María José Mancera
Cuando James salió del café, su bicicleta ya no estaba en el poste donde la había dejado. Pronto olvidó el pan de hojaldre con guayaba —you have to try it— y el flat white que tanto le habían recomendado. Recorrió con la mirada los alrededores, se rehusaba a aceptar que su bici hubiera desaparecido. Le había puesto un candado que compró en Walmart, uno de esos de cable flexible y clave. Nadie le advirtió que con unas buenas tijeras esos cables se cortan cual mantequilla. Registró el área más de una vez antes de resignarse y regresar a pie al departamento que desde hace algunos meses se había convertido en su hogar.
James llegó a la Ciudad de México un par de años después de que comenzara la pandemia del covid-19. Él y su amigo y colega Matt tomaron la decisión de irse de Texas para probar algo diferente después de haber vivido ahí más de ocho años. Su deseo confluyó naturalmente con la corriente de conocidos que se mudaban a México y la gradual transición de trabajos en línea. Finalmente, la tensa situación política en Estados Unidos, que se hacía cada vez más asfixiante, terminó por motivarlos a salir del país.
La empresa donde trabajaban tardó en permitir a sus empleados, en los casos posibles, laborar remotamente. Se trataba de una empresa que ofrecía servicios digitales para plantas industriales y que manufacturaba piezas para electrodomésticos —licuadoras principalmente—. Aunque la demanda por los servicios digitales opacaba desde hacía una década a la de manufactura, la junta directiva se rehusaba a abandonar la terrenal misión que le dio vida a la empresa. Mantenían una tienda física en la ciudad donde estaba la fábrica, un bastión de la cultura de Brick and Mortar en un mundo de presencia fantasmal. Cualquier época que viniera después de la gloriosa era industrial de principios del siglo XX en Estados Unidos sería de segundo orden.
James y Matt estudiaron juntos en Austin. Se conocieron durante el primer semestre en la clase de Introducción a la Física, materia que todo aspirante a ingeniero debía tomar. En el segundo año de la universidad vivieron en un departamento de cuatro cuartos fuera del campus con distintos roommates. Después de graduarse consiguieron trabajo en la misma empresa y se mudaron a un nuevo departamento, operación que repitieron en la Ciudad de México.
—Shit man, my bike got stolen.
—What? What happened? Are you alright?
—Yes, I just came out of the cafe and it was gone.
—Shit! I’m sorry, man, that sucks. What are you gonna do now?
—I don’t know, I guess it’s useless to call the police.
El episodio llevó a James a Facebook para ver qué podía hacer. Lo primero que se le ocurrió fue buscar grupos de ciclistas de la ciudad. Y vaya que encontró grupos: colectivos de aguerridos militantes, una amplia red de biciescuelas y organizaciones de derechos y defensa de ciclistas. Después de deambular un rato por el gran entramado de organizaciones sociales, encontró justo lo que buscaba: un grupo de bicicletas robadas. La última publicación en el grupo tenía un par de horas y había una docena de entradas en el último mes. Para reportar el robo, los usuarios subían un retrato de la bici. Había desde capturas simples, tomadas en un zaguán, hasta composiciones cuidadosas donde la bici lucía frente a icónicos paisajes urbanos o salvajes vistas naturales.
James se arrepintió de no haber fotografiado su bici. La compró poco después de haber llegado a México. En el otoño de la vida de los sindicatos y de las hipotecas para adquirir viviendas, la empresa texana le había dado a sus empleados jóvenes un bono para comprar hardware y practicar la actividad recreativa de su elección. En pocas palabras, les daban dinero para que compraran un juguete. James adquirió una bicicleta y Matt un sintetizador. Con ese generoso presupuesto James pidió en línea una bicicleta de montaña profesional. Pensó que le serviría para navegar bien entre los baches, coladeras y topes de la ciudad.
Frente a la computadora y desde su cuarto llamó a Matt, que tenía mejor español que él, para pedirle su opinión sobre publicar un anuncio en Facebook. Matt consideró que era buena idea y redactó un breve mensaje que reportaba hora y lugar del robo, marca y rodada de la bici. James subió el anuncio con una imagen de esa bici que encontró en internet. Algunas horas después, ya había comentarios en la publicación. El que fuera una bicicleta muy cara dividió la discusión en dos bandos: por un lado, los que lo culpaban por dejar una bici de tan alta gama en la calle sin vigilancia y lo interrogaban sobre el tipo de candado que le había puesto a la bici; por otro lado, los que mostraban solidaridad y lo defendían de los inquisidores. Pero el comentario que más lo inquietó fue uno que apelaba a “hacer el correcto reporte ante el MP”. Antes de entender que MP se traduce como Office of the Public Prosecutor, el mensaje solamente lo intrigó. El llamado al comportamiento moral, ante el MP, le provocó un vacío en la boca del estómago que lo hizo desear no haber visto esa recomendación. Aparte de esos comentarios, nada. Ninguna pista sobre cómo recuperar la bici, pero aún así le consolaba que hubiera testigos más allá de su psique, aunque fueran virtuales y una huella fuera de su memoria, aunque todo fuera virtual.
Unos días después, James vio en su bandeja de entrada un mensaje de un tal Juli Boni, con dos gatos siameses de foto de perfil: “Hola, recupero bicicletas robadas y te puedo ayudar a recuperar la tuya.” Sorprendido, llamó a Matt para comentar el punto. Está raro esto, ¿no? ¿Por qué alguien haría algo así nada más? Seguramente quiere dinero, ¿o será una extorsión? ¿Un asaltante? ¿Me habŕa identificado como gringo y se quiere aprovechar de mí?
Intercambiaron algunos mensajes con Juli, quien les aseguraba haber identificado la bici en una oscura plataforma de compra y venta de bicicletas robadas. Les dijo que tenía años de experiencia recuperando bicis robadas y que conocía cada rincón del movimiento bicicletero de la capital. El que los citara en el pasillo de galletas, cereales y barras de un Walmart, y el que les pidiera que fueran acompañados de algunos amigos, los animó a presentarse al encuentro.
¿A quién llevarían de refuerzo? A pesar de que ya tenían algunos amigos, no se sentían con la confianza suficiente para convocarlos a la misión. Temían que el mensaje a sus compatriotas, por más relajado y cómico que sonara, podría detonar una incómoda discusión sobre la seguridad en México, algo que desde que llegaron prefirieron ignorar. Además, habían cruzado un punto de no retorno: la curiosidad de ver qué pasaba en el estacionamiento del Walmart y la esperanza de recuperar la bici se había asentado en los dos. Y el potencial narrativo era enorme, tendrían una historia digna, ya sea del Wild West o surrealismo mexicano, para contarle a sus paisanos.
Llegaron en Uber al Walmart de Miguel Ángel de Quevedo. Se bajaron junto a la estación de metro —sin sospechar lo rápido que hubieran llegado por ese medio—. Pasaron por la zona de puestos de la salida del metro, las luces y el movimiento estimulaban sus ya de por sí alterados nervios. Cruzaron la frontera entre la banqueta y el territorio del Walmart. Caminaron por el enorme estacionamiento bajo un sol intenso. Eran las tres de la tarde y el cemento despedía el calor que había absorbido a lo largo del día, formando un malsano campo de radiación. El alivio que sintieron al entrar al Walmart los transportó a Texas en verano, aunque ya hubieran necesitado un suéter para no congelarse en el interior climatizado. Se dirigieron al pasillo de galletas, cereales y barras y al fondo vieron a una mujer muy bajita, de unos setenta años, de tez morena clara. Tenía una caótica cabellera rizada de poco volumen, que iba de canoso en la raíz a rojizo-anaranjado en las puntas. Alrededor del cuello llevaba una palestina chiapaneca color morado con pompones. Vestía un huipil de guerrero, jeans holgados de mezclilla gruesa y botas de cuero. En cuanto hicieron contacto visual y se acercaron a ella, vieron sus pequeños ojos negros y pícaros, un tanto hundidos y rodeados de abultadas ojeras. Los saludó como gran matriarca, mostrando ternura protectora y autoridad indisputable.
—Ay Dios, pero estás igualito a Hugo Stiglitz en La noche de los mil gatos — le dijo a Matt, quien respondió con una boba sonrisita.
Acto seguido, les compartió el plan.
—Miren, como ya les dije, el ladrón va a venir con la bicicleta. Lo cité en el estacionamiento. Tú, Hugo, te quedas cerca, pero hazle como si no nos conocieras —dijo señalando a Matt—. Y tú, James, vienes conmigo, voy a decir que eres mi sobrino, pero no hables porque van a ver que eres gringo.
Ya en el estacionamiento llegó un jovencito, un adolescente casi, que manejaba un March. Se estacionó cerca de Juli y James, quienes se acercaron en cuanto el chico bajó la bicicleta del asiento trasero del auto. James la reconoció de inmediato y la miraba sin poder creerlo. Matt también miraba atónito desde el aparador de geranios y orquídeas junto a la entrada.
—Hola, Juan. Soy Juli y él es mi sobrino.
Juan apoyó la bicicleta contra un poste para intercambiar un saludo de mano
—Mira, soy de la colectiva Coatlicue en ruedas y esta bici que me estás vendiendo es robada.
Al jovenzuelo se le botaron los ojos. Miró a Juli y a James fugazmente y salió corriendo hacia su auto para fugarse del lugar.
Juli se veía satisfecha, sus ojitos brillaban intensamente y en sus finos labios se dibujó una ligera mueca que no llegaba a ser sonrisa. Miró a James y en silencio se acercaron a Matt. Sin sonido alguno, estiró la mano, cubierta con manchas de sol, para despedirse, dejando ver el anillo de tzompantli. James trató de expresar su gratitud, pero entre su asombro y deficiente español, sólo logró balbucear algunas palabrillas. Juli asintió con la cabeza a modo de despedida, mirando por turnos a cada uno, se dio la media vuelta y caminó con rumbo al bullicio de la estación del metro.
Ya en el Uber XL, donde cabían cómodamente con la bici, James y Matt iban eufóricos. Los baches, los vendedores ambulantes y hasta el tráfico les parecían épicos.
—Man, she was such a badass. Did you see the skull ring on her finger?
Siguieron la conversación hasta llegar al departamento. James colgó la bici en el soporte de la pared y vio el cuadernillo con el manual y la garantía de la bici en el mueble de junto. Lo abrió y se encontró con el número de serie. Al compararlo, se espantó. Leyó de nuevo: los números no coincidían.