Las cosas son más interesantes
en el extranjero, incluso morir.

Tibor Fischer


Fue en México donde Dadá —el primer gran movimiento internacionalista de la vanguardia— acabó por desaparecer. Supuestamente nació en el año 1916, en Zurich, durante la Primera Guerra Mundial, cuando unos tipos autodeclarados como absolutamente inútiles y dispuestos a llevar a cabo “el mayor timo del siglo” encendieron escandalosamente la mecha que, años más tarde, desembocaría en el surrealismo. El más dadaísta de ellos, sin embargo, no se adhirió a movimiento alguno ni estuvo presente en las veladas del Cabaret Voltaire, que en los primeros tiempos de Dadá  fue el hervidero de la conspiración, a manos de indeseables como Richard Huelsenbeck, Tristan Tzara, Hans Arp, Ribemont-Dessaignes, Hugo Ball y Marcel Janko.

Arthur Cravan, a diferencia de ellos, no tenía una vinculación programática de rebelión contra las tendencias artísticas y políticas de su tiempo, sino, para empezar, una relación de parentesco sanguíneo: no fue, en un principio, poeta o artista (como sí lo fue Tzara, por ejemplo, autor de varios de los Manifiestos Dadá y, luego, de El hombre aproximativo), sino simplemente sobrino de Oscar Wilde. Con eso basta. Las influencias de los tíos sobre los sobrinos suelen ser letales. Y Arthur Cravan, de una manera todavía más violenta en comparación con su estrafalario (y encarcelado) tío, se las arregló para pelearse con todos y con todo y finalmente largarse a otra parte. Tuvo, por supuesto, su propia revista: Maintenant, desde la que bajo distintos seudónimos (algo muy parecido a lo que hacía Ernst Kirchner, el pintor expresionista del grupo Die Brücke, “El puente”) aplastaba ácidamente a escritores de la talla de André Gide y Guillaume Apollinaire, sin olvidarse de los pintores reunidos en torno al famoso Salón de los Independientes de París. Era, pues, un chico malo muy temido. Existen razones prácticas para explicarlo: Cravan, más allá de su lengua ponzoñosa, mordaz y cínica (“Nos ha alegrado mucho la noticia de la muerte del pintor Jules Lefebvre”, escribió en uno de los números de Maintenant), medía 1 metro 90 cm., pesaba 105 kilos y en 1910 había sido coronado campeón de pesos medios en el II Campeonato Anual de Principiantes y Aficionados, además de campeón de Francia de pesos medios en el VIII Encuentro de Boxeo para Aficionados y Militares. André Gide es un peso-pesado de la literatura occidental, sin discusión, pero medía solamente 1 metro 65 cm. Y no pesaba más de 55 kilos. Para nada le convenía meterse con un tipo de la complexión de Cravan, quien, por cierto, siempre proclamó la superioridad de los deportistas sobre los artistas, cuestión hoy en día más o menos incontrovertible.

Si se pudiera ubicar a Cravan en algún lugar de la historia del arte, sería en el callejón oscuro de los borrachos pendencieros que brillan por sí solos. Pero como no podemos ubicarlo en parte alguna de aquella historia, tan plagada de mordiscos por la espalda y pataletas descontroladas, de pontificados lamentables y auspiciadores multinacionales, lo pondremos en una historia subterránea del deporte. Cleantes y Crisipo, el primero púgil, el segundo atleta, ambos filósofos estoicos, inician tal historia por allá por el 300 a.C; 2200 años más tarde, Arthur Cravan la continuará con méritos propios. Frecuentó a artistas como Picabia y Delaunay (más tarde adscritos al dadaísmo), pero se relacionó con bandas de apostadores, ladrones, chiflados y boxeadores. Se entrenaba, se fugaba, estafaba, corría, cambiaba continuamente de nacionalidad. arthur-cravan-vierdrie.jpgFue chofer en Berlín, vendedor de joyas falsas en Italia, fogonero en Australia: un cretino, un atleta infernal. En el escalafón oficial del boxeo ocupará el merecido lugar del olvido, esto es, las dos inmundas líneas dedicadas al aficionado que terminó por caer noqueado en el primer asalto: porque fue así, al menos, como Arthur Cravan cayó derrotado a manos del Campeón Mundial Jack Johnson durante una caótica jornada boxística en abril de 1916, en Barcelona. Después de eso, Maintenant salió de circulación y en la vieja Europa (en guerra) ya no se supo más de Cravan. Un poco antes, eso sí, a modo de despedida (o de bienvenida) escribió: “… a mí, que me basta con un compás de violín para que me entren unas ganas furiosas de vivir; yo, que podría matarme de placer, morir de amor por todas las mujeres, que añoro todas las ciudades, estoy aquí porque la vida no tiene solución.”

Cravan se embarcó hacia América a bordo del buque Montserrat, en el cual viajaba otro tipo que también huyó toda su vida y que también fue visto por última vez en México: León Trotski. Coincidencias brutales y magníficas. Muy poco tiempo antes de ese encuentro, Tzara y Lenin habían jugado ajedrez en el Café Terasse de Zurich (donde Lenin estuvo clandestinamente antes de encerrarse en el vagón precintado), sin saber ninguno de los dos quién era verdaderamente el otro. Dadá y la Revolución a bordo de un barco que atraviesa el Océano Atlántico, o Dadá y la Revolución jugando ajedrez en territorio neutral, son como las imágenes apócrifas de un amor adúltero.

Como sea, Cravan desembarcó en los Estados Unidos y allí empezó una nueva carrera desenfrenada por el norte del país, acompañado de otro prófugo importante, el poeta Robert Frost. Una vez en Nueva York, se puso en contacto con quien por ese entonces tramaba enviar a la exposición del Salón de los Independientes un urinario de fabricación serial, bajo el título de Fuente. Cravan, digámoslo, después de caer en la lona, llegaba justo a tiempo para participar del cross más violento en la historia del arte moderno (del que, agreguemos, todavía no se recupera). La misma noche de la inauguración, según relata Mario de Micheli, “Arthur Cravan, que debía pronunciar una conferencia sobre la pintura, se presentó ante el público selecto, elegante e intelectual, completamente borracho, arrastrando una maleta que vació sobre la mesa, desparramando ropa interior sucia y empezando a desabotonarse ante la indignación de los presentes y los gritos de las señoras, que escondían púdicamente el rostro.”

Los chicos de Nueva York habían conseguido alborotar el asunto y siguieron haciéndolo después; el mismo Duchamp puso en circulación algunos números de las revistas The Blindman y Rongwrong; Francis Picabia, antes de regresar a Europa para incorporarse a Dadá, había conseguido publicar sus dibujos junto con la revista 291, y Man Ray ya empezaba a descolocar al público con sus notables rayografías. Arthur Cravan, por su parte, a raíz del incidente había sido detenido por la policía y posteriormente liberado.

A partir de este punto, la información se torna algo más confusas Cravan, al parecer, se desentiende definitivamente de los artistas y de los poetas. O quizás, muy probablemente, sucedió al revés. Ese tipo de muchachos finalmente se convierte en una carga insoportable hasta para las rebeliones más escandalosas. Y los chicos Dadá estaban, después de todo, interesados en posicionarse de alguna manera en la historia del arte mundial, aunque esa posición fuera una no-posición brillante o una contracorriente violenta.

Lo cierto es que Arthur Cravan, después del tan citado episodio de Nueva York, desapareció unos cuantos meses de circulación. Iba, se supo después, rumbo al sur, con los bolsillos vacíos. Algunos dicen que cruzó a nado el Río Bravo: a estas alturas el “Mito Cravan” ya ha adquirido suficiente grosor y misterio como para empezar a ficcionalizar su biografía, pero a finales de 1917 (a nado, a pie o volando) llegó a México con toda la intención de trabajar en la explotación de las minas de plata. No es claro si fue en México o antes, en Nueva York, donde conoció a la poeta Mina Loy, con quien posteriormente se casó en algún lugar del planeta o, probablemente, en el puerto de Veracruz, donde ambos —según conjeturas— sobrevivieron gracias a las clases de “cultura física” que un tal profesor Arthur Cravan impartía en la Academia Atlética.

arthur-cravan-vierdrie2.jpg¿Habrá pasado el sobrino de Oscar Wilde, alguna vez, por la Ciudad de México? No es posible saberlo. Los informes sobre Cravan no le dan alcance sino hasta los primeros meses de 1918, y todas las fuentes están más o menos de acuerdo en el hecho de que Mina Loy ya estaba embarazada al emprender el viaje hacia Buenos Aires, ciudad en la que, por alguna desconocida razón, se reencontraría con Cravan. Pero es aquí donde la figura del boxeador adquiere la envoltura de misterio necesaria para convertirlo en un tipo medianamente famoso, sobre cuyo “caso” ―sólo comparable al de otro enmascarado de primer orden, el escritor B. Traven— ya se ha escrito bastante. Hugnet, Picabia, Kees Van Dongen, Mina Loy, André Breton y el propio Trotski hablaron, a su tiempo, sobre él. Hoy, entre muchos otros, el escritor Enrique Vila-Matas lo ha puesto a la cabeza de los hombres de la no-escritura, de esos fantasmas que, acompañando a Bartleby y a Montano, en un momento dado preferirían no hacerlo. (Pero Cravan alguna vez sí lo hizo; de él se conoce, aparte de las invectivas y puñetazos al hígado que lanzó desde Maintenant, un poema largo: Hie!).


En fin. Visto por última vez en Veracruz, desapareció, sin más, en el Golfo de México a bordo de un pequeño velero. Que se sepa, no llegó ni a Argentina ni a ninguna otra parte del mundo. Se aventura la hipótesis de Cuba como un destino en el que Cravan, presuntamente atraído por la creciente actividad boxística de La Habana, podría haber desembarcado. Lo de siempre: unos lo vieron borracho por las calles de París. Otros, igualmente borracho en una refriega de cantina en el centro de Tepic. Otros más lo registran traficando con drogas en Sudamérica o a cargo de un club de aficionados al boxeo en Asunción, Paraguay. Pero bueno, Cravan escribió: “Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales/ ¿Qué hacer?/ Probaré con el aire libre, / ¡Quizás ahí podría prescindir/ De mi funesta pluralidad!"

Vaya, tanto alboroto sólo porque un hombre sale a tomar el aire: no es tan terrible aceptarlo de una buena vez. Un boxeador sale un rato fuera del cuadrilátero y todo el mundo se vuelve loco. Y así, probando el aire libre y contradiciéndose de todo cuanto hay y de la contradicción misma, fue como Arthur Cravan se fue junto a Dadá, una palabra sobre la cual se hizo también bastante escándalo y por la que más de algún incapaz de contradecirse se rompió la cabeza, sin saber muy bien por qué; después de todo, se trata de una palabra imbécil, canalla, el deseo afirmativo de quienes sienten planear sobre sus cabezas la posibilidad de ser nadie y eclipsarse entre las olas.*
 

 


Ilustraciones:

  vierdrie www.sxc.hu


* Para intentar reconstruir el itinerario difuso de Arthur Cravan por Europa y Norteamérica, el autor se ha servido de los siguientes textos: Las vanguardias artísticas del siglo XX, de Mario de Micheli; La aventura Dada, de C. Hugnet; Antología del humor negro, de André Breton; Historia de un incendio. Arte y revolución en los tiempos salvajes. De la Comuna de París al advenimiento del punk, de Servando Rocha; Dadá, Historia de una subversión, de Henri Béhar y Michel Carassou; y Almanaque Dadá, editado por Richard Huelsenbeck. En cuanto al encuentro fortuito entre León Trotski y Arthur Cravan, éste ha quedado registrado en un testimonio retrospectivo del propio Trotski. Luego de ser expulsado en condiciones muy confusas de Francia, donde se encontraba en calidad de corresponsal de guerra, Trotski es deportado a Cádiz y posteriormente trasladado a Barcelona, desde donde zarpó rumbo a Nueva York a finales de 1916. Su testimonio a bordo del buque Montserrat es claro, y fue publicado tiempo después en su célebre autobiografía Mi vida: “Los pasajeros del barco eran bastante heterogéneos y en general poco agradables. A bordo iba una cantidad considerable de desertores de varios países... Un boxeador, literato a ratos, sobrino de Oscar Wilde, confesaba abiertamente que le resultaba más agradable hundirles las quijadas a los caballeros yankis en el noble sport, que dejarse traspasar las costillas por cualquier alemán desconocido”. Con respecto a la partida de ajedrez jugada entre Tristan Tzara y Lenin, Mario de Micheli cita como fuente a R. Lacôte en Tristan Tzara, después de señalar él mismo: “El Cabaret Voltaire estaba en el número 1 de la Spielgasse. Ese mismo año —1916—, y en el número 12 de la misma calle, vivía Lenin con su mujer Krupskaia. Los dadaístas se encontraban a menudo con Lenin por la calle, pero ignoraban por completo quién fuese. Según Lacôte, Tzara incluso había jugado al ajedrez con Lenin en el Café Terasse”. Por último, el combate entre Arthur Cravan y el Campeón Mundial de peso completo, Jack Johnson, se encuentra suficientemente documentado en varios artículos deportivos de la época, historias del boxeo y biografías del mismo Big Jack.

 


 

Martín Cinzano (Guayaquil, 1977). Es coeditor de Revista Descontexto. Ha publicado cuentos, poemas, crónicas y ensayos en revistas impresas y electrónicas. En 2008 obtuvo el Premio Nacional de Crónica Urbana Manuel Gutiérrez Nájera, otordado por la UACM. Es licenciado en Lengua y Literatura Hispánica por la Universidad de Chile.

 

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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