Cuento / agosto - septiembre 2024 / No. 112

Parpadea para recibir ayuda

Arturo Santeliz



Bssst. Bssst. Bssst.

La alarma del despertador vibró más de dos veces, en ese hueco entre sus párpados y el cráneo, antes de que el Sebas abriera los ojos. “11 de junio, 4:30 am”, leyó en el reloj sin despertar por completo. Tenía un mes con esta nueva configuración, pero aún no se acostumbraba. Había quitado el sonido, dejó sólo el vibrador. Odiaba a muerte el pitido de la alarma en su mema a media jeta, decía. No obstante, no era la única programada y volvería a sonar dentro de tres horas para recordarle llamar al trabajo luego de terminar sus trámites.

Su cabeza era una matraca, el cerebro le quedó medio entumido. Ni pedo, pensó, después de arrepentirse, como todas las mañanas desde que se puso el chip en el cerebro. Trató de calzarse la ropa e irse a tramitar la incapacidad al seguro social, pero aún no cargaba bien la señal y sentía que pensaba todo desde lejos. Era lo nuevo: “olvídate de preocuparte por el celular”, decían los promocionales, “todas las funciones de tu smartphone, y más, a un pestañeo”.

Una hora más tarde, la calle se encontraba vacía, apenas iluminada y sumergida en la noche profunda. Algunas personas arrastraban su sombra por las paredes de tabiques pelones, donde la pintura de los graffitis no termina de impregnar, y caminaban por una calle sin basura, pero llena de esa mugre triste que sudan las casas en Ecatepec.

Las lámparas fallaban y el camino era oscuro. Sólo los altares a San Judas y a la niña reflectaban sus luces led, lo suficiente, como para que los huesos blancos de la santita descarnada medio iluminaran el camino. El Sebastián iba al cuidado de que ningún verraco le brincara de alguna de las esquinas para coronarse y bajarle sus pertenencias: los cincuenta pesos en monedas colgando de la bolsa de los pantalones. Nada más. Lo suficiente para ir a la clínica y regresar.

Quiso buscarles la cara, a fin de no ser tomado por sorpresa, pero usar el identificador de rostros quizá saturaría la memoria disponible o haría saltar algo no deseado dentro de su cabeza. Desde el golpe en el trabajo, el aparato cada vez se comportaba más inestable. Prefirió no correr riesgos y apretó el paso.

Ni que me vayan a quitar el puto chip de la cabeza, pensó cuando llegó a la parada, mientras fantaseba sobre cómo le sacarían el aparato por la nariz e imaginaba a su cerebro estirándose como un moco largo y pegajoso. La idea hizo reír al Sebastián antes de hacerse ovillo en su lugar, luego de subir a la combi.

Ya en posición, dio dos pestañazos, con los ojos señaló a la izquierda e hizo la selección. Dentro de su cráneo comenzó a sonar una cumbia pastosa que le escurrió por el cerebro “Cómo extraño mi sabana hermosa, perdido en la coordillera”. Tan pinche caro y al final sólo me deja escuchar música y mandar mensajes, se dijo mientras su pensamiento interrumpía la melodía. Por eso mismo tuvo que madrugar e ir a hacer el trámite en persona y no a través de la página de internet. No se presentaba en su chamba desde hace unos días. Debía darle solución ya, no quería que lo corrieran o, peor, le dejaran de pagar en el trabajo.

Las luces neón de la combi no lo dejaban dormir, pero el vaivén del vehículo entre los baches lo metió en un sopor bajo el cobijo caliente de las respiraciones pesadas de los otros pasajeros. Aún no se incorporaban a la carretera federal, cuando subió.

Era alto y flaco, usaba gorra, tenía el cuero pegado a la cara y cejas escasas. Carecía de cachetes, pero una enorme nariz aguileña acaparaba toda la piel que les correspondía. Presumía las encías negras y los dedos amarillentos de los que fuman foco. Vio a todos lados cuando ingresó en el vehículo, saludó a uno de los pasajeros que llevaba puesta la capucha de la sudadera y anidaba en los asientos de atrás. Seguido de esto, se sentó en la primera fila con la mochila enorme y vacía cubriéndole el regazo. A diferencia de los demás viajeros, no hizo amague de dormir.

El Sebastian tragó gordo y quiso desaparecer en su asiento. Reconocía las señales, la mirada dura, los ojos se le chispaban vigilantes; sus globos eran rojos entre el desvelo y los estupefacientes. El tic nervioso en los dedos de los piedrosos, la mochila grande y vacía para llenarla de las pertenencias de los usuarios. Ya valió verga, se dijo a sus adentros reteniendo el aliento.

No traía nada encima. Me van a picar o mínimo me van a meter una chinga, entornó los ojos para bajar el volumen a la música y pensar mejor. No era su primer asalto, sabía cómo funcionaba. Después del “¡ya valieron madres!”, el sujeto se pararía junto a su compañero de la capucha. Vienen sincronizados y cuando este wey me pase báscula, me va a poner en mi madre, pensó. De manera intrusiva, las palabras del médico le repicaron desde atrás de los tímpanos: “Nada de poner a trabajar de más el aparatito ese, un golpe fuerte, hace corto y no la cuentas. Esta vez tuviste suerte.”

Posó instintivamente la mano sobre la sien derecha, donde estaba alojado el chip. Revisó a los lados. La mayoría dormía, parecían no tomarle importancia a los dos sujetos. Echó una mirada a la combi, no daba señales de tener los nuevos sistemas de seguridad. En cambio, contaba con un sistema de lásers sincronizado con la música, el cual lanzaba patrones coloridos al aire, figuras alucinantes que a veces ilustraban la letra de las canciones. Aún estaba bastante lejos para bajarse y caminar. No podía darse el lujo de tomar otro transporte. Si lo hacía y regresaba a casa, perdería el trámite.

Fue lo mejor que se le ocurrió. Parpadeó rápido, hizo girar las opciones dentro de su cabeza. Ahí estaba. Activaría el reconocimiento facial, escanearía su gran nariz de chile jalapeño, pensó, y si tenía coincidencias criminales, llamaría al 911.

Seleccionó la aplicación con un movimiento de la retina y comenzó a correr. Un filtro gris se posicionó en su ojo, desplegando un cuadro verde donde debía hacer coincidir la cara del sujeto para comenzar con el análisis. Centró su nariz en el cruce de las diagonales y miles de caras comenzaron a correr sobre la máscara huesuda. Dejó de parpadear. Poco a poco se iban identificando los rasgos y congelando un segundo rostro holográfico sobre la jeta con la cual compartía el mismo gesto aburrido. El análisis, fuera del ardor de los ojos por mantenerlos abiertos, se completó sin sorpresas.

El programa estaba a punto de arrojar el nombre del sujeto cuando de golpe se puso todo negro para el Sebas. Tenía los ojos abiertos, pero no lograba ver nada. Tampoco podía cerrarlos o abrirlos. Le picaban. Poco a poco la visión regresó a él junto a la música que subió su volumen de golpe. “Cumbia del alma, cumbia que madruga sobre Pubenza…”. Logró cerrar los ojos.

Sobre sus corneas se comenzó a proyectar una serie de imágenes inconexas. Dos nuevos seguidores en Instagram, un nuevo correo del banco, un mensaje donde sólo se oprimía la letra qqqqqqqq, y la música saltando de “ay tristeza que me da la lejanía” a “me estoy consumiendo en medio del silencio” a “los caminos de la vida, no son como yo pensaba, no son como yo creía”.

Atrás de eso, las luces del transporte público seguían sin ningún percance. Sólo el pensamiento del Sebastián, qué cagadero hice, se mezclaba con lo que pasaba en su cabeza. Trató de ponerle orden y estar a la expectativa de la pareja de individuos de la combi. Voy a valer madre, era lo único coherente que se repetía en sus adentros.

Trató de respirar, para darle aire, refrescar el aparato en su cerebro y evitar el desmadre que botaba su razón fuera de la materia gris. Más allá de las imágenes en su cabeza, no veía nada, sólo una adivinanza de siluetas y sombras.

Se movió y el Sebas lo sabía. Vio su silueta retorcerse, era cuestión de tiempo que su sombra se alargara y le quitara los treinta pesitos de su bolsillo a cambio de unos cocos o un filero en la panza, logró a atinar. No había tiempo, tuvo que actuar rápido. Sintió al transporte bajar de velocidad y la silueta del flaco narizón seguía moviéndose. Es ahora que está en la pendeja, pensó; como pudo, saltó hacia el frente.

Rodó contra el asfalto un par de veces antes de detenerse boca abajo en medio de la vía. Fue una maniobra instintiva la de abrir la portezuela y saltar de la combi, tuvo suerte de salir sólo raspado. A lo lejos, entre el río de luces, vio los colores rojos del freno, el transporte se detenía a lo lejos. Como pudo, se puso de pie, no quieren testigos, pensó y trató de correr cuando sintió un tirón que le abrió el chamorro. Ni de gritar tuvo tiempo, rengueó hasta la banqueta y se metió entre las calles. Pensó que anduvo unas cuantas al sentido de la avenida principal, para despistar. Sin embargo, desconocía el lugar, la dirección y cuánto había transcurrido.

La cabeza le seguía zumbando entre notificaciones y letras de canciones escurriéndose por dentro de sus huesos. “Fueron testigos de mi gran dolor”. Todo en su cabeza retumbaba sin tener claro ningún pensamiento. Si hubiese podido pensar, quizá, se habría lamentado por no haber ampliado su memoria RAM como se lo sugirieron. “Soy un gigante de hierro”. No mames, es más de medio millón de varos ¿Me van a quitar lo pendejo o cómo? Y sí, hubieran aumentado su capacidad cerebral, al menos lo suficiente para poder soportar el chip, pero esos lujos no se los podía costear: para ser más listo, se requería dinero. “Tiene espinas el rosal y mi alma está llorando”. Igual, aunque me quiten lo estúpido, lo que yo necesito son tres brazos para manejar el montacargas o para jalármela mientras estoy maniobrando, bromeó cuando contó el procedimiento después de señalar la cicatriz en su cabeza.

Si tuviera el dinero, ni trabajaría ahí y para saber eso no deben ponerme más sesos. “Seguiré luchando para demostrarte que no estoy derrotado”. Denegó la nueva memoria, con el uso se saturó y el espasmo fue inevitable: el montacargas fue directo contra la estantería principal, la sombra se hizo larga arriba de su cabeza.

La sombra siguió creciendo sobre él, cuando estuvo seguro de que lo iba a aplastar, se hizo más nítida tras la red de ventanas sobre sus ojos. Maduras calientes, un seguidor menos, un recordatorio de cumpleaños, mira qué hacías hace tres años, un pop up de apuestas, pero al fondo, la pila de sombras comenzó a tomar forma. Una gorra coronaba al sujeto. Era temprano para cubrir el sol, mas no la identidad de su portador. Las ideas se le perdían. Podría ser cualquiera, algún amante de lo ajeno, pero se acercó a él instintivamente. Quería ayuda.

De cerca, la mancha se tornó en un uniforme azul.

El oficial lo miró de arriba a abajo. Estaba realizando el rondín matutino antes del desayuno, su turno empezó tres horas antes y no había probado bocado. Las tripas le reclamaron, pero la quincena estaba lejos, tendría que regresar a la base del cuadrante a comer el guiso gelatinoso y frío, el microondas se encontraba roto desde hace semanas. Cuando lo vio, supo que algo no andaba bien. Su presencia alivió al Sebastián, quien se dejó ir sobre él sin escuchar las preguntas rutinarias. Los ojos perdidos proyectando algo que sólo él era capaz de ver fueron señales claras. No era el primer caso de este tipo que veía, esta vez puedo hacer las cosas bien, pensó.

El Sebas se acercó con los brazos extendidos, casi como un niño aprendiendo a caminar. Vio al agente haciendo lo mismo, para recibirlo, con lo que pensó eran sus brazos. Cuando sus dedos estuvieron a punto de tocarse, el tajo cayó como un zumbido sobre el costillar. Se torció lo más humanamente que pudo. La macana sobre la marimba de huesos retumbó en un quejido corto y seco. Los huesos se le abrieron para atajar esa otra falsa costilla que buscó sitio abriendo un moretón verde desde su nacimiento. El Sebastián terminó de dientes sobre el asfalto.

El policía se marchó guardando el dinero que encontró después de una revisión rápida. 10-4 aquí sin mayor novedad, voy en camino a la base, cambio, dijo luego de arquear las cejas un par de ocasiones y tocarse sobre la oreja. De inmediato, hundida en el suelo, la cabeza del Sebastián vibró: “11 de junio 7:30 am”, apareció entre sus párpados. La alarma detuvo la reproducción de la música.

Bssst. Bssst. Bssst. Retumbaba su cabeza, mientras el cielo terminaba de ponerse claro.


  
Arturo Romero Santeliz (Ecatepec, 1994) Estudió filosofía en la UNAM y cursó el diplomado de Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, del INBAL. Se ha desempeñado como tallerista, periodista y actualmente es editor. Ganador del Premio Nacional de crítica literaria “Elvira Lopez Aparicio”, ha publicado en distintos medios digitales y físicos.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 112, agosto-septiembre 2024

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fecha de la última modificación 20 de agosto de 2024.

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