Rolando R. Fullton
Son las diez y media de la noche y el pinche trabajo no se termina. Las luces de la oficina están casi todas apagadas; quedan, si acaso, la de mi escritorio, la del cubículo que está frente a mí, un par más hasta el fondo en la primera hilera de escritorios —yo estoy en la segunda de un total de tres— y la de los dos pasillos que conducen hasta la salida. Me asomo por encima de la mampara que separa cada uno de los cubículos y veo a Claudia concentrada con su mirada clavada en una hoja de papel que sostiene con la mano. ¿Será que sigue revisando alguna de las notas que le pidieron redactar en la mañana? Pienso en ponerme de pie y ofrecerle mi ayuda, pero temo que luzca como un intento desesperado por pasar más tiempo con ella. Subo el volumen de la música con el control integrado en los audífonos y vuelvo a la pantalla que tiene las cifras interminables de los gastos de la revista: colaboradores internos, colaboradores externos, portada, centrales, imprenta… Francamente no sé cómo a los editores se les ocurrió que esto era un buen negocio, ¡ja!, literatura, yo por eso soy contador.
Mientras sigo calculando algunas cifras, noto que una de las luces del fondo se apaga. Algún afortunado que por fin terminó su turno y logra escapar de la redacción. Me asomo nuevamente por encima de la mampara en la que recargo algunos de los libros que me llegan como cortesía de las editoriales: Edgar Allan Poe, Lovecraft, Horacio Quiroga, pero no les presto atención a éstos y me fijo nuevamente en Claudia que sigue ensimismada en la misma hoja de hace rato.
¿Qué será? Parece que no se ha movido en todo este tiempo que he estado vaciando cantidades en Excel. ¿Tan difícil es lo que tiene enfrente? Regreso a mis cuentas y se apaga otra de las luces que quedaba encendida además de la mía, la de Claudia y la del pasillo que nos une como último reducto entre las tinieblas. Parece como si una fuerza que excede nuestro entendimiento conspirara para que compartiéramos estos minutos y se volvieran un momento de intimidad: sólo ella y yo en medio de esta penumbra.
Cuando estoy por terminar el conteo echo un último vistazo por encima de la muralla que nos separa a Claudia y a mí, donde sólo nos envuelve la espesa sombra de la redacción. Veo que no se ha movido nada, ni la mirada ni la postura, su cabello lacio sigue aplomado sobre sus hombros rígidos, la hoja permanece estática en su mano y desde mi lugar alcanzo a notar cómo aprieta ese pedazo de papel tan fuerte que los tendones de su muñeca y su brazo se tensan y se marcan debajo de su piel, amoratándose en líneas rizomáticas. Al momento que decido levantarme de mi lugar para ir con ella entra una llamada y respondo desde el control de mis audífonos. “Román, soy Claudia, ¿aún sigues en la oficina?”.