ensayo / octubre-noviembre 2024 / No. 113


Esta inmensa felicidad es inevitable


Rodrigo López Romero



Parte de nuestra vida ocurre en ninguna parte. El fantasma de la felicidad nos susurra a diario, bajo engañosos destellos nos ofrece proyectos destinados al fracaso, planes imposibles de llevar a término, programas que se estropean apenas comenzados. Cada una de estas visiones nos hace olvidar nuestros impedimentos, llevándonos a esfuerzos con frecuencia inútiles. ¿Visión ingenua o ferozmente sabia? No lugares visitados a diario, las utopías son habitadas por cada generación; en base a ellas queremos ajustar nuestras realidades imperfectas y ensayar los remedios propios de la época.

El futuro es el eterno refugio para los presentes oscuros. Dos impotencias nos definen: no podemos dejar pasar la vida sin cambiarla, pero tampoco podemos ajustarla a nuestros deseos. Las utopías funcionan hacia adelante y hacia atrás, son un promisorio porvenir o el paraíso perdido. En ambos casos están lejos. Ellas nos reclaman nuestra abulia e incredulidad, y por eso preferimos cambiarlas pensando que no se han puesto en práctica (aunque algunos dirán que permanecen idénticas bajo otros rótulos). Lo cierto es que envejecen, también expiran las posteridades irrealizables de nuestros mayores.

Causante de innumerables males, inquieta como el sueño se convierte en pesadilla. No es largo el camino de La ciudad del Sol al país de los Yahoos. Las utopías tampoco son algo meramente abstracto, en toda ciudad existen sitios supervivientes de cuando ahí se creyó construir el paraíso. Claudio Magris apunta: “El paseante que holgazanea por la metrópoli se detiene, sobre todo, en eso que la carrera del progreso ha dejado doliente e irresuelto en sus orillas; va a la búsqueda de heridas no cicatrizadas por el tiempo, de mínimos acontecimientos absolutos —una mirada infantil, una pequeña promesa de felicidad— que la historia ha atropellado”.

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En su Elogio de París, escrito para la Exposición Universal de 1867, Victor Hugo profetiza una nación extraordinaria, que si bien no existe aún —se trata de Europa entera y después el mundo—, ya tiene su capital. Este país ignorará censuras, aduanas y castigos, utilizará sus fuerzas para auxiliar a los necesitados, unirá su moneda y su lenguaje, democratizará la propiedad a favor de sus habitantes, quienes desconocerán la pobreza. Pacífica, se caracterizará por su relación fraternal con los demás pueblos: “Encogerá los hombros ante la guerra, como lo hacemos ante la Inquisición”.

Heredera de Jerusalén, Atenas y Roma, el París descrito por Hugo ejemplifica el camino al porvenir deseado. Si bien el escritor desgrana sin sutilezas el pasado de la ciudad, bordado de guerras, persecuciones y hambrunas (“En 975 se sorteaba quién iba a ser comido” o “los impuestos eran tan excesivos que la gente trataba de contagiarse con la lepra para no pagarlos”), en solo unas cuantas páginas traza un futuro ideal donde el bienestar está al alcance de la mano. Sus elocuentes párrafos llevan la marca de la certidumbre: “Reconózcanlo, esta inmensa felicidad es inevitable”.

Pero la impaciencia del bien pudo esquivarse. Sabemos lo decepcionante que resultó el siglo anterior para los sueños del progreso, al punto de tornar fantásticas aquellas esperanzas. En este que cuenta dos décadas, seguimos dudando vivir en el mejor de los mundos posibles. Cada final de tiempo produce sus expectativas y desilusiones. Conociendo nuestras debilidades, nos inclinamos más hacia el recelo. ¿Por qué ceder a la tentación del cambio cuando desemboca con tanta frecuencia en la pesadilla? Muchos pensadores han imaginado la dicha, elaborando esquemas cuya consecución parecía incuestionable.

Recordamos la república utópica de Tomás Moro, donde la razón fue puesta a gobernar. Allí no hay propiedad privada, se trabaja seis horas al día, son gratuitos los víveres. Las leyes son pocas, sus gobernantes practican la sobriedad, los roles se intercambian igual que las viviendas. Sus ciudadanos siguen los dictados de la naturaleza, equiparando placer y felicidad. Cultivan su inteligencia, desprecian la caza, destinan el oro a las bacinillas, permiten la muerte de los enfermos sin remedio, toleran diferentes credos, carecen de abogados, protegen a los bufones —y esclavizan a los adúlteros—.

Este ningún lugar promete cierta justicia. Aunque surgen algunas objeciones. ¿Por qué quien conoce un sitio ideal regresa? Para que haya relato, responde Perogrullo, pero sentimos la explicación insuficiente. ¿Existen rebeliones ahí? ¿No resulta esa concordia generalizada una sujeción? ¿Es la disidencia un derecho aún en medio del ideal? Es temible alcanzar lo deseado, pensamos proclives a capitular. Pero somos demasiado rigurosos, ojalá alcanzáramos ese bienestar un día. Sin embargo, encontramos un error fatal entre los utópicos: no han dejado lugar alguno para la ociosidad.


Rodrigo López Romero (México, 1992). Ha colaborado en las revistas La palabra y el hombre, Luvina, Primera página, El coloquio de los perros, Pliego suelto y Punto en línea.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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