Cuento / octubre - noviembre 2024 / No. 113

Los cuernos del poeta

Ramsés Guerrero



Interrumpí los bocados de todos para decir que mi padre era poeta, uno muy improvisado, pero lo era. Pues entonces yo soy un fino escultor porque soy albañil, Miguel, mi hermano mayor, se deshizo a carcajadas tras decir su ocurrencia. Mi otro hermano, Víctor, también se reía aunque con la cara todavía ensombrecida por la presencia espesa de la muerte. Mis dos cuñadas se limitaron a negar con la cabeza mientras sonreían. Los niños ni se inmutaron de la broma: estaban muy encerrados en sí mismos; mi hija en su mundo y mis sobrinos en sus primitivos juegos con la comida.

Sobre la mesa había dos pollos rostizados, un plato hondo con rajas en escabeche, un vaso de crema, una botella de cátsup, pan, tortillas y una gran botella de Coca Cola. Habían pasado ocho días desde que mi padre había muerto. Con su partida vino la avalancha de lamentos, condolencias, papeleos, llantos y era la primera vez que podíamos comer a solas. Nada más mis hermanos y yo. Bueno, junto a nuestras familias. Ese linaje que iba desapareciendo, cayendo al vacío como frutos maduros: primero mi madre, luego mi hermano menor y ahora despedíamos a mi padre. Por un momento me invadió la duda de quién sería el siguiente en desaparecer, si la vida sería lógica y respetaría la cronología de nacimiento o si por el contrario el capricho de la muerte tomaría a alguno de mis sobrinos, a mi hija, a mí o a mis cuñadas.

Miré a mi pequeña, su tez blanca, su pureza de niña, lo insoportable que a veces me parecían sus distracciones, como en ese momento en que sin mirar el plato acariciaba con un tenedor su fría pieza de pollo bañada en cátsup. Ella miraba a sus tíos comiendo con mucha avidez, con la vista fija en ellos como si fueran seres de museo, sus ojos se encendían con curiosidad por el modo en que se comportaba su propia sangre que a la vez era tan diferente a ella. Luego miré a mis sobrinos. Actuaban como pequeñas fieras, los tres pequeños eran hombres y comían todos de un mismo plato aunque cada uno tuviera el suyo, compartían el bolillo con las manos pegajosas por los pellejos de pollo, todos sus actos estaban regidos por una autonomía envidiable en la que nadie les enseñaba a comer. Mis cuñadas no podían comer en paz, se la pasaban atentas a los deseos repentinos de sus maridos: calienta las tortillas, trae servilletas, revisa a los niños, tira los huesos. ¿Habrá condena más grave que comer sin comer? Nos encontramos así, mi hija y yo, mirando a nuestra familia que a la vez resultaba muy extraña para ambas; éramos un oxímoron en la mesa: de poco apetito, nos causaba incomodidad compartir vaso, no nos gustaba que nos interrumpieran mientras comíamos y a ninguna de las dos nos encantaba el pollo rostizado.

En cuanto terminamos de comer, los niños salieron a jugar al patio. Primero corrieron mis sobrinos y mi hija fue tras ellos con sus pasitos parsimoniosos para verlos jugar; ella siempre ha preferido observar y sus primos aceptan ese rol pasivo en el juego. Desde la mesa yo los observaba, corriendo en ese patio situado al centro de la casa, con macetas pesadas, plantas que ya habían ganado una independencia tal que nadie recordaba si se regaban o no pero seguían vivas, una bicicleta olvidada y el suelo con tramos llenos de sarro, ese que fue campo de juego en nuestra infancia ahora constituía una breve herencia que entregábamos a nuestros hijos para que jugaran todo aquello que ya no sabíamos jugar. 

Si bien es cierto que siempre me sentí diferente a mis tres hermanos eso no disminuyó el amor que nos teníamos, ni las fantasías que nos construimos en ese patio. Jugamos con nuestros perros, con gatos, tuvimos pollitos de colores y dos pericos; bailábamos, hacíamos shows de lucha, box, carreras y corridas de toros; mis juegos favoritos eran aquellos en donde fingíamos que vendíamos pan o que teníamos un tianguis en el patio constituido por muñequitos decapitados, frutas y plastilinas. Luego llegó la edad en que decidí ya no jugar, a mis hermanos les llegó también pero más tarde y se apartaron a un lugar creado por mi padre, el mundo de hombres, mientras tanto yo me relegué a mi mundo de mujeres, un lugar en donde habitaba con mi madre pero que ella no había creado. Cuando era joven y estaba con amigas o salía a escondidas a fiestas con algún novio de pronto me invadía una nostalgia rara. Extrañaba ser niña junto a mis hermanos, no me gustaba vivir en mundos separados. 

Volví a la realidad, fuera de mis ideas. Traté de insistir, convencer a mis hermanos para que leyeran aquello que había encontrado en el cuarto de mi padre cuando murió y yo estaba buscando sus papeles para obtener su certificado de defunción. Si algo aprendí con el fallecimiento de mi madre y mi hermano fue que la muerte es molesta por lo burocrática que resulta. Ni alma ni energía, lo único que queda cuando partimos son papeles indescifrables que algún familiar no tan triste tendrá que arreglar. Yo me hice cargo del papeleo con mi padre porque soy curiosa y tengo alma de archivista, además era un modo de recompensar a mis hermanos que se hicieron cargo de los trámites cuando murió mi madre y nuestro hermano.

Les conté cómo había llegado a los poemas, me encontraba ahí, ahogada entre documentos incompletos, recibos bancarios borrosos, actas viejas y contradictorias, fotos amarillentas, cuando de pronto di con un folder lleno de hojas. Reconocía la caligrafía de mi padre y reconocía los obstáculos ortográficos en sus versos más personales: confundir el uso de la s, omitir la h o el milenario problema de la v y la b. Había de todo, poemas terminados, algunos incompletos, otros tantos incomprensibles o mezclados con cálculos de los gastos del mandado, números telefónicos o recados sin destinatario claro. Todo era un lienzo para los pensamientos poéticos de mi padre: tickets de compra, volantes de pizza, estados de cuenta, recibos de luz… El problema es que las superficies perecen y mi padre también. 

Estaba lista para leer un poema que papá había escrito para mi hermano muerto, pero Miguel me interrumpió para decir que mi padre no hacía poemas, que los poemas eran para los mariposones. Mi papá era un torero con los huevos bien puestos, sentenció. Dejé por la paz el tema porque no estaba dispuesta a escuchar más, recordé que la adultez convirtió a mis hermanos en bestias. Era suficiente para mí saber que mi padre no era un bruto como siempre lo imaginé y que al menos al final de su vida había logrado decir algo fuera de los toros.

Es que era cierto, mi padre fue torero y muy bueno, o al menos eso supongo. La casa estaba tapizada por fotos en blanco y negro con sus atuendos raros, también había cuadros al óleo y dos figuras de bronce en forma de toro, las pobres estatuillas y los marcos estaban cubiertos por un polvo milenario. Mi padre, Miguel Ángel “el Garapiña” Arroyo, era como un pontífice del toreo y cada tanto lo visitaban viejos con olor a tabaco acompañados de jóvenes toreros, para que mi padre les diera la bendición. Cuando yo tenía la edad de mi hija admiraba a mi padre, me gustaba mirar sus fotos, la cara endurecida pero hermosa, el cuerpo erguido y vigoroso exquisitamente adornado por los atuendos exagerados y llenos de texturas que sin tocarlas podía sentir. Mi padre era un Teseo frente a los toros más salvajes. 

Cuando era pequeña suponía que los toros eran malos por naturaleza y por eso mi papá terminaba con ellos, mi cerebro infantil concluyó que mi padre era un salvador frente al mal. Las cosas se rompieron cuando mi padre nos llevó a todos para ser espectadores de la tauromaquia, mis hermanos mostraron interés, pero yo quedé horrorizada por los mares de sangre. Observé a los toros y aunque envestían con enojo sus ojos reflejaban desesperación. Contra toda mi voluntad de niña sin soberanía mi madre nos llevó tras bambalinas, todo era sangre, los toros flácidos de muerte eran arrastrados hasta un cuartucho de madera y ahí comenzaba el enriquecimiento de los comerciantes sobre el cadáver de un animal. Apareció mi padre con la cara brillante y las manos sucias de sangre, se había convertido en un hombre más alto y más grueso; o quizá sólo era el atuendo, las hormonas, la virilidad insensata que corre por las venas después de dar muerte. Me sacudió el cabello y luego junto a mis hermanos bebió la sangre de un toro gigantesco al que le había dado muerte minutos antes, él estaba convencido de que aquello era un rito de buen augurio. Ahí mi Teseo se empequeñeció, aprendí a temerle al héroe y el terror fue ganándole sitio a la admiración. 

Nada mejoró durante mi adolescencia. Para entonces mi padre estaba retirado, era un alcohólico de costumbre, llegaba de madrugada, ensuciaba y volteaba la cocina para comerse un taco frío de lo que encontrara y subía hasta la pieza matrimonial exigiendo sexo absurdo a gritos. Esa sexualidad irracional de hombre lascivo poseído por sus vicios; mientras tanto a mi madre le pesaba la existencia cada mañana. Murió mi madre, murió por compasión a sí misma; mi madre no era libre y estoy convencida que no amaba a mi padre, pero en aquellos años parecía imposible exigir amor o libertad y yo creo que por eso prefirió morirse de un día para otro. Que intempestiva y dolorosa es la muerte de una madre. En el velorio de mamá, el torero estaba ebrio, llorando comenzó a comparar la muerte de mi madre con una cornada que recibió en el ochenta y cuatro, decía: me duele aquí, aquí, tocándose debajo del pecho izquierdo. Para entonces mi padre no era un héroe, era un demonio odioso, un hombre toro, minotauro salvaje y estúpido al que le guardaba rencor. Lo veía siendo un hombre patético, lloriqueando en el ataúd y me preguntaba ¿por qué no se muere el borracho de mi papá en lugar de mi madre? ¿Por qué la vida es injusta y nos deja habitados de monstruos?

No soportaba estar en casa sin mi madre, la palabra hogar perdió sentido con su ausencia. Me fui a vivir con mi novio, pero nunca me casé y de ese fugaz nuevo hogar resultó mi hija. Aunque mi padre no decía nada abiertamente, sabía que el asunto le incomodaba; para su cabeza (cabeza de buey) era pecado tener hijos fuera del matrimonio. Cuando mi relación se fue al traste él se quedó en silencio, aunque se moría por reprocharme con un te lo dije.

La presencia de mi pequeña suavizó las cosas; no era el mejor abuelo, pero al menos intentaba ser menos cretino. Se presentaba sobrio siempre que estaba con su nieta y aunque le hablaba de toros nunca me pidió llevarla a ver una corrida. Le contaba historias a mi hija (incluso aquellas que no me había contado ni siquiera a mí), ella por alguna razón lo escuchaba atenta y eso a mi padre le encantaba. Siempre terminaba sus anécdotas diciendo, bueno pero esto ya es arte de viejos, salvajadas de abuelos, no me hagas mucho caso.

Cuando pensábamos que la muerte ya había tenido suficiente tributo, vino el fallecimiento de mi hermano Sebastián. Era el menor, el más sensible, el más hermoso y el menos brusco de los hombres; mi padre lo presionaba porque no tenía novia, le decía que seguro era un desviado y lo trataba con innecesaria rudeza. Sebastián tenía la misma personalidad que mi madre, no sabía mandar al diablo a la gente, sólo se le opacaba su carita. Machacado por dolores de cabeza no atendidos, su cerebro se cansó y una mañana su rostro de Apolo se volvió de mármol: conservó la belleza pero perdió la vida. La muerte de mi hermano sacudió por completo a mi padre. La culpa le retumbó en el alma, ese minotauro cargaba en cada cuerno la muerte de un ser amado. Dejó el alcohol y se hizo creyente, se metió a una escuela secundaria para ancianos y siempre lo veía escribiendo o cocinando pescado con verduras. Hablaba de toros con menos frecuencia, hablaba menos en general, se quedaba pensando mientras miraba a la nada. 

Yo no disfrutaba mucho visitándolo, pero mi hija le tenía afecto al viejo y a mi padre le alegraba el alma ver a su nieta crecer. En una de esas tardes-noches en que lo visitamos, mi hija se quedó dormida en el sillón, nos quedamos un buen rato juntos sin decir nada, con un café caliente en la mano. Él rompió el silencio con una anécdota rara:

Antes de pegarle a las corridas, a eso de los dieciséis, yo era obrero en una fábrica de papel. Tenía un amigo mucho más viejo que yo, era muy pobre, me contaba cosas de señores que yo no terminaba de entender porque no tenía hijos ni obligaciones. Pero de todas las cosas que me contaba, una sola se me quedó grabada, mija, el señor cada tres meses se compraba un cóctel de camarón en el mercado de La Viga y se encerraba en el baño de su casa para comérselo solo, sin darle ni un camarón a sus hijos o a su esposa. La mujer le perdonaba el pecado, pero los niños tocaban la puerta por curiosidad y luego porque querían probar el sabor de los camarones. Me contó que a uno de los hijos lo atropellaron. Mi amigo lloraba destrozado porque vendería el alma al diablo por darle un camaroncito al niño… hasta ahora que Diosito me quitó a uno de mis niños entiendo lo que dijo el señor, pero cuando te das cuenta es muy tarde para darle camarones a tus hijos.

El silencio que se produjo fue hondo y frío. Los ojos se le pusieron cristalinos, la sonrisa invertida que anuncia el llanto se dibujó en los labios de mi papá, y justo cuando estaba a punto de llorar se volvió a meter en la piel del toro, tomó un trago gigante de su café caliente y carraspeó. Aquella anécdota desmitificó a mi padre, ya no era mi padre, no era un diablo, ni un monstruo mítico. Era un hombre atormentado por sus errores, con un cariño necio y que sólo fue capaz de decir todo aquello que le dolía por medio de una figura retórica que incluía camarones. Lo vi fijamente, se me dibujó como un hombre prehistórico. Vestido con una playera vieja de tirantes que permitía ver sus brazos ancianos pero macizos, se veía como si tuviera encima el pelaje raído de un animal cazado. ¿Cuántos siglos llevará el hombre sufriendo sin llorar? ¿Cuántos hombres son poetas silentes? ¿Cuántos hijos desconocen el sabor de los camarones? No sé. No tuve más que decir aquella noche. Entonces las no respuestas se prolongaron hasta que la niña despertó y partimos a casa.

Aquel fue el único día en que mi padre me demostró una cara tan cercana a la sensibilidad de un poeta. Fuera de esa noche se me presentaba como un hombre de pocas palabras, que me daba abrazos mal coordinados, su poca capacidad de afecto se dirigía a sus nietos. Desconozco quién era el hijo preferido de mi padre. Sé que yo no era la predilecta porque le recordaba a mi madre, pero sí sé que mi hija se ganó toda la ternura del abuelo. Es curioso: yo no era ni por asomo su hija preferida y él para mí tampoco era el ser más grato, pero manteníamos demasiada comunicación por la niña. Es por eso que yo me encontré con el cadáver de mi padre.

En una de esas visitas al abuelo nadie abría la puerta a pesar de que mi hija no dejaba de tocar como desesperada, entonces tuve que usar la llave de mi viejo hogar en contra de todos mis principios. Recorrimos el patio juntas, caminamos hasta la casa, llamamos varias veces a mi padre: papá, pa, señor arroyo, belito, abue, abuelito. Calculé las posibilidades, preferí dejar a la niña sentada en la sala y subí a solas hasta la recámara. Las escaleras de granito se me hicieron eternas, las paredes me rodeaban de un helado insoportable, la casa se me hizo gigantesca de pronto, el techo me llegó a los cielos, los pasos para llegar al pomo de la puerta me pesaron en el vientre. Cuando abrí la habitación ahí yacía mi padre, con el aspecto de un fruto seco, tranquilo en su lecho e incluso me aventuro a decir que feliz; no estoy segura de lo que sentí, pero me reproché duramente por no poder ni querer llorar. Cerré la puerta y llamé de inmediato a mis hermanos.

El tiempo perdió consistencia, así que no podría decir cuánto tardó la familia en llegar. Mi hija y yo esperábamos sentadas en la sala; ella no decía nada pero era capaz de comprender las cosas: aquella era su primera experiencia con la muerte. El primero en arribar a la casa fue Víctor, que después de visitar a mi padre bajó con la cara descompuesta y se fue desmoronando en el sillón sin llorar. Luego entró en la casa Miguel, subió a la pieza y se escuchaba en la planta baja el murmullo de una llamada, bajó llorando y me abrazó. Fue un abrazo para sí mismo porque yo estaba incólume. Finalmente llegaron los de la funeraria para mover el cadáver. Mi niña no supo esperar, fue tanta su necesidad de mirar al abuelo una última vez que se coló entre las piernas adultas mientras lo movían de la cama. Observó sangre saliendo de la boca de su abuelo. Al igual que yo hace algunos años con los toros, ella quedó impactada por aquel líquido oscuro. Me gustaría decirle que no tenga miedo, que la sangre es normal y que a su abuelo me lo encontré en paz.

Los niños terminaron de jugar y los adultos de comer. Recogimos la mesa, concentramos toda la basura en bolsas, acordamos que luego veríamos los asuntos de herencia y nos despedimos. Mi hija y yo nos fuimos a casa en autobús. Mi hija me miraba fijamente durante el camino, tenía la duda en la boca hasta que no soportó más y en casa me preguntó: ¿Por qué tú no lloras por el abuelito? No tuve ni idea de qué responder, no sabía cómo explicarle que su dulce abuelo para mí había sido una decepción de padre. Creo que no tiene edad para entender que no todo es absoluto, ni siquiera yo entiendo lo que siento hacia mi padre. Mi pequeña lloró y yo trataba de consolarla acariciando su cabello, le aseguré que su abuelo ya estaba descansando. Me atreví a decirle que su abuelo la cuidaba desde el cielo, aunque por dentro me preguntaba si realmente mi padre era digno de morir en paz. Dejé que las lágrimas pasaran y juntas leímos algunos poemas de papá. A lo mejor la poesía me ayuda a encontrar ese pozo de lágrimas reservado para él. Espero que al menos sus versos laven toda la sangre, muerte y enojo que mancha la cabeza de nuestra familia.  


  
Ramsés Guerrero (Ciudad de México, 1999). Jurista e historiador por la UNAM. Ha publicado en las revistas Tierra Adentro, Pirocromo e Irradiación. Fue ganador de mención honorífica, en la categoría de Cuento, del Concurso 54 de la revista Punto de partida.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 115, febrero-marzo 2025

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