Crónicas resquiciales
Tadeo Cervantes
pero la noche parece saber de mí
Alejandra Pizarnik
Más allá de la crónica, esto es una borradura. Una enmienda que no busca relatar la verdad de un espacio, no busca iluminarlo, es un esfuerzo por su operación contraria, por sobresaturar lo dicho sobre los espacios de encuentros homosexuales. Devolverle su potencial resquicial, su dominio de los “entres”, de lo que se juega en el filamento de la noche y el neón; en la espesura de las rocas volcánicas, en el camino verde de Ciudad Universitaria, de sus pastizales secos y alongados; en la solidaridad de una mano con la bragueta solidaria del último vagón del metro; en toda esquina liminal de algún baño público en la Ciudad de México; en todo lo nuboso, lo cálido, lo proveniente del reino de lo condensado, el sudor, el semen, el vapor, la saliva, todo aquello que borbotea por los techos de los baños Finisterre. Yo, como toda marica, soy servil ante las artes de la oscurecencia, monja beata de la desaparición. Me siento pecadora, traidora, inicio este ejercicio de escritura desvanecente, revelando, mostrando, hablando de nuestros cultos y de nuestras catedrales. Éste escrito es una condena.
Históricamente lo marica se construye mediante rumores, en un proceso de develaduras, de encontrar en las minucias las huellas de la jotería, de mostrar lo que la heterosexualidad esconde, esto que ha sido denominado clóset. La homosexualidad, más que una marca, es un rastro. Es un proceso de captación de señas, una lectura frágil y cautelosa de los gestos y de los espacios, de observar la mirada, la dirección que tiene el peso de las manos, los residuos y las rebabas, los sobrantes del territorio heterosexual. Nosotras: exégetas de los cuerpos, de los andares torcidos y de los que se figuran rectos. ¡Cautelosas! Una falsa interpretación podría desatar un “¡Qué me ves, pinche putito!”. El insulto revela la estructura del pensamiento hetero. Ya que éste funciona de una forma contradictoria, borra a la vez que marca. Marca y muestra lo diferente en tanto diferente. A la vez, borra esa diferencia y, en esa supuesta ausencia, construye una fantasía de normalidad. Lo vemos en toda crónica e historia hetera que supone un mundo donde las relaciones hombre-mujer son centrales y en apariencia normales. A este señor que insulta, o a este escritor hetero que narra, se le olvida que toda borradura deja marcas; que la ausencia es la presencia de un vacío.
Toda crónica resquicial opera en dos sentidos. El primero, como testimonio y archivo, busca conservar los rastros de la vida marica, retener su fugacidad. El segundo es la vocación de todo archivo: al preservar tiende a borrar. Archivar implica seleccionar, decidir qué es lo importante, discernir entre lo que vale la pena ser rescatado, frente a aquello que tiene que estar en el olvido. Escribir desde la jotería es asumir una tensión entre lo que mostramos y lo que borramos, lo que se cuenta y lo que se deja fuera, entre la naturaleza de la fugacidad y de la permanencia, entre mostrar y ocultar. Esta crónica es una pregunta por el afuera, por la borradura. Deducir el potencial de la fugacidad. Un recontacto con el poder del borde.
La vida hetero contiene una promesa de futuro, de permanencia, el felices para siempre, el hasta que la muerte nos separe. Para los griegos no sólo existe el tiempo que conocemos. Kronos, que es lineal y sucesivo, propio del matrimonio. También está el kairos, la temporalidad de lo espontáneo, aquello que hay que atrapar, un entretiempo que se abre en la sucesión lineal de la historia. ¿Acaso la jotería no es eso? Somos entretiempos que se dan en la linealidad del transcurrir heterosexual. El metro avanza, transporta trabajadores, señoras con manos repletas de bolsas verdes del súper, en el hombro una mochila, en el dedo un envoltorio frutal de plástico azul, en otra mano un infante; cúmulos de estudiantes que se golpean y bromean en los pasillos del vagón; observadores del celular; vendedores ambulantes que resisten al higienismo laborista del gobierno de la Ciudad de México. Es en esa cotidianidad, que parece el transcurrir normal de la vida, en que en el último vagón, con una delicadeza diáfana y breve, un larailillo se frota frondosamente contra el pantalón azul brilloso de un oficinista en cuyo pecho cuelga la tarjeta de acceso a un call center ubicado en Avenida Reforma. Ahí está el kairos que el larailo y el oficinista supieron apresar. Entre la muchedumbre que les sirve de cobijo, en el momento exacto cuando el metro avanza, cautelosas de la mirada juzgona y policiaca, la oportunidad aparece. Ellas, mis maricas, devienen cazadoras; Dianas que han flechado la fugacidad del instante.
La vida matrimonial, monótona y por momentos patética, se compone de eventos: vestido blanco, casa propia, dos o tres hijos, la rutina de una oficina, comida con los padres el domingo, pelea por los muebles, pelea por los mensajes, pelea por la comida o por los padres o por los hijos, perros, gatos, precario trabajo doméstico, la contaminada idea del legado, la trascendencia. Es en ese peso sofocante de tiempo donde disparan violentamente contra nosotras. Balas que son la ansiedad insoportable de un inminente destino rodeado de tabla roca, laminado y pinol, que son la carga de mantener la linealidad de los sucesos, el mandato del kronos. La homofobia es un miedo al kairos, al acontecimiento del presente, al terror de que mi niño sea travesti, al horror corporal de descubrir orificios hasta ahora impensables, al pánico familiar contra otro tipo de formación que no sea madre-padre-hijos. Los escondrijos maricas encarnan todo este potencial, hay en todo laberinto puteril una experiencia que se contrapone al transcurrir normal del habitar heteronormal. En todo encuentro joto existe, aunque sea en una cantidad infinitesimal, la potencia de desestructurar la linealidad rígida, cargada de futuro, de distopía heteropatriarcal.
Esnifamos empalagosas el olor de la normalidad. Sucumbimos a su idea de linealidad. Gimoteamos deseosas la distopía doméstica del mundo heterosexual. En toda marica se esconde una potencia resquicial. Una potencia ínfima que, imperceptible, habita todo escondrijo sexual. Que nos ha dejado su marca. Que late desde la cicatriz, desde la borradura, desde la latencia de lo que se desvanece. Esta crónica es su conjuro. Un canto para su invocación. Un llamado a la ley mágica del contacto. Provenimos de esos entres a los que nos ha relegado la heteronormalidad. Clamamos por el poder del filo, de ese vacío que ahora ha devenido en abismo, en agujero negro. Fauces de jotas engullidoras de la normalidad del mundo. Crónica que deviene en conjuro.