño estancado.
—¡No! —contestó el médico con firmeza y sin dar lugar a réplica puesto que una enfermera ya había colocado, con asombrosa agilidad, una jeringa de anestesia que lanzó a la paciente a un agujero tan profundo como el que taladraron rápidamente en la sien de la mujer.


II


La señora San Gaspar de Castaña regresó a su casa un miércoles por la mañana. Regresó con una venda alrededor de la cabeza y un frasco del tamaño de una almohada entre los brazos. Tan pronto abrió la puerta, el señor Castaña dirigió la mirada al frasco y preguntó, con fingido desinterés, el contenido del mismo. No se sorprendió cuando su mujer le explicó que ahí estaba el sueño que le habían extirpado. Ni siquiera frunció las cejas cuando ella agregó que se lo habían extraído del cerebro poco a poco, como si fuera un pan desmigajado.

—Faltaba más, ¡con que se te ocurra ponerlo en la alcoba! —advirtió el señor Castaña mientras su esposa entraba en la casa balanceándose por el peso del recipiente.

La señora Josefina pasó los días siguientes preguntándose sobre la trama del sueño enfrascado. Por supuesto, el marido la reconvino, como costumbre suya era reconvenirle todo, la pretensión de destaparlo: “Faltaba más, ¿imagínate lo que haríamos con el sueño de una mujer diseminándose por la casa y contaminado, como una plaga, a todo el vecindario? ¡Con que se trate de una de esas fantasías nocturnas que involucran actores de telenovelas!”.
A pesar de las discrepancias con su pareja, una noche, la señora Josefina se encerró en el sótano, destapó el frasco y lo vertió entero sobre la mesa donde el señor Castaña solía construir avioncitos de madera.

Lo primero que se preguntó la mujer (cosa obvia) fue cómo un sueño tan grande había entrado en una cabeza tan pequeña como la suya. Sucede que, tan pronto desenroscó la tapa y volteó el recipiente, el contenido cayó sobre la mesa y comenzó a expandirse como si se tratara de un huevo recién partido. Salió tanto líquido del frasco que cuando empezó a desparramarse por las orillas de la mesa, la mujer tuvo que retroceder para que no se le mancharan las pantuflas rosas. 


Vaciada hasta la última gota del sueño, la mujer se inclinó y comenzó a analizar, fragmento por fragmento, la composición grumosa. Fue en este punto que la señora Josefina San Gaspar de Castaña se percató de que el sueño, contrario a lo que cualquiera pensaría, no era suyo. Entre los mendrugos que se revolvían a lo largo de ese charco viscoso, ella no reconoció ninguno como recuerdo, desvarío o ilusión que pudiera vincularse a su persona.

Comúnmente, los sueños de la señora Josefina eran bastante simples, por no decir aburridos. Variaban entre visitas al supermercado, tertulias con otras señoras que vivían en la misma calle, caminatas por el parque o atardeceres vistos desde su mecedora. Lo más curioso que llegó a soñar (sucedió, solamente, en un par de ocasiones) fue que acudía a una sala de cine donde se exhibía una película que mostraba una secuencia de los episodios oníricos ya descritos; es decir, una salida al supermercado, una tertulia con amigas, una ida al parque y un atardecer en mecedora.

El sueño que podía apreciarse en la mesa del sótano del matrimonio Castaña, mostraba cosas inconcebibles para una mente como la de la señora San Gaspar. Omítase la perfección y opulencia que se apreciaba en cada uno de los elementos que componían el lugar donde se desarrollaba esta fantasía; aunque la mujer sabía que ella jamás podría concebir tanto detalle en un escenario, lo que la contrariaba era la trama que acontecía en el mismo.

Por ello, convencida de que la pesadilla de alguien más se había introducido en su cabeza, la señora San Gaspar cogió un cucharón de sopa y regresó todo el líquido a su recipiente. Después de esconder el frasco en un baúl, la mujer subió a su alcoba y se recostó en la cama. Pasó el resto de la madrugada retorciéndose entre las cobijas por un sentimiento de culpa semejante al que siente un niño al haber visto, a través de la cerradura de una puerta, una escena prohibida en el cuarto de sus padres.


III


—Le repito, ese sueño no es mío —aseguraba la señora San Gaspar mientras el doctor Katzenjammer revisaba cada espacio de la fantasía que se había desparramado en el diván.

—¿Y de quién va a ser, entonces? —cuestionó el psicólogo, pasando las manos sobre el sueño como si fuera un tapete aterciopelado y limpiándoselas, después, en la solapa de su abrigo.

—Pues mío no es. Ya decía yo, tanto dolor era por algo. Nadie puede sentir tremendos martillazos en la cabeza de no ser porque le está creciendo algo perverso.

—¿Perverso? —preguntó el hombre, acercándose la pipa— ¿Perverso, dice usted? Señora, pero si todos somos perversos. El sueño es suyo, sin duda. ¿Su contenido? ¡Perfectamente normal! Plagado de simbolismos que usted se ha generado y que resultan, a esta ciencia, hasta aburridos.

—¡¿Cuáles simbolismos voy a andarme inventando?! Yo sueño con mi amiga Pietra y con Susanita, la que vive en la casa amarilla que tiene un timbre que suena como campana de iglesia. ¿Qué voy a andar invitando simbolismos si con mis amigas tengo para entretenerme las doce horas que duermo? Y déjeme decirle que ninguna de ellas, que yo sepa, anda con ningún simbolismo. Todas ellas son tan buenas mujeres como yo. Simbolismos, dice usted ¡debería darle vergüenza! ¿Qué voy a andar haciendo yo con simbolismos?

—Pero señora, así es la mente humana. Se trata de algo simple, algo perfectamente natural. Todo es justificable, cuando se trata de simbolismos. Permítame mostrarle. ¿Ve esto de acá? —inquirió el doctor Katzenjammer, señalando una de las esquinas del sueño.

—Sí, lo veo.

—¡Una imagen fálica, sin duda!—exclamó el médico.

—Fálica. Sí, fálica —respondió la señora San Gaspar, hablando despacio y subiendo los ojos intentando encontrarse entre las cejas el significado de la palabra. 

—¿Y ya notó esta cosita pequeña que está aquí? —continuó el doctor Katzenjammer colocando el dedo índice de una mano en el centro del sueño mientras, con la otra, se acomodaba los anteojos.

—No. No la había visto. Me parece que se trata de uno de esos relojes viejos…

—¡Un falo!

—Un fálico, sí. Eso es lo que iba a decir.

—¿Y esto de acá?

—¿Se refiere a la puerta?

—No, qué va a ser una puerta. ¡Es un símbolo fálico!

—Oh, ya veo.

—¿Esto?
—¿La silla donde se encuentra sentado el….?

—Una silla y a la vez, ¡un símbolo fálico! ¿Aquello?, ¡fálico! ¿Eso otro?, un falo, otro falo y un falo más. Mire por aquí, falo, falo, falo. ¿Lo ve? Todo es perfectamente normal. ¿No lo entiende? Se trata de un sueño edípico. Un sueño tan edípico que hasta me parece monótono y demasiado simple para analizarlo. Deseos reprimidos desde la infancia. Imágenes fálicas. Simbolismos simplones. Un complejo demasiado común. Si a usted le resulta extraño es porque así opera la resistencia. Resistencia, señora, solamente resistencia. Así funciona el inconsciente.

—Bueno, ¿y qué se supone que haga con todos estos fálicos? —preguntó la mujer, señalando el sueño que, de tan manoseado, había perdido el color.

—Lléveselo, hágalo suyo y después, libérelo. Déjelo ir como si se tratara de un ave herida que, después de sanar sus alas, está lista para emprender el vuelo. Créame, reprimirlo sólo agravará el problema. Déjelo ir, sin temor alguno, y ya verá que sus miedos, esos miedos que llevan años complicándole la vida, desaparecerán solos.


IV


Por atender las indicaciones del doctor Katzenjammer y con el único fin de deshacerse de un sueño que bastante penurias había causado en la vida de esta mujer sencilla, la señora Josefina San Gaspar de Castaña compró una plana entera en el periódico de mayor circulación de la ciudad.

Utilizó una parte sustancial del dinero que el matrimonio tenía en el banco. Un acto tan impensado como valeroso, puesto que si el señor Castaña se enteraba de que su mujer había gastado la mitad del dinero guardado para el cumpleaños de aquella tía abuela que vivía en Bagdad, y de la que nadie sabía nada desde hacía diecisiete años, el sueño se convertiría en el menor de los problemas para la mujer. Aun así, armada del valor que confieren las fantasías mal digeridas, la mujer pagó toda una hoja en el periódico Armonía social, donde colocó el siguiente encabezado: “Se busca dueño de sueño extraviado”

Bajo este anuncio, con una letra inmensa que no podía evadir a la vista, había una pequeña síntesis que evitaba, por ahorrar dinero, casi todos los detalles de la pesadilla. Tras una breve descripción del lugar donde acontecían los hechos, la señora se limitó a poner el episodio sustancial de su drama alucinado: “el horrible asesinato de un pobre e indefenso anciano quien muere a manos del perverso soñador”. Finalmente, la mujer aprovechó las líneas restantes para asentar su número telefónico y dirección.

Tan pronto se publicó la nota, la señora San Gaspar se sentó en la sala y clavó los ojos en el teléfono con la esperanza de que su mirada pudiera despertar un aparato que dormía la mayor parte del tiempo. Sin embargo, ningún sonido se escuchó en toda la casa. Lo único que rompió aquel silencio que también se había aburrido de tanto esperar, fue la voz del señor Castaña quien, al llegar de su trabajo y antes de subir a acostarse, recriminó a su mujer del siguiente modo: “Faltaba más, ¡con que a alguien se atreva a llamarnos en medio de la madrugada!”.


V


Tres días después, cuando sonó el timbre de la casa del matrimonio Castaña, la señora San Gaspar se levantó y corrió a abrir la puerta como una niña que quiere alcanzar un camión de helados. Al ver la carrera torpe de su esposa, el señor Castaña se encogió en el sillón como si éste pudiera tragárselo, extendió lo más que pudo las hojas del periódico y gritó, sin dejar de leer: “Faltaba más, ¡con que se trate de uno de esos primos tuyos que siempre necesitan dinero!”

La puerta de la casa, engalanada por una campanita que repiqueteaba al abrirse, reveló a un hombrecillo de camisa abierta, con más pelo en el pecho que en su cabeza ovalada, y cuyos ojos se escondían tras unas gafas oscuras que se le escurrían por la nariz. Al ver al extraño, la señora Josefina se inclinó un poco y articuló un largo y agudo: “Dígameeeee”.

El visitante tomó aire, hinchó el pecho y esponjó cada uno de esos cabellos que protegían, como alambre de púas, sus pectorales inflados. Después, con una voz susurrante y que de tan baja parecía dispersarse entre el gorjeo de los pájaros más lejanos, sentenció: “El sueño, entréguemelo”.

—¿Disculpe? —preguntó la mujer inclinándose un poco para acercar la oreja izquierda a la boca del extraño.

—El sueño. Entrégueme el sueño —contestó el hombrecillo, alzando un poco la voz y extendiendo una mano.

—Ah, el sueño. Es su sueño, entonces. ¡Muy bien! Me parece excelente —dijo la mujer con sarcasmo y entró a la casa zapateando para salir, minutos después, con el frasco entre las manos. Tan pronto se detuvo frente al visitante, colocó el recipiente en el suelo y  lo deslizó de manera que quedara detrás de sus piernas—. Pues déjeme decirle que me ha causado muchísimas penas su sueñito este. Mire, todo comenzó con un dolor de cabeza que…

—Entrégueme el sueño —interrumpió el extraño.

—A ver, a ver. ¿Quién se cree para exigir las cosas de ese modo? ¿Qué su padre nunca le enseño modales? Si quiere que le devuelva el sueño tiene que decirme la palabra mágica.

—¿La palabra…? —preguntó el hombre rascándose la calva.

—Mágica, sí. Si usted quiere su sueño tiene que decírmela.

El individuo permaneció en su sitio con la cabeza inclinada y la mano en la boca. Murmuraba de manera imperceptible, como tratando de babosear las letras y extraerlas con los dedos.

—A ver, repita conmigo —continuó la señora San Gaspar, con tono conmiserativo—, Dulce señora…

—Dulce señora…—repitió, muy obediente, el extraño.

—…¿sería tan amable…

—…¿sería tan amable…

—…de devolverme mi sucio…

—…de devolverme mi sucio…

—…inmoral…

—…inmoral…

—…doloroso…

—…doloroso…

—…y fálico sueño…

—…y fálico sueño…

—…por… —y aquí la señora San Gaspar hizo una pausa esperando que el hombrecillo adivinara el resto.

—…por…

—¿…por…? —repitió la mujer.

—…por…

—¿…fa…?

—…fa…

—…vor?

—…vor.

—A ver, ahora dígamelo completo.

El extraño miró a sus lados avergonzado, tomó todo el aire que cupo en su pecho y exclamó con voz tan atropellada que apenas pudo distinguirse lo que dijo: “¿Podríadevolvermemiseñodeunavezporfavor?

—Sí —respondió la mujer con una sonrisa y ante esta declaración el hombre relajó los hombros y exhaló con despreocupación—, pero primero, déjeme terminar. Pues fíjese que los fálicos estos causaron tremendos simbolismos que se sienten como si un martillo…

—Pero… —intentó interrumpir el extraño aunque su interlocutora decidió ignorarlo.

—…le estuviera golpeando todo el tiempo en la cabeza. Por eso tuve que acudir a un médico que me sacó todo el sueño para después enterarme de que ni siquiera era mío y entonces me vi obligada a ver a un psicólogo que me cobró como si le hubiera pedido que convirtiera las imágenes en un collar de perlas y pues me sale con que se trata de una serie de fálicos que le salen a uno por andar con simbolismos que nada tienen que ver conmigo y pues entonces me dije que no debía regresar esta mugrosa pesadilla a su dueño sin una indemización. Así es, me ha escuchado bien: una indemización por haberme traído tantos problemas con este sueñito. ¡Sueñito elíptico este! Plagado de fálicos que causan simbolismos que le punzan a uno la cabeza como si un gato estuviera arañando los pensamientos. Por eso exijo ser indemizada como corresponde. Así que, si usted me hace el favor, le pido que….           

La frase se cortó puesto que todas las palabras que habían en la boca de la señora Josefina San Gaspar de Castaña, fueron atravesadas por una bala que, en su recorrido veloz, trituró verbos, reclamos, dientes y cráneo, para salir por la nuca e impactarse a un lado del sillón donde el señor Castaña leía su periódico y quien, al escuchar la detonación, se limitó a recorrer las hojas para llegar a la sección de deportes y declarar: “Faltaba más, ¡con que se trate de uno de esos mocosos que andan echando petardos sin que sean fiestas patrias!”.

Desafortunadamente, nadie escuchó el reclamo. Su mujer estaba en el suelo con la cabeza abierta y el extraño visitante ya había salido corriendo llevando entre sus manos, la única manera de asesinar una y otra vez a su padre sin tener que pagar por el crimen.

 


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Víctor Roberto Carrancá (Ciudad de México, 1984). Licenciado en Derecho, egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM y cuenta con estudios de Maestría en Letras Iberoamericanas. Obtuvo el primer lugar en el Cuarto Concurso de Cuentos sobre Alebrijes (INBA y MAP, 2010) y mención de honor en el Primer Certamen Panhispánico de Relato Breve Letra Turbia (España, 2011), entre otros. Ha publicado en diversas revistas, como Crítica, Vice (en línea), PicnicSexenioSdL; y en las antologías de cuento Estación Central Bis (Ficticia, 2008), Letra Turbia (Asociación Juvenil Letra Turbia, España, 2012), Ficciones en fuga. Narrativa breve desde Puebla (3Norte, 2014). En enero de 2014 se publicó El espejo del Solitario (Ficticia, CECAP), su primer libro de cuentos.

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 115, febrero-marzo 2025

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Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
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fecha de la última modificación 5 de febrero de 2025.

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