Claudia Morales entregó su boleto a una azafata que la guió hasta el asiento de su vuelo, que aterrizaría el 27 de junio de 2008 a las 8:30. Pensó en enviarle un mensaje a Marcos, pero en lugar de eso reclinó la cabeza en la ventanilla por la que se deslizaba una sigilosa cortina de agua. Vio su reflejo distorsionado y pensó en la última noche que estuvo con su marido, había granizado redondos bloques de hielo en forma de ciruelas, Marcos recogió un granizo de la terraza y dejó que se derritiera sobre sus pechos, que luego secó con lengüetazos tibios. Claudia recordó la caja de condones que había dejado debajo de la cama, junto a las cuentas de un collar roto que no había llevado a componer. Deseó terminar pronto; vino porque tenía que entrevistar para su tesis a la hija de la escritora mexicana Ana Miranda Rico, que vivía en Villaviciosa de Odón, un pueblito de España; Claudia había escrito una lista de preguntas a lápiz y traía una grabadora junto con una caja de mentas.

[Hoy es 28 de junio de 2008 y converso con la señora Violeta Arranz Rico, que felizmente ha aceptado la entrevista para hablar de su madre]

—¿Qué se le viene a la mente cuando pregunto por Ana Miranda Rico?

—Le gustaba pelar naranjas sin que se rompiera la cáscara y el olor de las guayabas, ¿está bien esa respuesta? ¡Qué va! ¡Qué digo! Nunca me llevé bien con mi madre, joder, sé que no es psicoanálisis, pero nunca me llevé bien con la mamá… y cuántos años tengo sin decirlo, entrevistas y entrevistas y nunca pude. Claudia observó a la mujer, su expresión tenía algo de locura, intentó revisar sus preguntas y buscar alguna que al menos pareciera apropiada para cambiar de tema. Dejó que la mujer hablara, se reclinó en el sillón y observó el jardín, las plantas estaban agobiadas por el calor, no había más que un silencio apesadumbrado, pero la reconfortó el sonido de una fuente.

—No era culpa de mamá, es que nunca pudo superar a ese hombre. —A Claudia le dio la impresión de que la mujer hablaba sin dirigirse a ella.

—¿El poeta mexicano Sileno Sepúlveda? Claudia volvió a prender su grabadora, por alguna razón seguía pensando en su marido, en su nariz aguileña, en el inmenso color de sus ojos…

—Sí, a ése, le escribió un libro, y lo publicó justo a la muerte de mi padre, su segundo marido, que era un hombre entero, ¡qué poco respeto! Y, para que sepas, yo me dediqué a la medicina y todos mis hijos son médicos, no voy a pretender que os entiendo, a vosotros los artistas, pero aún cuando se casó con mi padre seguía guardando la ropa del hijo que tuvo con Sileno, el crío murió de tuberculosis un año después del detalle de Sileno. Dos años después, nací yo.

—Cuando dice "detalle" ¿se refiere al suicidio de Sileno Sepúlveda? ¿Cómo vivió eso su madre el resto de su vida?

—¡Sabrá Dios y el confesionario! yo era niña, y ¡venga!… una cría así de este tamaño… pero mira, de algo sí sé: el amor es un capricho, una reconstrucción, ¿vale?  Y  yo amé a mi esposo y a mi padre. ¿Por qué hablaba de esto? Di mejor qué anotas ahí, porque yo no tengo paciencia para recordar la última palabra que dije. ¡Faltaba más!

—Dígame señora, ¿cómo vivió su madre el tener que dejar México a la muerte de su padre? Claudia bebió la naranjada que le dio la enfermera, estaba intentando concentrarse pero el calor la aturdía, sacudió la caja de mentas de su bolsa para distraerse.

—Llegamos en el cuarenta, con un baúl, y mi mamá me traía a mí de la mano y dentro de su bolsa las cuentas de un collar roto.  Era una mujer potente pero diabética, no sé qué más esperáis que diga. ¡No lo vivió bien! Vamos, que vivíamos en un piso en Madrid, pero a las afueras, junto a un cuartel militar, en esos tiempos de pesadilla. Ella nos mantenía de la pensión de mi padre que no era mucha y de hacer radionovelas, que era el nuevo mercado en México. La mujer se acomodó el suéter que llevaba pese al calor, la enfermera se acercó a ayudarle. —Mira, yo sé que vienes desde México para hablar de ella, porque quizá querrás verla como una gran mujer y todo, de seguro lo fue, pero fue una muy mala madre. Cuando me dices qué pienso cuando oigo de ella, se me ocurre un día. Salimos a caminar al parque del Retiro y yo tiraba muy delante de ella (ahora el parque está lleno de rumanos y musulmanes, no me mal interprete, son gente, pero no era así entonces, eso digo). Bueno, bueno… yo compré un mantecado, pero sabía que no debía porque a mi mamá no le quedaba mucho dinero, y se cayó porque era demasiado pesado para mi mano, tendría cuatro años quizá, entonces vi cómo se derritió y seguí caminando sin preocuparme que se desvaneciera ese cremoso mantecado con rodajas grandes de fresa… allá detrás de mí, ¡diez pesetas!… eran pesetas ¿sabe?… un cuarto de queso para alimentarnos, allá bajo el sol de junio de Madrid. ¿En qué consiste la felicidad jovencita? En eso pienso cuando recuerdo a mi madre, en que no sabía ser feliz. La mujer se acomodó en el sillón y comenzó a rascarse la parte calva de la cabeza. Claudia no podía entender cómo se relacionaba una idea con otra, quizá sí había sido una muy mala decisión, como le dijo Marcos, venir desde México a ver a una mujer loca, conectada a una sonda para orinar.

—La felicidad, consiste en ser feliz, supongo, perdón señora, no se me dan las preguntas profundas. Claudia se sintió avergonzada por no tener una respuesta, ni siquiera una sencilla, preparada de antemano. Comenzó a tallarse las manos en el pantalón porque le sudaban. La enfermera se acercó a limpiar la saliva  en la comisura de la boca de la señora. Claudia volvió a checar su lista, no había hecho ninguna de las preguntas por las que vino en realidad; leyó sus notas al margen (preguntar: novela).

—Y… ¿qué me puede decir de la novela de su madre, de Espejo de Amarilis?

—Mmm, la idea viene de un tiliche de a peso que compró en México o que le dio una criada; se veía en él y me decía que ese espejo le había roto el corazón a un hombre; este chaval, me dijo, estaba enamorado de una tal Amarilis pero era "apocalípticamente feo" en respuesta, Amarilis le envió el espejo. ¿Ya ve por dónde va esto?, ésa es la novelita que a usted le interesa, pues venga, que es todo verdad, hasta donde sé. ¡Pero que me dé el diablo por culo! si me he visto en varios espejos desde entonces y no veo más que personas distintas: primero una cría, luego una mujer y ahora esto que ves, casi un muerto destazado en cirugía. La enfermera se acercó a tranquilizarla, acariciándole la cabeza calva.

Claudia no pudo evitar verse en el reflejo del cristal de la puerta del jardín, vio su cabello en una coleta, el sudor en la frente, la ropa empapada. ¿Por qué vino acá al final de cuentas? Quizá porque siempre había sabido que no amaba a su marido y estaba cansada de su vida, tenía que verse en el espejo de la puerta de una mujer loca para saberlo en su totalidad, ninguna de las dos ideas tenía una relación lógica y justo por eso había tenido que hacer el recorrido. No podía amar, porque era incapaz de verse en el espejo y contemplar al otro. Pensó en Marcos, en sus pies con uñas largas, en su olor después del sexo y sintió entonces la refinada dicha de huir.

Claudia había seguido la entrevista pero no recordaba las respuestas con exactitud; recordaba haber salido de la casa, con una bolsa de naranjas que le dio la enferma; después había tomado un autobús a Madrid sin dejar de pensar en el poema que Miranda Rico escribió a la muerte de su hijo, la imaginó reclinada sobre la cuna que contenía al bebé muerto, iluminando su cadáver con una vela que goteaba cera sobre las colchas de algodón. Sentía todo muy cerca de ella, pero tendría que oír de nuevo la grabación de la entrevista porque no recordaba nada exacto, sólo a la enfermera rumana sentada junto a la hija de Miranda Rico, cortándole la carne en pedazos y dándosela en la boca, y el reflejo de ella misma en el cristal de una puerta: "Así también en el momento presente vemos las cosas como en un mal espejo y hay que adivinarlas, pero entonces las vemos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como soy conocido." Eso había escrito Miranda Rico en su novela sobre el espejo de Amarilis, una Amarilis que había rechazado a un hombre por feo y por indio. Tendría que hacer notas al pie explicando los detalles. Al llegar al hotel, Claudia se quitó los zapatos, le dolían los tobillos porque había caminado por el Retiro, había sentido la metamorfosis de los claroscuros de la luz filtrada a través de las hojas de los árboles sobre sus párpados cerrados. Claudia se compró un helado y observó los peces gordos en una poza verdosa, dejó caer el helado sobre el concreto y esperó a que se derritiera dejando sólo las rodajas de fresa deshidratándose bajo el sol.

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Ilustraciones:
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Claudia Morales (Cintalapa de Figueroa, Chiapas, 1988) estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM, fue becaria del taller literario de la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado en El Heraldo de Chiapas y escrito reseñas para Periódico de poesía.

 

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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