Cuento / febrero-mazo 2025 / No. 115

Recuerdos de Lake Eyasi

Ximena Gordillo Cruz



Ya no recuerdo con exactitud si Lake Eyasi estaba seco o húmedo.

Es curioso, ¿no? Que existan algunos momentos tan precisos, tan impregnados en nuestros cerebros, que nos podamos tirar como si nada en la cama, aterricen en la mente, y digamos: “Ah sí, todavía me acuerdo de la primera vez que vi a Tere, entrando a la cafetería del internado tanzano, dando saltitos que simulaban, sorprendentemente bien, ser pasos”. O cuando el Loro nos sentó a todos juntos en la semana de orientación, justo después de haber visitado el Mtumba de Moshi, sólo para contarnos cómo un hombre le sacó su cartera en medio de la calle, el Loro decidió tocarle el hombro y pedirle amablemente la cartera de regreso. El hombre se la devolvió, consternado, y todos nos reímos. Todavía tengo esos momentos impregnados en la masa cerebral, y me interrumpen de vez en cuando, especialmente cuando me estoy preparando un té de menta. No obstante, cuando intento recordar si Lake Eyasi estaba seco o húmedo, si pude nadar entre sus suaves aguas tanzanas, o solo observarlo de lejos, absolutamente nada me llega al cerebro.

Puede que haya estado húmedo y seco al mismo tiempo. O puede que ninguna de las dos.

Visité Lake Eyasi una primera y última vez en medio de la pandemia del 2020. Una de las familias adoptivas del internado se presentó, milagrosamente, frente a Olivia, Lara y yo, que éramos unas pobres desamparadas sin una patria a la cual volver de forma realista. Fue por eso que, al vernos vagabundas por las dos semanas en las que el internado cerraría, la doctora Maru decidió llevarnos a visitar uno de los paraísos ocultos de la Tierra, junto con su esposo y su clan de hijitos, quienes tomaban clases en el internado pero vivían apretujados con sus padres. Lo chistoso fue que sólo nos dijeron el nombre, así como así, de manera demasiado casual, mientras sujetaban las maletas arriba del Toyota verde militar. Por eso, puede que Lake Eyasi haya estado húmedo, ya que fue la primera impresión automática que tuve, la de un claro lago salpicado de montañas y pájaros multicolores. Aunque también me acuerdo que antes de llegar nos avisaron que los trajes de baño que habíamos empacado no serían necesarios.

Nina y Joe estaban afuera de su casa, sonrientes (a ellos sí que los recuerdo bien), saludándonos con la mano mientras el Toyota de Maru se estacionaba y nos dejaba salir. Era lindo, milagroso, especial, retumbante, Lake Eyasi. Me acuerdo que el sol abrasante no combinaba con el viento desértico que me hacía quedarme en mi suéter blanco. La época seca de Tanzania era bastante insólita, ya que nos hacía helarnos hasta los huesos con tan sólo veinte grados centígrados. Pero, en fin, Maru nos presentó a Nina y a Joe, quienes se presentaron ellos mismos como humanos sorprendentes e inusuales. Nos dirigieron a pasitos a la casa de huéspedes, que en realidad era parte del pequeño hotel de Nina y Joe. Le decíamos casa de huéspedes ya que no había turistas que se hubieran quedado desde el inicio de la pandemia.

Íbamos con Loti, una de las hijas del clan, de unos quince años, que se quedaría con nosotras en la casa de huéspedes. Amábamos a Loti porque su exceso de energía nos mantenía activas, su positividad inocente me hacía sentir segura y porque siempre se encargaba de que todo saliera perfecto. Al llegar al cuarto, decidí evitar las conversaciones incómodas sobre qué camas usaríamos. Recuerdo que había una gigante y una modesta cama matrimonial al fondo. Ya no me acuerdo muy bien que pasó, pero yo terminé apropiándome de la cama matrimonial, y ellas se quedaron juntas en la cama gigante. No me molestó para nada, ya que necesitaba espacio para ahondar.

Recuerdo que el sol nos acompañó todos los días que anduvimos en Lake Eyasi. Desde la casa de Nina y Joe se podían apreciar a gusto los atardeceres, que terminaban al borde del lago, sin molestar a nadie. Colocaban una mesa grande en el patio, donde desayunábamos, comíamos, cenábamos, y devorabamos pastel de chocolate con café durante la tarde. Nuestros días consistían en descansar, leer, escribir, recorrer, escalar, y sentirnos niños pequeños de nuevo. Una vez, de hecho, estábamos jugando cartas, y uno de los niños de la familia adoptiva no dejaba de restregarme en la cara como él ganaba y yo perdía. Me enojé por mi condición de invitada y por no poder callarlo, y me fui a llorar (que era la única forma de expresar mis sentimientos) al borde del lago. Tal vez piense que el lago estaba seco porque caminé varios metros más allá de la casa antes de arrodillarme y dejarme sentir. Pero puede que haya estado húmedo, y se haya diluido con las lágrimas que derramé. Lo bonito fue, me acuerdo, que la más pequeña del clan, una niña de unos ocho años, llegó a sentarse junto a mí y me dejó llorar hasta que paré. Muy linda, ella.

Ahora que lo reflexiono, puede que no quiera recordar Lake Eyasi porque me recuerda mucho al amor. Más que la intensidad del agua, de los riachuelos recorriendo el lago, del áspero pasto que nos impedía caminar entre la tierra, Lake Eyasi hace que se me venga a la mente la imagen del amor idealizado, roto, perfecto, horripilante, eterno. En Lake Eyasi, me enteré, en cuestión de días, sobre la más bella historia de amor, la de Nina y Joe, argentina y alemán que coincidieron aquí, los dos solos, décadas antes, y se enamoraron, mientras yo misma aprendía a aceptar una realidad que me avergüenza exponer. Un prematuro desenlace, roto sin ninguna acción de por medio. Y mientras escuchaba embobada, de la boca de Nina, cómo ambos se declararon amor eterno a los tres días de conocerse, sentados junto a esa roca situada en la cima de una pequeña montaña, que daba vista al lago, en medio de una noche de luna llena, yo aceptaba sin compromisos lo que la vida me depararía en los años siguientes, en cuanto a amor se refería. Y entonces me encogía en mi suéter blanco, mientras Nina terminaba de contar su historia y Joe venía a avisarnos que ya era hora de cenar.

En Lake Eyasi también aprendí a cazar. Ocurrencias de la vida.

El día en el que teníamos planeado irnos, alguien me despertó a las cinco de la madrugada, avisándome que iríamos a conocer a los hadzas. Yo me puse un calcetín tras otro mientras empezaba a hacerme la idea de lo que estaba por ocurrir. Nos subimos a otra camioneta, Olivia, Lara, Loti, sus hermanos, el hijo de Nina, el conductor, y yo, recorrimos durante unos veinte minutos en los que el sol todavía no amenazaba con asomarse. Ya no recuerdo si adonde íbamos era todavía parte de Lake Eyasi o no, porque los hadzas son una de las últimas tribus cazadoras recolectoras del mundo y no tienen un lugar fijo donde asentarse.

Recuerdo haber sentido que ese sería un día único en mi existencia.

Bajamos de la camioneta, y de repente me encontré rodeada de baobabs, más naturaleza desértica, y un poco de hambre porque siempre he sido de apetito mañanero. Conocí a los hadzas, que intentaron hablarme en su idioma, y yo intenté responderles en el mío. Puse mi mejor cara para hacer pensar que estaba comprendiendo sus historias, y lo único que logré entender fue que me relataban sus hazañas de cazadores. Me cayeron bastante bien, y acepté con toda la humildad que pude el sombrero de piel animal que colocaron en mi cabeza y en la de Olivia y Lara. Sabía, muy en el fondo, que debíamos vernos simplemente como unas turistas wazungu más, pero decidí no darle mucha importancia y jurar nunca mostrar a nadie la foto que me tomaron con el sombrero puesto. Los hadzas procedieron a levantarse de los troncos en los que estábamos sentados y a preparar sus arcos y flechas. “¿Vamos a cazar nosotros también?”, no tuve tiempo de preguntar porque todos fueron tras ellos. No quise quedarme sola.

Fuimos durante la mañana, mientras la noche se convertía en día y los hadzas avanzaban entre las espinas. A veces uno se paraba, hacía un movimiento con la mano, y todos nos deteníamos. El tiempo se detenía. Una flecha salía lanzada, y el ritual se repetía. Avanzábamos otra vez, intentando ser silenciosos, volvernos uno con la naturaleza. Sin embargo, nuestras intenciones de imitar a los hadzas no dieron resultado, ya que, aparte de dos pajaritos sin vida que me dieron pena, no logramos cazar nada.

De pronto íbamos en la camioneta, de vuelta a la casa de Nina, y yo me preguntaba cómo podría abandonar un lugar así.

Llegamos a la mesa dónde estaba servido el desayuno, mientras yo observaba, probablemente por última vez, el seco-húmedo Lake Eyasi. Nina nos regaló un libro a Olivia, Lara y a mí, en el que ella había narrado y publicado sus propias andanzas por el mundo cuando era más joven. Deseé ser como ella. Sentí una nostalgia ajena por los tiempos en que se viajaba sin Internet. Recogimos nuestras cosas de la casa de huéspedes y me despedí de mi modesta cama matrimonial. Desde lejos no se divisaba si Lake Eyasi era seco o húmedo, aspiré un poco de la brisa que emanaba, y me dejé llevar a la camioneta de Maru.

Esa fue la única vez que estuve en Lake Eyasi. A veces, especialmente cuando los tiempos son desconcertantes, me encuentro de nuevo entre esos arbustos, arrullada junto al agua que no existió, escuchando los susurros de Loti y las aventuras de Nina, y siendo yo sin ninguna presión de por medio. Luego me muevo en el colchón, las sábanas me despiertan y quiero dormir otra vez. Pero realmente espero poder volver algún día.

Tal vez, tal vez solo así sepa si Lake Eyasi era seco o húmedo cuando lo conocí.

 


  
Ximena Gordillo Cruz (Ciudad de México, 2001). Estudió la preparatoria en la ENP 6 de la UNAM, pero a los diecisiete años se ganó una beca otorgada por UWC México para terminar la preparatoria en Tanzania. Cuenta tambien con estudios universitarios de Antropología y Escritura Creativa por la Universidad de Columbia Británica. Ha publicado en Punto en Línea, Journal That's What (We) Said, The Phoenix News, The Ubyssey y Supuesto. Actualmente estudia Economía y Relaciones Internacionales en el ITAM, donde funge como directora de corrección y estilo de la revista Opción.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 115, febrero-marzo 2025

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fecha de la última modificación 5 de febrero de 2025.

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