Recuento de Ficunam14
Trilogía de Beirut (1976-1982)
En el tercer cortometraje agrupado en Trilogía de Beirut (1976-1982), Jocelyne Saab (1948-2019) mostró su casa destruida por bombardeos del ejército israelí. Ella misma aparece en la imagen y confiesa: "como no sabemos a quién acudir, ya no sabemos quiénes somos". Crisis de identidad. Falta de asideros para afrontar a los invasores. Sumersión colectiva en la crisis humanitaria de las culturas que se desconocen desde la inmersiva presencia de quien mira apegos derruidos. La fotógrafa, periodista y cineasta, cuya obra tuvo una irrepetible retrospectiva en Ficunam14, documentó la guerra en Líbano y pareciera que habló del momento presente en Palestina. Cine intemporal el suyo, y también registro premonitorio por el descubrimiento de una complejidad sociopolítica de mujeres de su contexto que va más allá de los roles de género, con Beirut, nunca más (1976), Carta desde Beirut (1978) y Beirut, mi ciudad (1982) entendemos cuán relevante es el reconocimiento que hacen otras naciones al estado Palestino.
Cada cortometraje concreta una forma y motivos propios que se despliegan en complejas relaciones con sus distintos temas: primero, las infancias, símbolos de mundos posibles, rehacen sus rutinas en la ciudad ruinosa observada por una cámara deambulatoria (ontológicamente neorrealista); segundo, irrumpe el rol de las mujeres en un ir y venir de la ciudad, aún plena, hacia las fronteras en situación de batalla como una semilla de otro corto de la misma realizadora (Las mujeres palestinas, 1974); tercero, entramos de lleno al ensayo fílmico con un texto formidable de Roger Assaf para pensar un material visual en que vemos tanto la muerte como el impulso de sobrevivencia y lucha. Un aporte desde el cine a problemas similares, aunque con más poesía que argumentación, como aquellos que abordara Harun Farcoki por escrito (Desconfiar de las imágenes, 1980-2010) o en pantalla (Ausweg, 2005).
"La guerra se tomó su tiempo; o, más bien, se tomó nuestro tiempo", dice una de las voces en off de Beirut, my city antes de que miremos imágenes cuya ética de representación, en otro contexto audiovisual, sería discutible; pero que son necesarias para articular una memoria del despojo. Son también necesarias porque propician un registro insubordinado. Unidad de pensamiento, el material de los tres cortos encuentra la paciencia observadora de un montaje que escapa hacia la percepción poética y se detiene en el pulso crítico-humanista. Aquí, la muerte está en pantalla porque su presencia está razonada y porque invoca una mirada militante contra la "banalidad del vouyerismo". Ésa que también se ha convertido hoy, en medio del conflicto actual en Palestina, en un mecanismo de propaganda antes que de comprensión de las mil personas cotidianas atrapadas en lo histórico mientras buscan a quién acudir para no extraviar la casa.
Reas
Simetría emancipadora. Quietud danzante que mira al pasado. Cuerpo coreográfico y polifónico, apenas en movimiento, que se diversifica hacia otras historias de vida musicalizadas con rock, electro-pop o cumbia. En Reas, Yoseli Arias reconstruye (actúa) su propia experiencia carcelaria. Anheló, alguna vez, viajar a Europa; pero fue detenida en un aeropuerto por tráfico de sustancias ilícitas. El documental-musical introduce esta situación con cámara fija, paletas tenues de azules-grisáceos y la presencia de la protagonista en el centro del plano. Después del arranque, irrumpe un musical decolonizado y un realismo que se musicaliza para dar forma a un cine híbrido de lo factual (aquello vivido) y, por qué no, de lo ideal (aquello anhelado).
El más reciente filme de Lola Arias (Buenos Aires, 1976) podría plantearse desde dos grandes ejes: diversidad y comunidad. Lo diverso arraiga en las protagonistas (mujeres y personas trans) que recrean su propio pasado, o que proyectan futuros posibles, al tiempo que en las capas de su mestizaje cinematográfico (¿un musical, un documental, un transmedia expandido al teatro con Los días afuera?) y de su método (trabajar con actrices no profesionales). Lo comunitario brota de la gradual irrupción de las distintas identidades representadas con bailes, performances y hasta gags, así como con un nuevo mestizaje de raigambre musical. Esta apuesta multicultural brinda uno de sus momentos más reveladores en la coreografía con música peruana que evoca la historia de una mujer trans que fue encarcelada en Argentina. La decisión de la realizadora de teatro y cine de rodar en la ex cárcel de Caseros con mujeres que cumplieron su condena propició un filme que constituye indudablemente una agencia de su estrategia cinematográfica más evidente.
Reas se suma a la concepción muy vigente de musicales que desarticulan y apropian un género para hacernos mirar a las personas; más aún, a su comunidad específica. Iniciamos con Yoseli para ver cómo cede el centro del plano a Estefy, Carla, Ignacio y el resto de la banda. La mirada apunta a descentrar una forma convencional de su razón mercantil como lo hicieron Technoboss (2019) y Neptune Frost (2021), o ciertas secuencias de La fábrica de nada (2017) y El gran movimiento (2023). El humor (la riña futbolera como gag carcelario contra la grandilocuencia) y la artificiosidad (el énfasis en el mecanismo fílmico llevado al límite en una playa) de esta propuesta podría causar la impresión de que aborda sin ética testimonios de violencias y marginalizaciones cuando, en realidad, su aparente sencillez desbarata los ejercicios de realismo y pornomiseria que intoxican al drama o al documental sobre prisiones para mostrar lo vivido con empatía. La inflexión que emerge de Reas se debe a que su dispositivo musical emplea lo mínimo necesario y se desprende de las convenciones para apegarse, en su lugar, a las experiencias y las voces de las protagonistas mientras se aglutinan en una canción y un concierto (con todo y sus familias) que hace de ellas una identidad en común.
Nowhere near
¿Cómo explicar el caso de un hombre que no logra conseguir documentación para residir en un país extranjero donde ya hizo una vida? En Nowhere near, Miko Revereza (Manila, 1988) formula una pregunta semejante. Con cámara-cronista, recorre Los Angeles, Ohio y Minneapolis para entender una nación que no le resulta ajena. Encuentro del viaje con el ensayo, el director se desplaza a Filipinas y seguimos un derrotero fragmentario: ciudad, casa familiar, selva, capilla, museos, invasiones y colonizaciones. Vidas en tránsito, como las burbujas en el agua ribereña al principio del filme. Vidas y derivas de un implícito road picture en el cual el sueño de una genealogía resulta extraño. Meditación convergente del testimonio valorativo, el relato, la búsqueda expresiva y la voluntad de interactuar con imágenes tan cotidianas como líricas. Metateoría de la relación cine y memoria pues "los cortes pueden ser imaginados como puentes o fronteres: puntos de entrada y de salida. Una película editada es un ensamblaje de partes heridas, cronologías rotas […]" que el cineasta busca reunir, pero que "simplemente quieren prevalecer fragmentadas".
En este filme, extrañas atmósferas de acústica metálica son indicios de un lugar de origen que no brinda asideros ni respuestas. El título constituye su proposición central y es coherente. Nowhere near es como un lugar que causa la impresión de que alguien está siempre cerca del sitio donde habrá de arraigar. O bien: la intranquilidad de la persona desarraigada porque podría asentarse en cualquier momento. Así, los filipinos en movilidad son personas entre tierras, especialmente aquellas que se hallan en el país que les invadió con armas y matanzas, y con cultura popular. Este hallarse entre tierras hace ecos en las correspondencias visuales del momento más entrañable del filme: un estar entre imágenes que, como en el reposo inicial de un padre enfermo, torna en la ensoñación de quien escribe. Escritura sumergida en todo lo visto por el viajero. Río de imágenes de dos ciudades, de dos generaciones, de dos versiones de la historia, de dos idiomas que se mezclan como resabio de un "estado subordinado del lenguaje". Río en el cual cientos de burbujas migratorias se despliegan como los (des)arraigados que siguen buscando un lugar.
Río de sapos
Vuelo de curandera que atraviesa todos los mundos. Va por detrás de la gente, por encima del río y entre sueños. Deambula en noches de difuntos, enfermos, embrujos y magullados. Penetra raíces que brotan de la cola partida del nahual. Habita la selva donde una muchacha dio a luz un ave, en la que tortugas recorren los suelos del mito y donde, si se pone atención, se alcanza a escuchar la respiración de las chamanas invisibles. El Río de sapos también es una ribera de anécdotas infantiles, cuentos primigenios y ensoñaciones. Es una colección de inmersiones (personas) y emersiones (paisajes) unidas por el tránsito impalpable de la mística fantástica y por un puñado de palabras que se vuelven presencias. Película de atmósferas, de sonoridades experimentales y geográficas e inquietantes, y de drones pájaros (quizás el caso local de la mejor integración expresiva y cinemática de esta tecnología a un filme de su tipo) cuya ubicuidad incorpórea torna en entidad chamánica.
Juan Carlos Núñez (Chihuahua, 1985) ha filmado lo que considera un ensayo documental que celebra la experiencia del cosmos matriarcal, sincrético y selvático en torno de la curandera Francisca y su familia. Sus "postales poéticas" de Zapoapan de Cabañas dan lugar a un espacio-tiempo singular. No hay un orden lógico, ni cronológico. Territorio mental, como en La leyenda del tío Bonmee (2010), el tiempo es interior y pertenece a la cultura. Por ello, el montaje lo evoca y conduce a la impresión de que el imaginario territorial irrumpe cotidianamente en lo factual. Antes que una película ensayo, Río de sapos experimenta con la etnografía sensorial, despojándola del impulso hermenéutico, y brinda más evidencia de la multiplicidad de expresiones que esta forma ha alcanzado en la cartografía del cine mexicano reciente que ya conforman producciones como Pobo Tzu (2021), El compromiso de las sombras (2020) o Moretones (2023).
Architecton
El ballet mecánico de rocas. La cascada infinita de las piedras. Los peñascos del espacio. Ciclos de derrumbes y construcciones, de guerras y destrucciones, y de combativa naturaleza que desconoce el tiempo humano. Un planeta entero de rocas, potencialmente contaminantes, contenido en el círculo del arquitecto del mundo: el Architecton y su disputa contra la hidra de concreto. En la línea del cine neoimpresionista de Ron Fricke (Cronos, 1985) o Nikolaus Geyrhalter (Hommo Sapiens, 2016), el más reciente trabajo de Victor Kossakovsky (San Petersburgo, 1961) brinda una experiencia cinemática que se impone por las propias imágenes y sonoridades más allá de que su punto de partida es una abstracción inspirada en el pensamiento de Michele De Lucchi. El material de esta experiencia es muy simple: la destrucción de arquitecturas naturales (montañas) y otras tantas artificiales (inmuebles). Mientras miramos las evidencias de ambas, un enigma se desenvuelve: la pantalla muestra esporádicamente insertos de un ejercicio de prueba y error para equilibrar unas rocas, así como la conformación de un círculo (¿un reloj de arena?) en un jardín. La metáfora resulta formidable: la humanidad enfrenta un momento límite en el cual debe comenzar a repensar cómo vive y, sobre todo, cómo podría existir sin concreto. Para el lombardo De Lucchi, ésa es la tarea de la arquitectura. Para Kossakovsky, el factor fundamental del problema es que hemos caído en una suerte de bucle, como varias de las secuencias del filme, de construcción y destrucción que ha envenenado el mundo: producir (que es destruir) y construir (que es derribar) con concreto.
En la primera secuencia del filme, un punto de vista aéreo observa edificios multifamiliares partidos por proyectiles en Ucrania en el contexto de la reciente y vigente guerra del Donbass. Se trata de una obertura hacia una serie de secuencias sensoriales en que el encuadre, la duración, el sonido, la ralentización y otros trucajes del medio, inspirados en la obra de Giovani Battista Piranesi o hasta el El ballet mecánico de Leger, construyen un universo cinematográfico sin relatos o sermones. Cada secuencia constituye una experiencia en sí misma. Es una propuesta documental, aunque pensada como una expresión artística y sensorial. Se trata por ello de una genuina adaptación del concepto griego de arquitecto del mundo a las formas del cine. Pareciera que Architecton tiene un profundo vínculo con El sabor del cemento (2017), de Ziad Kalthoum (película ganadora de la competencia internacional de Ficunam7), pues ambas planten el concepto de construcción como un inevitable e implacable principio de destrucción. En el filme árabe, obreros construyen un edificio en Siria mientras la guerra destruye sus casas. Registro directo, mirada documenta con sorpredentes hallazgos visuales, ausencia de voces, cámara in situ y montaje intensificador de la experiencia audiovisiva, con El sabor del cemento resultaba válido pensar en la guerra como un método promotor del círculo construcción-destrucción-construcción. En Architecton, de estilo más experimental, las avalanchas de piedras se apoderan del plano y parecen danzantes plenos de vida cuando en realidad se trata de inmuebles de la destrucción porque la construcción de la era contemporánea es, por encima de todo, un virtual montón de desperdicios. El señorío del concreto.
Henry fonda para presidente
Ante la amplia diversidad expresiva del documental en el presente, resulta difícil encontrar trabajos que, siguiendo la tipología de Bill Nichols, obtengan resultados enriquecedores con el modelo expositivo. Henry fonda para presidente es una de esas rarezas. Tiene un guion sumamente documentado, pero no carece de argumentación; es un filme monográfico que no deja de lado su potencial analítico; se concentra en un tema único para desbordarlo hacia numerosas esferas sociohistóricas; sus imágenes corresponden con los temas desplegados por el texto, aunque no operan como mera ilustración del mismo; finalmente, recupera una selección de secuencias del cine clásico narrativo americano que podrían resultar un deleite para cinéfilos de la nostalgia. A lo largo de tres horas, Alexander Horwath (Viena, 1964) ofrece el resultado de una investigación interdisciplinaria, cronológicamente ordenada, que recurre al caso de Henry Fonda como una trayectoria representativa de un modelo episódico de genealogía americana por excelencia: la migración, la educación y la integración al estrato social, en este caso de quienes llegaron desde Flandes. A su vez, el actor y sus papeles dan lugar a notas críticas que abordan tópicos como la masculinidad, la mentalidad del midwest o el racismo.
Henry fonda para presidente no puede ser clasificado como un documental expositivo convencional; es un ejercicio de sociología del cine con medos cinematográficos. Sin incurrir en el academicismo, esta producción es un estudio con hallazgos fílmicos dispersos en momentos distintos y que van desde declaraciones que constituyen casi gags verbales ("No sé las respuestas. Eso es lo que significa ser agnóstico") hasta recontextualizaciones ("La palabra poder es de antemano corrupción") de producciones como The Best Man (1964) o reelaboraciones de otros como Fort Apache (1948) en algún lugar abandonado del presente. Hay un momento de inflexión en el filme que es simultáneamente la referencia a una suerte de punto de no retorno en la historia de Estados Unidos: las películas de la carrera de Henry Fonda sobre la Guerra Fría, especialmente Fail Safe (1964), y algunas posteriores, son tratadas como síntomas del nacimiento de un país contemporáneo que vio el derrumbe de su ideal político moderno en 13 Angry Men (1957), así como el levantamiento de una agenda que le ocupa hasta el presente: medios y política; migración latinoamericana; explotación y medio ambiente; por supuesto, el trauma de Vietnam y la guerra, sobre todo como discurso, que se originó en él. Hacia el final de esta sociología americana desde el cine, Horwath alude a películas como Easy Rider (1969) o Taxi Driver (1976) para enfatizar la crisis de valores de Estados Unidos en la transición entre siglos. Ante ello, el espectador podría preguntarse si el cine en que Fonda ya no participó habría recreado las décadas de irrupción, ascenso y, sobre todo, derrumbe del fundamentalismo del mercado: el neoliberalismo. Lo que descubrimos, en cualquier caso, es que Fonda, más allá del cine, entendió las facultades persuasivas de la palabra y anticipó la relevancia que tienen los oradores, sobre todo políticos, en el tiempo actual. Horwath recuperó entrevistas en las que el protagonista de My darling Clementine (1946) analizó el discurso Ronald Reagan o en las que nos hizo ver que "la razón instrumental a veces mete tanto la pata como el ordenador". Todo ello a la par de algún cameo en televisión en la que se propuso rechazar hilarante toda posibilidad de convertirse en candidato a la presidencia.
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Rodrigo Martínez Martínez. Es docente, investigador y editor. Ha impartido asignaturas, cursos y módulos de cine y de análisis audiovisual en la UNAM, la UAM, la UACM y en la escuela de cine Arte7. Ha participado en coloquios, encuentros y congresos ALED, AMIC, SEPANCINE y SUAC, así como en las dos primeras ediciones del Encuentro Internacional de Investigadores de Cine Mexicano e Iberoamericano de la Cineteca Nacional. Ha colaborado con las revistas Icónica y F.I.L.M.E. Sus líneas de trabajo son cultura, poética y sociología del cine. Es autor del libro Cine y forma. Fundamentos para conjeturar la visualidad fílmica (UAM-C, Filmoteca UNAM, 2019) y ha publicado capítulos de análisis cinematográfico en Cine digital y teoría del autor. Reflexiones semióticas y estéticas de la autoría en la era de Emmanuel Lubezki (2019), Fragmentario de la comunicación rupestre V. Arte y comunicación (2022), Miradas transdisciplinarias. Nuevos acercamientos al arte cinematográfico (2023). Letterboxd: Rodrigo.