He sabido de personas que se conocen. Salen. Son el uno para el otro y luego terminan por comprometerse. No así Helminto y yo. Nosotros nos conocimos en 2006, cuando iba bajando por las escaleras del edificio. Él estaba con un pie en alto sobre un escalón y los brazos cruzados sobre la rodilla; me miraba con ojos radiantes. Llevaba una camisa percudida, parecía un tipo rudo. A mí nunca me han gustado los tipos rudos, pero había algo en él que me motivó a dirigirle la palabra. Hablamos de muchas cosas, de mí, de él. Generalidades. Después me invitó a tomar algo y abordamos su coche. Dimos vueltas a la manzana hasta encontrar una tiendita. Él bajó para comprar cerveza. Mientras lo esperaba, noté que tenía un llavero de la película Alien contra Depredador. Me pregunté cómo un tipo tan rudo tenía tal llavero. No iba con su porte pero me alegró que lo tuviera, significaba que no era tan maldito como pretendía. Helminto regresó. Me dijo que había tenido gripe dos veces en los últimos meses y que por eso no podía beber tanto. Yo no entendí el comentario y procedí a abrir las caguamas con los dientes. Él me miró con admiración y yo le pasé la cerveza. Mientras bebíamos me contó que estaba muy cansado, que no había podido dormir lo suficiente, que llevaba tres días sin cagar y que se estaba volviendo loco. Yo me limité a decirle que el hombre nunca entiende del todo hasta que empieza a enloquecer, comentario que le subió un poco el ánimo. Fue la primera vez que lo vi reír. Nos convertimos en buenos amigos después de muchas vueltas a la manzana y varias cervezas en días nublados; él seguía sin poder cagar y yo seguía riéndome de su llavero. A mí me fastidiaba su seguridad y a él que no nos besáramos, no nos abrazáramos y no nos tocáramos el culo en medio de la carretera. Helminto solía decirme que era un solitario pero no un cascarrabias; yo jamás excitaba del todo sus preponderancias y terminábamos en la misma tiendita del primer día, reviviendo el mismo ritual, mis dientes seguían sirviendo de destapador y a ambos nos agradaba. Una noche, de camino a la tienda, Helminto me confesó que tenía un inmenso hervor de locura que algún día, en una habitación de cien pesos, haría que se pegara un tiro. Yo no le di mucha importancia, él siempre hablaba de la locura como si fuera política o religión, para él era un tema importante. Vaya par de huevos, le contesté, y seguimos bebiendo. Al día siguiente no se presentó a nuestro habitual recorrido por la manzana. Toqué a su puerta y nada; giré la manija y entré: ahí estaba mi querido amigo Helminto, muerto. Tenía demasiada clase, más que yo; demasiada clase media alta, y no podía cagar. Agarré su llavero de Alien contra Depredador y lo guardé en mi bolsa, salí en silencio y fui a que me arreglaran los dientes.

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